El libro y la dentadura postiza
El taxista que hace un a?o me pregunt¨® si ¨¦l deb¨ªa leer Cien a?os de soledad, me dijo ayer que ya se hab¨ªa comprado el libro, en edici¨®n de bolsillo. "No es muy grande", me dijo. "Lo acabar¨¦". Pero a¨²n no lo hab¨ªa comenzado. Los libros a veces son como las dentaduras postizas: se guardan en un bolsillo hasta que sea el momento de masticar. El taxista estaba a punto de masticar.
Pero ¨¦l no es distinto a tanta gente que va a las librer¨ªas, o a las bibliotecas; se lleva los libros, los pone en el mostrador de su propia estanter¨ªa, y los deja ah¨ª, como si los libros se fueran leyendo solos. En los a?os sesenta, cuando leer era igual que masticar, la gente llevaba los libros bajo el brazo por si sal¨ªan en la conversaci¨®n; ahora se los deja en la mesa de noche por si se rompe la tele. Como se deja la dentadura.
Ni Dios cita un libro, para qu¨¦, los libros podr¨ªan cambiarles las ideas
Hay un ensayista mexicano, Gabriel Zaid, autor de Los demasiados libros, que invent¨® una frase que hubiera hecho la fortuna de un publicitario en los lejanos sesenta, "Hay que poner el libro en la conversaci¨®n de la gente", un eslogan, por cierto, que entusiasmaba a la a?orada Isabel Polanco. Pero el eslogan, como su prop¨®sito, naci¨® cuando ya no importa tanto conversar con libros; no importa conversar, c¨®mo va a importar conversar con libros.
As¨ª que los libros, que ahora reciben el espaldarazo anual del Sant Jordi, de las lecturas quijotescas, regresan de vez en cuando m¨¢s como una intemperancia que como una necesidad social. Es mejor no tener libros: los libros cambian las ideas, hacen distintas a las personas, las convierten en rebeldes o en melanc¨®licas. Son horribles.
La dormidera televisiva es mucho m¨¢s eficaz para pasar el rato, y para pasar por la vida. Si ese debate de ideas que parece querer abrirse paso en la derecha espa?ola (o en la izquierda, da igual) se sustentara de veras en lo que se piensa, en lugar de en los dimes y diretes que se oyen en la tele, en la radio o en los peri¨®dicos, estar¨ªamos escuchando t¨ªtulos de libros que amparasen la ignorancia o la inteligencia de los debatientes. Pero ni dios cita un libro, para qu¨¦, los libros le podr¨ªan cambiar las ideas.
Pero el libro est¨¢ ah¨ª, glorificado ahora, pero virtualmente aparcado. Las autoridades que deber¨ªan preocuparse de su salud los sacan al sol como a los desempleados, cuando quieren arrimarse a los autores de su marca o de su zona; lo que ha pasado ahora (?tantos a?os despu¨¦s!) con el Premio Cervantes consolida la verg¨¹enza del pasado: quien m¨¢s quien menos, al mando de su machito pol¨ªtico-cultural, ha querido ese codiciado premio para los suyos. Pues porque los libros y sus autores siguen en esta sociedad del consumo formando parte de una parroquia u otra, y s¨®lo algunos rebeldes privilegiados por la fortuna melanc¨®lica de no ser de este mundo se apartan de la tentaci¨®n de pertenecer.
Pero no era el Cervantes el prop¨®sito de esta nostalgia libresca, y sobre todo este a?o en que tenemos la gloria de ver premiado a un poeta cuya escritura tiene que ver tanto con la rabia de existir en contra, Juan Gelman. El prop¨®sito es hacer eficaz la nostalgia de los libros le¨ªdos, de los libros que han de leerse, y de que los libros formen parte de la vida com¨²n como la conversaci¨®n o como la risa.
Y no forman parte, deseng¨¢?ense, no forman parte. Las estad¨ªsticas dicen siempre lo mismo; nos ponen en la cola, pero vienen los pol¨ªticos y cambian la tabla a su antojo, como si ¨¦sta fuera una liga de f¨²tbol en la que sumamos los puntos positivos hasta cuando no se han ganado todav¨ªa.
Esos pa?os calientes que se le ponen a la vida cultural de este pa¨ªs, animada, o desanimada, por una red de comunicaci¨®n que pone la exigencia del libro en ¨²ltimo lugar en las programaciones y en las preocupaciones, son los que siguen haciendo que el libro falte de la conversaci¨®n de la gente. Y seguir¨¢ estando, ah¨ª afuera, a qui¨¦n le importa. Miren las parrillas, miren los horarios de lectura en las escuelas y en los colegios; miren los libros que llevan los universitarios, miren los libros que leen o citan los pol¨ªticos, miren las crisis de las librer¨ªas, miren las dotaciones de las bibliotecas... M¨ªrenlo todo y luego z¨¢fense de las tramas de la farsa de las estad¨ªsticas, o miren las estad¨ªsticas para leer algo.
En fin. Ahora el taxista que ya compr¨® Cien a?os de soledad estaba leyendo la s¨¦ptima entrega de Harry Potter, donde acaba la serie de J. K. Rowling. Es curioso, le dije al taxista, en ese libro hay un p¨¢rrafo que parece de Cien a?os de soledad. "Es que al final todos los libros son iguales", dijo el hombre al volante, y acarici¨® el libro, como si ah¨ª estuviera el tacto de la trama. "Pero ¨¦ste es m¨¢s grande", a?adi¨®.
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