La casa que era Neruda por dentro
Caminar por las habitaciones maravillosamente il¨®gicas de Isla Negra es seguir el rastro de un poeta que lo coleccionaba todo: libros, minerales o mascarones de barcos
Como todos los lectores reincidentes, he pasado una parte sustancial de mi vida caminando por ciudades inventadas, y en mi pasaporte est¨¢n los sellos de la frondosa Macondo, de Gabriel Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez; la l¨²gubre Comala que construy¨® Juan Rulfo dentro de su Pedro P¨¢ramo; la Santa Mar¨ªa de El astillero, Juntacad¨¢veres y otras obras de Juan Carlos Onetti; o las aleg¨®ricas Tl?n y Uqbar de Jorge Luis Borges. M¨¢s al norte, en Estados Unidos, estuve con William Faulkner en un lugar que mucha gente parece haber visitado de o¨ªdas: el condado de Yoknapatawpha, que se extiende desde la novela Sartoris hasta Los rateros e incluye en su territorio libros como El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario, Luz de agosto, Absalom, Absalom o La ciudad. Y en Europa, pas¨¦ un verano con Ernst J¨¹nger en Heli¨®polis, donde asist¨ª a la feroz lucha pol¨ªtica entre los partidarios de Landvogt, defensor de los valores colectivos, y los del Proc¨®nsul, abogados del derecho individual; dediqu¨¦ unas semanas del invierno de 1999 a viajar por las Ciudades invisibles de Italo Calvino, donde vi calles pavimentadas con esta?o, torres de aluminio y casas suspendidas sobre un precipicio a base de cuerdas. Y, si la imaginaci¨®n no me enga?a, tambi¨¦n recuerdo haber visto con mis propios ojos la fortaleza Bastiani, de Dino Buzzati, y la Tierra Media de Tolkien, si es que esos lugares que se encuentran en El desierto de los t¨¢rtaros y El se?or de los anillos est¨¢n, de verdad, en nuestro continente.
Coleccionar es ir convirtiendo los caprichos en objetos, pero es tambi¨¦n construir una estela
Antes de irme de all¨ª como si saliera de un sue?o, dej¨¦ a los pies del caballo con tres colas un ejemplar de 'Fustigada luz'
En Espa?a no he dejado de pasear por la Orbajosa de Benito P¨¦rez Gald¨®s y la Vetusta de Clar¨ªn; ni por el bosque de Mantua, situado en la hipot¨¦tica Regi¨®n que Juan Benet imagin¨® para sus Herrumbrosas lanzas; ni junto al r¨ªo Dul, en la pantanosa Escesc¨¦sina de El testimonio de Yarfoz, de Rafael S?nchez Ferlosio; ni por los campos de Agramante de algunas novelas de Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald, entre la desembocadura del r¨ªo Guadalquivir y el coto de Do?ana. Todos me gustaron hasta el punto de que tengo enmarcados en las paredes de mi casa los mapas de algunos de esos lugares que pintaron sus autores. Pero ninguno me fascin¨® tanto ni me pareci¨® tan inveros¨ªmil como una playa real que su habitante m¨¢s ilustre transform¨® en otro sitio ilusorio: Isla Negra, en la costa de Chile, donde levant¨® su casa m¨¢s recordada el poeta Pablo Neruda.
Entrar en la casa de un escritor que admiras es siempre una experiencia emocionante que te hace sentir, contra toda l¨®gica, el latido de la vida entre las cuatro paredes del muerto, como si el propietario de los muebles, la ropa que cuelga en los armarios, los libros de las estanter¨ªas o la m¨¢quina de escribir sobre la mesa acabara de marcharse o estuviera a punto de volver. Marina Tsviet¨¢ieva lo explic¨® de forma magn¨ªfica en su libro Natalia Goncharova, retrato de una pintora: "Hay casas en las que se vive. Hay casas que viven. Por s¨ª mismas. Al margen de las personas. Casas donde hay de todo (todo, salvo las personas). Casas que han vivido tanto (...) que simplemente contin¨²an viviendo. Como un libro que ya no necesita de su autor, ni de sus lectores". Es f¨¢cil sentir eso en Finca Vig¨ªa, la mansi¨®n colonial de Ernst Hemingway en San Francisco de Paula, muy cerca de La Habana; o en Rungstedlund, el hogar de Isak Dinesen, situado a media hora de Copenhague, donde la autora de Memorias de ?frica vivi¨® y est¨¢ enterrada; o en la Huerta de San Vicente, la residencia veraniega de la familia Garc¨ªa Lorca en Granada, donde tambi¨¦n podr¨ªan llevarse los restos del autor del Romancero Gitano si sus herederos quisieran sacarlo de su fosa com¨²n en V¨ªznar.
Neruda tambi¨¦n est¨¢ enterrado en su casa de Isla Negra, frente al oc¨¦ano Pac¨ªfico, pero tambi¨¦n lo estuvo en otro lugar: una humilde tumba de un cementerio de Santiago, donde debieron dejarlo, casi clandestinamente, cuando muri¨® a los pocos d¨ªas del golpe de Estado contra Salvador Allende. Como se ve, su historia y la de su amigo Federico Garc¨ªa Lorca estuvieron llenas de paralelismos hasta el fin. Al autor de Veinte poemas de amor y una canci¨®n desesperada no lo asesinaron del todo los militares sediciosos, como crey¨® al recibir la noticia otro de sus mejores amigos, Rafael Alberti, quien incluso hizo algunas declaraciones y escribi¨® un poema urgente en el que lloraba su asesinato. En realidad, el premio Nobel chileno muri¨® de c¨¢ncer, pero todos los que estuvieron a su lado en esos d¨ªas terminales, entre ellos los doctores que lo cuidaban, coinciden en afirmar que la impresi¨®n que le produjo el levantamiento militar, la tristeza por la muerte de Salvador Allende y las noticias del saqueo de sus casas de Valpara¨ªso y Santiago lo mataron antes de tiempo. Los soldados tambi¨¦n fueron entonces a Isla Negra, en busca de armas, que desde luego no encontraron, pero Neruda no pudo ser trasladado all¨ª hasta el a?o 1990, cuando la democracia consigui¨® sacar el pa¨ªs de debajo de las botas de los criminales.
Isla Negra no es una isla, sino s¨®lo un fragmento de costa, y la casa de Neruda tampoco es una casa, sino un museo. Lo es ahora, pero tambi¨¦n lo fue en vida del poeta, que como se sabe era un coleccionista incansable, hasta el punto de que el edificio original se tuvo que ir ampliando sucesivamente para poder albergar sus mascarones de proa, botellas con barcos dentro, caracolas, ¨ªdolos de barro, m¨¢scaras, mariposas, pipas, minerales, escarabajos, mapamundis, llaves y, por supuesto, primeras ediciones que ser¨ªan la envidia de cualquier bibli¨®filo. A pesar de todo, el autor de Residencia en la tierra y el Canto general afirmaba que m¨¢s que un coleccionista ¨¦l era un "cosista", alguien a quien le gustaba juntar cosas. Lo hac¨ªa hasta el punto de construir una estancia exclusiva para un caballo de cart¨®n de tama?o natural que le compr¨® a un talabartero y para el que lleg¨® a dar una fiesta de bienvenida a la que acudieron tres amigos con el mismo regalo: la cola que le faltaba al animal. Neruda solucion¨® la coincidencia coloc¨¢ndole las tres y bautiz¨¢ndolo, en ese mismo momento y por razones obvias, como "El caballo m¨¢s feliz del mundo".
Coleccionar es ir convirtiendo los caprichos en objetos, pero es tambi¨¦n construir una estela, y por eso caminar por las habitaciones maravillosamente il¨®gicas de Isla Negra es seguir el rastro de Neruda, pero tambi¨¦n el de su poes¨ªa, que a fin de cuentas no es m¨¢s que la otra direcci¨®n del mismo camino: si dentro de sus obras el escritor, disfrazado seg¨²n el caso de cocinero, ornit¨®logo, naturalista o gem¨®logo, convirti¨® en poes¨ªa todo lo que ve¨ªa, tocaba o degustaba, como demuestran los tres vol¨²menes de las Odas elementales, su Arte de p¨¢jaros o Las piedras de Chile, fuera de ellas el hombre fue tirando de sus deseos hacia la realidad y los transform¨® en materia palpable que, sin embargo, no perdiese su condici¨®n m¨¢gica. Buen ejemplo es el de los mascarones, y entre ellos el de su preferido, el que tiene forma de mujer y se llama Mar¨ªa Celeste, que lloraba todas las noches cuando el calor del fuego que ard¨ªa en la chimenea condensaba el vapor en sus ojos de vidrio.
La tumba del gran enemigo literario de Pablo Neruda, que fue Vicente Huidobro, est¨¢ en la ciudad costera de Cartagena y en ella hay una famosa inscripci¨®n que acaba de esta forma: "Abrid la tumba / Al fondo de esta tumba se ve el mar". Me temo que Neruda tambi¨¦n le gan¨® esa batalla al magn¨ªfico creacionista de Altazor, porque donde sin duda est¨¢ el mar es en su casa de ese lugar a la vez real y ficticio que es Isla Negra, junto a las mil y una cosas de este mundo que quisieron abarcar tanto sus versos como sus manos.
Antes de irme de all¨ª como si saliera de un sue?o en el que me hubiese visto andar por el interior del propio Neruda, dej¨¦ a los pies del caballo con tres colas un ejemplar de Fustigada luz, el libro en el que Rafael Alberti incluy¨® los dos poemas que le salieron del coraz¨®n cuando supo que hab¨ªan muerto a su amigo, o que lo hab¨ªan morido, como dir¨ªa Juan Gelman, pocos d¨ªas despu¨¦s del primer 11 de septiembre terrible de la Historia, el que sufri¨® Chile en 1973. Quiz¨¢s ahora est¨¦ en la biblioteca del autor del Canto general, junto a sus primeras ediciones de Quevedo, de Alonso de Ercilla, de Victor Hugo con la firma del creador de Nuestra se?ora de Par¨ªs, o de aquel tomo artesanal de Paloma por dentro que constaba de poemas suyos y dibujos de Garc¨ªa Lorca. A Neruda le hubiera gustado tenerlo.
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