?Has le¨ªdo un buen libro ¨²ltimamente?
Todos somos un lector ¨²nico, en medio de otros que comparten nuestra misteriosa devoci¨®n
En el tren, dos muchachas, inmersa cada una en su libro, como si el mundo exterior no existiese, como si cada una se hallase encerrada en la consabida torre de marfil. Inclino la cabeza para alcanzar a leer los t¨ªtulos. Una est¨¢ leyendo Pot-Bouille de Zola, la otra Lenta biograf¨ªa de Sergio Chejfec. La primera suspira, cierra su volumen, y le dice a su compa?era: "?Cu¨¢nto me gustar¨ªa leer un buen libro!". La segunda cierra a su vez el suyo y pregunta: "El que est¨¢s leyendo ?no es bueno?". "Es bueno, pero no bueno para m¨ª ?me entiendes?". Su compa?era la mira perpleja. "Para m¨ª", le responde, "todo libro que me gusta es bueno. Los otros los dejo de lado".
Libros buenos y libros malos: todo lector lee en un bosque de libros calificados de antemano. Por aqu¨ª han pasado batallones de Linneos clasificando rigurosamente cada esp¨¦cimen de sobresaliente sin reservas, de excelencia moderada, de muy bueno, bueno o regular, de malo con reservas, muy malo, abominable. Seg¨²n el contexto (diletante, universitario, period¨ªstico, de tertulia o comercial) las etiquetas cambian. Buenos son aquellos cl¨¢sicos, en su mayor parte hoy disfrutados por un pu?ado de exc¨¦ntricos arque¨®logos, cuyos nombres conocemos epid¨¦rmicamente. Buenos son los libros premiados en arreglos prenupciales, que sin sorpresa alguna ascienden las gradas de ese ef¨ªmero Parnaso que son las listas de best sellers. Buenos son (¨¦sta es la definici¨®n que busco) las obras que, secretamente, cada lector elige para s¨ª, como esa que busca la lectora de Zola, so?ando con un encuentro er¨®tico que no querr¨¢ seguramente compartir con nadie m¨¢s.
Con azoramiento, con regocijo, con gratitud, leemos de pronto en cierto p¨¢rrafo, en cierta l¨ªnea, la confesi¨®n de nuestros secretos m¨¢s guardados, de nuestros deseos m¨¢s ocultos, de nuestras intuiciones m¨¢s indecibles
La bondad de un cl¨¢sico reside en su calidad de palimpsesto: mientras m¨¢s capas de lectura acumula, mejor es, porque mejor, m¨¢s interesante, m¨¢s complejo va pareci¨¦ndole a las sucesivas generaciones que no se resignan a olvidarlo. Cada lector avisado encuentra en ¨¦l aspectos nuevos, vetas no exploradas, sentidos ins¨®litos, pero tambi¨¦n una suerte de familiaridad, una sensaci¨®n de reencuentro. Un cl¨¢sico nos abre puertas inesperadas sobre vistas ya conocidas, paisajes de infancia: leemos en ¨¦l lo que de alguna manera ya estaba en nosotros. La lectora de Zola habr¨¢ quiz¨¢s sentido ese "escalofr¨ªo del reconocimiento" (como lo llamaba Henry James) al encontrarse con ese pasaje en el que el padre de la joven Marie declara no haberle autorizado a su hija la lectura de novelas, salvo el Andr¨¦ de George Sand, "obra sin peligro, hecha de imaginaci¨®n, y que enaltece el alma", y se habr¨¢ permitido una sonrisa como lectora no ya de Zola, sino de Rosa Montero. Y luego, inesperadamente, habr¨¢ recordado en el final de Rebeli¨®n en la granja de Orwell al llegar a la ¨²ltima frase de Pot-Bouille, "c'est cochon et compagnie", que resume las 400 p¨¢ginas del libro y las extiende hacia el futuro.
Su compa?era, la lectora de Chejfec, admitir¨ªa sin duda esa calidad de palimpsesto, pero quiz¨¢s agregar¨ªa que, por sobre todo, un cl¨¢sico es un libro que alaba la pobreza esencial de la materia que lo constituye. Es decir, para ella, un cl¨¢sico libro que glorifica la maravillosa impotencia del lenguaje que lo escribe. Justamente porque las palabras de las que est¨¢ hecho no alcanzan nunca a decir lo que la intuici¨®n vislumbra, la imaginaci¨®n cree concebir, la mente est¨¢ a punto de comprender, ciertos libros, valerosamente armados, conscientes de sus limitaciones y orgullosos de sus faltas, se prestan, generaci¨®n tras generaci¨®n, a un siempre in¨¦dito intento de lectura. Precisamente porque en literatura no logra decirse todo (o s¨®lo logra decirse muy poco) el lector puede llenar los entrelineados y silencios con batallones de significados y muchedumbres de interpretaciones. "S¨®lo palabras son las que yo pongo aqu¨ª, y ¨²nicamente eso", dice el narrador de Chejfec, y el lector sabe que miente. Entre "s¨®lo palabras" y "¨²nicamente eso" est¨¢ toda la literatura escrita y por escribir.
Mis lectoras viajeras, claro, podr¨ªan ser otras. En lugar de Zola y Chejfec podr¨ªan haber estado leyendo La bodega de Noah Gordon y El guardi¨¢n de la flor de loto de Andr¨¦s Pascual. En ese caso, su b¨²squeda de lo bueno no necesitar¨ªa extenderse al ¨¢mbito hermen¨¦utico o ling¨¹¨ªstico: podr¨ªa limitarse al de las estad¨ªsticas. Una r¨¢pida consulta de las listas de m¨¢s vendidos les confirmar¨ªa que los libros que han elegido son efectivamente buenos en un sentido cuantitativo: tienen el voto de la mayor¨ªa o, al menos, han sido promocionados con mayor energ¨ªa por sus editores, o han sido preparados seg¨²n f¨®rmulas alimenticias que pueden llamarse buenas porque alivian el apetito y endulzan el paladar, pero no nutren ni fortalecen. El 10 de diciembre ¨²ltimo, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, reuni¨® al sindicato nacional de la edici¨®n francesa para proponerles autorizar la publicidad comercial de libros en la televisi¨®n, cosa que, por supuesto, s¨®lo las grandes editoriales se podr¨ªan costear -y aun ellas s¨®lo para sus best sellers-. Sarkozy resumi¨® as¨ª sus argumentos: "Les dir¨¦ qu¨¦ cosa es un buen libro: un buen libro es un libro que se vende bien". A lo cual Ralph Waldo Emerson ya hab¨ªa contestado hace casi siglo y medio: "La gente no merece libros buenos, si es que le deleita tanto los malos".
Me doy cuenta ahora de que las dos definiciones previas de libros buenos -libros que el trascurrir de los siglos deja en nuestras bibliotecas y que all¨ª permanecen, y libros que se agolpan en las tiendas gracias a un vendaval medi¨¢tico, y que desaparecen casi inmediatamente- adolecen de un destino num¨¦rico. Son porque muchos han querido que sean para la eternidad, o para un verano. La tercera definici¨®n que propongo es m¨¢s severa, menos popular, m¨¢s discriminatoria. Sin referirnos a la autoridad y juicios de los lectores que nos han precedido, y haciendo o¨ªdos sordos a las voces que anuncian un cuarto de hora de fama para alg¨²n t¨ªtulo nuevo, a veces, a solas con un libro, descubrimos que ha sido escrito para nosotros.
Con azoramiento, con regocijo, con gratitud, leemos de pronto en cierto p¨¢rrafo, en cierta l¨ªnea, la confesi¨®n de nuestros secretos m¨¢s guardados, de nuestros deseos m¨¢s ocultos, de nuestras intuiciones m¨¢s indecibles. All¨ª, entre las cubiertas de ese volumen que el azar (por as¨ª llamar a ese bibliotecario sagaz y perseverante) ha puesto en nuestras manos, estamos nosotros, singularmente, retratados en letras de fuego. Cl¨¢sico, best seller, volumen desconocido hallado por casualidad, olvidado compa?ero de infancia o amigo de un amigo que pens¨® que nos gustar¨ªa leerlo, el libro bueno, el buen libro, en el sentido m¨¢s profundo que podemos dar al t¨¦rmino, es aquel que es bueno para ese lector ¨²nico que todos somos, en medio de otros lectores ¨²nicos que comparten nuestra misteriosa devoci¨®n.
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