'Caramel' con ac¨ªbar y balas
El tercer d¨ªa de esta guerra, madame Sylvie ha abandonado por primera vez su domicilio, cercano al puerto que ha sido cerrado para dejar a¨²n m¨¢s aislada la capital, Beirut, ya sin aeropuerto ni caminos hacia el resto del pa¨ªs, ni hacia Damasco. Ella, Sylvie, tiene 70 a?os, es cristiana, de padre liban¨¦s y madre siria; vive al lado del cuartel general de la Falange de los Gemayel (milicia cristiana, fue creada en 1936 a imagen de la de Jos¨¦ Antonio), y est¨¢ sola en la vida. Sentada frente a m¨ª en uno de los pocos caf¨¦s todav¨ªa abiertos, ante una pipa de agua y una cerveza, la se?ora Sylvie, a quien yo cometo la imprudencia de catalogar como enemiga de Hezbol¨¢ s¨®lo porque es cristiana, me desenga?a enseguida y me cuenta que quiere que ganen los militantes del Partido de Dios, que ella es prosiria, que el cuartel de los falangistas est¨¢ vac¨ªo porque todos han huido a las monta?as, y que desde hace a?os vive con los 10.000 d¨®lares de indemnizaci¨®n que la compa?¨ªa para la que trabaj¨® tres d¨¦cadas le dio al jubilarse.
?sta una tragedia controlada, y Sylvie, que ha visto muchas, est¨¢ de acuerdo conmigo
En el apartamento en donde habita, en un inmenso caser¨®n de los muchos vac¨ªos de Gemmayzeh (zona Caramel: Sylvie es como la vieja que mendiga cartas de amor), un barrio lleno de viejas, algunas delirantes, otras, como Sylvie, sensatas, apenas tiene muebles. Paga 100 d¨®lares al a?o, una miseria, pero el due?o, que se enriqueci¨® traficando con chatarra durante la guerra y tambi¨¦n despu¨¦s, con la reconstrucci¨®n controlada por Hariri padre y los saud¨ªes, es un buen hombre.
-?Tiene usted miedo? -me pregunta.
-No exactamente.
-Est¨¢ bien, Beirut, ?no es cierto? Incluso para una vieja sola como yo.
A estas horas, Hamra, en el Beirut que vuelve a ser Oeste -y nosotras estamos en lo que vuelve a ser Este-, est¨¢ llena de milicianos que corren de una esquina a otra, disparando; de humo y de balas. No tantas, sin embargo, como habr¨ªan podido matar. ?sta es una tragedia controlada, y Sylvie, que ha visto muchas, se muestra de acuerdo conmigo. La tragedia de la coalici¨®n en el Gobierno es que est¨¢n demasiado acostumbrados sus miembros al bla, bla, bla de la diplomacia, a recibir a Kouchner, a Condoleezza y a Moratinos, y a menear el culillo ante Occidente.
Hezbol¨¢, por ejemplo. Se ve¨ªa venir que los fieles a Hasan Nasral¨¢, entrenados hasta los dientes y menos entretenidos por los placeres mundanos que sus rivales, podr¨ªan mear el territorio cuando se les antojara. Es lo que han hecho hoy. Los otros se re¨²nen, lanzan comunicados, apoyan a un Gobierno inexistente que Occidente har¨ªa bien en cachear, sin fiarse de anteriores encuentros.
Huele a p¨®lvora en Beirut, y a caucho quemado. En cualquier parte de la ciudad hay un momento en que huyen los p¨¢jaros y las flores se averg¨¹enzan y se vuelven contra la pared. Sin embargo:
-Es una oportunidad ¨²nica para que empecemos a construir un pa¨ªs serio -dice Sylvie, la ap¨¢trida y, sin embargo, m¨¢s patri¨®tica que nadie-. Me voy, gracias por la cerveza.
-S¨¦ que no la volver¨¦ a ver.
Los supermercados de Beirut se han llenado de ancianos desalentados que toman caf¨¦ en la cantina, ellas operadas y cargadas de brillantes, ellos arrugados y reventando de paciencia, mientras sus criadas filipinas o et¨ªopes -a 100 d¨®lares al mes, lo mismo que a Sylvie le cuesta su piso un a?o- les cargan el carrito con comidas en pur¨¦ y agua mineral.
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