Entre normas y privilegios
Creo que fue Ridruejo, ya convertido en un liberal progresista, el que dijo que de entrada se conformaba con una Constituci¨®n que estableciera que nadie ten¨ªa derecho a pretender salvarnos. La Constituci¨®n nos protege en nuestras libertades en bastantes aspectos, pero no de la vocaci¨®n salvadora de las religiones y de las instituciones pol¨ªticas. Regreso de una semana de estad¨ªa en Par¨ªs; el gran tema ya no es Sarkozy y sus amores sucesivos, sino la prohibici¨®n de fumar en cualquier local cerrado. No soy fumador, pero como le dijo Churchill a un opositor: "No estoy de acuerdo con sus ideas, pero luchar¨¦ siempre para que usted pueda defenderlas". Los derechos de fumadores y no fumadores pueden ser compatibles sin que sea preciso aniquilar a los primeros. En Par¨ªs estuve en el encantador Cirque d'Hiver de la familia Buglione, pero en Barcelona la obsesi¨®n ordenancista del gobierno municipal le hizo prohibir los espect¨¢culos con animales y los circos deben instalarse en la periferia. Pero el Zoo (municipal) ofrece espect¨¢culos con animales y se olvidan que los de los circos viven de su trabajo y si se les quita no les queda otra salida que la reclusi¨®n o el sacrificio. En nuestra ciudad este af¨¢n redentor ha alcanzado cimas dignas de guinness: declaraci¨®n de ciudad antitaurina sin ser competente en la materia o el examen de los m¨²sicos y las estatuas humanas de La Rambla para calibrar su "calidad" antes de autorizar su oferta callejera. Sin olvidar la lamentable ordenanza de "civismo" que pretende protegernos del "escenario visual no deseado", como dec¨ªa su primera exposici¨®n de motivos; es decir, el derecho a no ver lo que puede disgustarnos, y que es rigurosamente inaplicable.
"Uno sospecha que la voluntad ordenancista puede ocultar la incapacidad de garantizar derechos superiores"
Uno sospecha que esta voluntad ordenancista, que es ret¨®rica e inoperante en unos casos y abuso de poder sobre sujetos vulnerables en otros, y que en nombre de unos derechos infringe otros, puede ocultar la incapacidad de garantizar derechos superiores o que afectan a muchos m¨¢s ciudadanos. Como no resolvemos bien el acceso de todos a un buen transporte p¨²blico, aumentamos las medidas de control sobre los automovilistas, aunque la pol¨ªtica de infraestructuras da prioridad al uso del veh¨ªculo privado. Como no podemos garantizar la vivienda para los j¨®venes, multiplicamos las medidas reglamentistas sobre el espacio p¨²blico o sobre la vida nocturna para conseguir apoyos en la tercera edad. Como hemos hecho la opci¨®n de la ciudad parque tem¨¢tico para turistas, tomamos medidas de un puritanismo provinciano en nombre de los derechos de los vecinos y lo llamamos "pol¨ªtica de proximidad".
Todo esto es peccata minuta, algo anecd¨®tico, comparado con la brutalidad episcopal que uno encuentra al volver a casa. Esta vez s¨ª que nos enfrentamos en serio con una agresi¨®n consciente a nuestras libertades fundamentales y a nuestros derechos constitucionalmente reconocidos. Los obispos promotores de un absurdo clima de guerra civil son unos fundamentalistas peligrosos. Fundamentalistas al considerar que el ¨²nico modelo de familia es el que ellos denominan "cristiano"; es decir, el matrimonio religioso destinado a la procreaci¨®n, que por cierto ellos no practican (y mejor no citar otras pr¨¢cticas frecuentes a las que parece que son adictos). Es negar la realidad de la diversidad de familias, entendidas como n¨²cleos de convivencia cotidiana basados en el afecto. Obsesionados por el sexo, ven pecado en cualquier manifestaci¨®n que exprese el placer de los sentidos. Son fundamentalistas en la moral, consideran v¨¢lida ¨²nicamente la suya, y demuestran una ignorancia s¨®lo comparable con su intolerancia. Denuncian el divorcio, el aborto, la relaciones entre homosexuales, la investigaci¨®n en c¨¦lulas madres, etc¨¦tera, y pretenden dictar normas obligatorias para toda la sociedad sin aceptar la diversidad de valores sobre estas cuestiones, ni el derecho de los ciudadanos a ejercer unos derechos que les hace en unos casos iguales entre ellos o les permite evitar males mayores. Son fundamentalistas a la hora de determinar que s¨®lo es pol¨ªtica democr¨¢tica la que sigue sus dictados; es decir, son teocr¨¢ticos, no conciben una educaci¨®n c¨ªvica que no se fundamente en sus anacr¨®nicos catecismos, ni una ense?anza p¨²blica que no sea la pariente pobre de la privada y religiosa, que es un negocio subvencionado por el Estado.
Esperemos que este renacimiento de la Iglesia preconciliar, este nacionalcatolicismo antidemocr¨¢tico que hoy se expresa en la Conferencia Episcopal, reoriente las prioridades higienistas de nuestros gobiernos hacia otras cuestiones y otros sujetos mucho m¨¢s peligrosos que los fumadores, los circos o los j¨®venes noct¨¢mbulos. Ahora aparecen los efectos perversos de la timidez del Gobierno a la hora de hacer efectivos los derechos reconocidos por las leyes (como ocurre con el aborto en el ¨¢mbito p¨²blico) o de reducir los injustificables privilegios de la ense?aza privada subvencionada (que imponen la religi¨®n y excluyen a la poblaci¨®n inmigrante). No s¨®lo no ha servido para apaciguar las resistencias de la c¨²pula episcopal, que hace la campa?a ultra al servicio del PP, sino que les ha envalentonado y ahora proclaman lo que hace 20 a?os no se atrev¨ªan ni a murmurar. Es hora ya de que se aplique lo que es propio de cualquier Estado democr¨¢tico europeo, la separaci¨®n de la Iglesia y del Estado, el fin de los privilegios de aqu¨¦lla y el tratamiento por igual a las diversas creencias religiosas. El laicismo no va contra las religiones, sino contra la voluntad, en nuestro caso, de impedir que una religi¨®n en particular imponga sus preceptos y sus privilegios al conjunto de la ciudadan¨ªa.
Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya
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