La resistencia de la Corona
Abrir la cuesti¨®n sucesoria no afecta a la gran pregunta: ?Estado auton¨®mico o plurinacional?
El Rey es el jefe del Estado, s¨ªmbolo
de su unidad y permanencia
(Constituci¨®n espa?ola, art. 56.1)
Si s¨®lo se atiende a la estad¨ªstica y a la historia, las posibilidades de consolidar la Monarqu¨ªa en la persona de Juan Carlos I de Borb¨®n no eran muchas cuando, a punto de cumplir los 37 a?os, iniciaba su reinado. Su antepasado Carlos IV hubo de marchar al exilio tras abdicar por dos veces en 1808. El hijo de ¨¦ste, Fernando VII, sigui¨® sus pasos poco despu¨¦s, para retornar como deseado al t¨¦rmino de la guerra contra el franc¨¦s. La regente que le sucedi¨®, Mar¨ªa Cristina, prefiri¨® abandonar Madrid ante el empuje de Espartero, y su hija, Isabel, expulsada como "imposible se?ora" por sus generales, tom¨® el camino de Par¨ªs para no reinar nunca m¨¢s: Antonio C¨¢novas del Castillo, mon¨¢rquico y conservador, se carg¨® de poderosas razones para disuadirla cuando le entr¨® la ventolera del retorno. Alfonso XIII, nieto de Isabel, a?adi¨® un nuevo punto a la marca de sus predecesores y muri¨®, como la abuela, en el exilio, poco despu¨¦s de haber abdicado en su hijo Juan, que pas¨® la mayor parte de su vida en Portugal, impedidos ambos de recuperar el trono por un general, mon¨¢rquico y reaccionario, que restableci¨® el Reino de Espa?a pero que jur¨® no ver en ¨¦l a ning¨²n rey mientras le quedara un h¨¢lito de vida. Ni que decir tiene que Jos¨¦ y Amadeo, que no eran Borbones, sufrieron similar destino. En resumen: entre 1808 y 1931, hasta seis reyes y una regente perdieron temporal o definitivamente la Corona.
Entre 1808 y 1931, hasta seis reyes y una regente perdieron definitiva o temporalmente la Corona en Espa?a
La Monarqu¨ªa no s¨®lo ha reforzado su legitimidad, sino que ha echado s¨®lidas bases para su continuidad
Se comprende que, tras varias d¨¦cadas sin rey, la perspectiva de una monarqu¨ªa como "forma pol¨ªtica del Estado espa?ol" disfrutara de menos posibilidades estad¨ªsticas que ver de nuevo partir a un monarca hacia el exilio. Continuidad y legitimidad, los dos pilares de toda monarqu¨ªa, han sido destruidos, comentaba Salvador de Madariaga al tener noticia de la designaci¨®n de Juan Carlos de Borb¨®n como sucesor, a t¨ªtulo de rey, de Francisco Franco. No fue el ¨²nico: con ¨¦l, lo creyeron tambi¨¦n no pocos mon¨¢rquicos, por no hablar de la oposici¨®n comunista y socialista, que consider¨® f¨²til aquel nombramiento: de sucesor presunto lo calific¨® Santiago Carrillo un d¨ªa particularmente inspirado.
Han pasado los a?os y ni la historia ni la estad¨ªstica, ni Madariaga ni Carrillo, han acertado en sus previsiones: lejos de breve, Juan Carlos I es, a sus 70 a?os, el rey que en los dos ¨²ltimos siglos m¨¢s tiempo ha permanecido en el trono, y la Monarqu¨ªa espa?ola no s¨®lo ha reforzado su legitimidad, sino que ha echado s¨®lidas bases para su continuidad. La cuesti¨®n, como el mismo Carrillo tuvo el acierto -esta vez s¨ª- de plantear, no era monarqu¨ªa o rep¨²blica, sino dictadura o democracia. Y result¨®, en efecto, que no ya la reconciliaci¨®n de la monarqu¨ªa con la democracia, sino el impulso de la Corona al proceso democratizador, liquid¨® la causa principal de su fragilidad hist¨®rica. La combinaci¨®n de Estado democr¨¢tico de derecho con Monarqu¨ªa parlamentaria ha resultado m¨¢s resistente de lo que nadie se hab¨ªa atrevido por entonces a predecir.
Pero el proceso de democratizaci¨®n no ha afectado s¨®lo al Estado y a la sociedad, sino a la misma instituci¨®n mon¨¢rquica, y ha acabado por rasgar los velos de su sacralidad, acelerando el concomitante proceso de su secularizaci¨®n. Todas las monarqu¨ªas, no s¨®lo la espa?ola, pero sobre todo ¨¦sta, que por la an¨®mala singularidad de su origen ha gozado del extraordinario privilegio de vivir a resguardo del escrutinio p¨²blico, sentir¨¢n cada vez m¨¢s la inevitable contradicci¨®n de esgrimir como raz¨®n de su permanencia el principio hereditario mientras en todo lo dem¨¢s, comenzando por los matrimonios y divorcios de sus v¨¢stagos, se conducen seg¨²n las costumbres democr¨¢ticas; entre otras, que los tratamientos son rec¨ªprocos y que quien tutea debe esperar a su vez ser tuteado.
La cuesti¨®n, en el caso espa?ol, consistir¨¢ en comprobar hasta qu¨¦ punto la definitiva desacralizaci¨®n de la Corona, con su mayor exposici¨®n a la cr¨ªtica pol¨ªtica, pero tambi¨¦n al cotilleo medi¨¢tico, afectar¨¢ a la delicada definici¨®n constitucional como s¨ªmbolo de la unidad y permanencia del Estado. Es posible que al recordar en esos t¨¦rminos su papel, el constituyente temiera que la diversidad hist¨®rica de las Espa?as pudiera ser causa de la caducidad de su Estado. La Constituci¨®n crey¨® encauzar esa diversidad, y reforzar as¨ª la unidad y asegurar la permanencia del Estado, reconociendo y garantizando el derecho a la autonom¨ªa de las nacionalidades y regiones. Nadie pod¨ªa prever en 1978 que tal reconocimiento acabara por sentar las bases institucionales -parlamentos, gobiernos y presupuestos aut¨®nomos- desde las que germinar¨ªan naciones, se reclamar¨ªan derechos de autodeterminaci¨®n y se pondr¨ªan en marcha estrategias de separaci¨®n.
Y no es casualidad que, a prop¨®sito del desempe?o del papel simb¨®lico que le reconoce la Constituci¨®n, hayan aparecido las primeras y destempladas voces proponiendo la abdicaci¨®n del Rey o acus¨¢ndole de vagancia. A quienes as¨ª se han manifestado, desde la radio episcopal a alg¨²n nacionalista particularmente laborioso, les gustar¨ªa ver en la jefatura del Estado a un monarca m¨¢s activo, menos en la sombra, interviniendo con voz propia en el debate pol¨ªtico. El espantajo del finis Hispaniae o el prop¨®sito de embarcar a la Corona en un supuesto papel arbitral entre posiciones pol¨ªticas en conflicto les empujan a acusar al Rey de dejaci¨®n de la m¨¢s alta funci¨®n que la Constituci¨®n le atribuye. No es tampoco casual que hayan sido los mismos que azuzan al monarca a intervenir de forma directa en el debate pol¨ªtico los que han palmeado con m¨¢s calor sus ¨²ltimas intervenciones p¨²blicas.
Dejarse llevar de esas voces o prodigar este tipo de actuaciones ser¨ªa un buen camino hacia el desastre. Si algo ha demostrado la legislatura ahora agonizante es que nadie posee la f¨®rmula m¨¢gica para resolver la ¨²nica cuesti¨®n que puede afectar a la unidad y permanencia del Estado, que no es -como no lo era en 1977- la de monarqu¨ªa o rep¨²blica, sino la de ?cu¨¢ntas naciones Estado en el Estado de la naci¨®n? No dispusieron de esa f¨®rmula los constituyentes, que dejaron sin cerrar el llamado bloque de constitucionalidad; no la tuvo el Partido Popular, que extrem¨® hasta l¨ªmites insoportables las tensiones inherentes al sistema mientras estuvo en el gobierno; ni la tienen tampoco los socialistas, que en este segundo turno han dilapidado buena parte de la sabidur¨ªa acumulada en el primero.
Nadie sabe c¨®mo evolucionar¨¢ el bloque de constitucionalidad, o sea, Constituci¨®n m¨¢s estatutos. Pero una cosa es segura: abrir hoy la cuesti¨®n sucesoria no resolver¨ªa ninguno de los problemas a los que nos enfrentamos, que no se derivan de la forma de Estado, si mon¨¢rquica o republicana, sino de su contenido, si auton¨®mico o plurinacional. Habr¨¢ que acostumbrarse, pues, a ver c¨®mo los movimientos y manifestaciones antisistema, alimentados por las pol¨ªticas de fabricaci¨®n de identidades diferenciadas y enfrentadas, adoptan s¨ªmbolos y proceden a acciones antimon¨¢rquicas en la misma medida en que el Rey simboliza la unidad y permanencia del Estado, de este Estado, el de las nacionalidades y regiones aut¨®nomas, al que, no por nada, se debe el m¨¢s largo, m¨¢s pac¨ªfico, m¨¢s fecundo tramo de la muy asendereada historia de la Monarqu¨ªa en Espa?a.
![El Rey, con el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Su¨¢rez, en agosto de 1977.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/PNDGQBMPY7FNI2EMSNKHP5BLCM.jpg?auth=109e13ba10507d4dc2f68ef136fa1eeb6aab76fa0d44fa8b5d80a5552326d3ba&width=414)
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