Leer y fumar
La otra ma?ana algunos peri¨®dicos locales se despertaron con tristeza, como despu¨¦s de una borrachera. Se cerraba la ¨²ltima f¨¢brica de tabacos de Sevilla, una instituci¨®n que a pesar de sus cambios de vecindario y el acorralamiento paulatino de los Ministerios de Sanidad y Econom¨ªa segu¨ªa asociando a nuestra ciudad con las fragancias de productos ultramarinos y la memoria deste?ida del imperio de la otra orilla, y ciertos articulistas elevaron t¨ªmidas eleg¨ªas al tiempo en que las cigarreras eran criaturas mitol¨®gicas que alimentaban la imaginaci¨®n de novelistas con bigotes lacados. Con la ¨²ltima factor¨ªa de cigarrillos, cuyos desechos viajar¨¢n ahora al extrarradio de C¨¢diz hasta que el mercado acabe de pisotearlos, se marchan el c¨¢ncer de pulm¨®n, los litigios millonarios contra la permisividad del Estado y, tambi¨¦n, algunos fantasmas de la literatura con denominaci¨®n de origen. Y no s¨®lo porque la famosa Carmen, la del follet¨ªn y la ¨®pera y el bronce que se cubre de pus en el paseo de Col¨®n, elevara el arte de la manufactura del tabaco a las bibliotecas, sino porque, desde mucho antes, esa planta tostada que arde con un humo donde huele a habitaci¨®n cerrada manten¨ªa una curiosa amistad con los libros. Mientras Carmen y sus compa?eras se serv¨ªan de sus muslos para enrollar las hojas y darles forma de barquillo, mientras otros obreros cortaban las tiras renegridas que acabar¨ªa por dignificar el oro de la vitola, un hombre le¨ªa desde un estrado. Peri¨®dicos, revistas, narraciones por entregas, daba igual. All¨ª, en ese edificio que hoy cobija una universidad y ma?ana ser¨¢ monumento, manos que no sab¨ªan empu?ar un l¨¢piz comprim¨ªan el tabaco al ritmo de las frases de Dumas, de Dickens y aun de griegos remotos que un lector escand¨ªa para ellos entre el eco aromatizado por las plantas muertas. Los cigarros Montecristo se llaman as¨ª en honor de una de las novelas que suscitaban mayores entusiasmos, y cuyos cap¨ªtulos muchos de los trabajadores o¨ªan una vez y otra sin fatiga. Aquellas palabras no se perd¨ªan en el humo: Alberto Manguel cita a un cigarrero cubano que, despu¨¦s de d¨¦cadas de labor, era capaz de recitar de corrido la totalidad de las Meditaciones de Marco Aurelio.
Nuestra ministra de Cultura acaba de afirmar que no leer es peor que fumar. No s¨¦ por qu¨¦ ha recurrido a una comparaci¨®n que no resulta evidente a primera vista, y que recuerda sospechosamente a una manta remendada con parches que nada tienen en com¨²n, ni color ni forma. Supongo que la conexi¨®n oculta se encuentra en la adicci¨®n, en el vicio: para quienes se han entregado a ¨¦l desde edad temprana el ejercicio de la lectura ha acabado por convertirse en una compulsi¨®n casi enfermiza, que exige saquear m¨¢s y m¨¢s los anaqueles en busca de nuevos t¨ªtulos como si fueran paquetes de tabaco a medio reba?ar o colillas destripadas en las aceras. Quiz¨¢ la ministra, sin desearlo, estaba poniendo voz a un pensamiento diagonal, subterr¨¢neo, de esos que no afloran a la consciencia con facilidad pero que figuran en alg¨²n estrato profundo de nuestro cerebro fuera del alcance de los espele¨®logos. Igual que el otro, el vicio lector provoca irritabilidad, insomnio y euforia, acaba por arruinar a su v¨ªctima si no sabe administrar bien su sueldo y puede llegar a provocar quebrantos en la salud que abarcan desde la presbicia, o vista cansada, hasta la escoliosis que se sigue de la postura sobre el sof¨¢. Me imagino que la ministra habr¨¢ querido decir que, puestos a elegir vicios, menos nocivo resulta el de la tinta que el de la nicotina y el alquitr¨¢n. En fin, la desaparici¨®n de la legendaria f¨¢brica de tabacos de Sevilla elimina a ambos de un plumazo, sin mayores remordimientos. Al fin y al cabo, cigarrillos y vol¨²menes se componen todos de papel y tienen reservado un destino com¨²n: la ceniza.
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