Pura y sagrada
La noticia de la muerte de Isabel Polanco me llega mientras estoy lejos de Espa?a, y la distancia resalta el hueco de su ausencia, negro sobre negro, la oscuridad final. El fallecimiento de alguien cercano parece removernos las paredes del mundo, como si de repente comprendi¨¦ramos que vivimos en un teatro y que lo que cre¨ªamos perdurabilidad y certidumbre no es m¨¢s que un endeble decorado. Sobre todo si se trata de una muerte a destiempo, m¨¢s inadmisible y m¨¢s est¨²pida de lo que la muerte siempre es. Rememoro a Isabel, guapa, fuerte y vital, siempre tan entera y tan valiente, y me parece mentira que la enfermedad haya conseguido por fin doblegarla. Era una mujer dotada de una luz especial, del c¨¢lido resplandor que despide un poderoso motor al rojo vivo. Imposible imaginar ese fulgor apagado.
Pienso en todas las personas que ahora mismo estar¨¢n llorando la desaparici¨®n de un ser querido. En Madrid, en Espa?a, en el mundo. Todos los humanos tenemos que pasar por ese duelo, todos tenemos que aprender a convivir con el vac¨ªo irrellenable de los que se han ido. La muerte, siempre il¨®gica (no nos cabe en la cabeza), a veces resulta obscena en su crueldad. ?Por qu¨¦ tienen que fallecer los ni?os, los j¨®venes? ?Y por qu¨¦ alguien tiene que librar un feroz combate contra la enfermedad para al final sucumbir? En su bello libro La sombra de Naipaul, el escritor Paul Theroux reproduce la frase que un d¨ªa le dijo una mujer de 97 a?os: "La pena es pura y sagrada". Cu¨¢nto dolor y cu¨¢ntas muertes habr¨ªa tenido que superar la anciana hasta alcanzar esa s¨®lida nuez de sabidur¨ªa. Pienso en Isabel Polanco, en su lucidez y su honestidad, en su ausencia de gazmo?er¨ªa, incluso en su alegr¨ªa pese a la dureza del combate, y s¨¦ que fue una espl¨¦ndida guerrera, y que la vida es eso, y que la pena, en efecto, es sagrada y es pura.
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