Caligraf¨ªas muertas
Un amigo pas¨® a visitarme y, al no hallarme en casa, desliz¨® una nota manuscrita por debajo de la puerta. Cuando llegu¨¦, recog¨ª el papel y le dirig¨ª, antes de leer su contenido, una ojeada de extra?eza. ?Era del chico que recoge las basuras, de la mujer que me ayuda en casa? No, el muchacho s¨®lo se expresa en ¨¢rabe y la se?ora que limpia utiliza el ingl¨¦s. La nota estaba escrita en castellano. No ten¨ªa firma, como suele ocurrir con los mensajes de las personas con quienes mantenemos una relaci¨®n regular y con quienes compar?timos gui?os, peque?as complicidades, incluso triqui?uelas sem¨¢nticas. Al leerla, reconoc¨ª a su autor por el tono. Pero lo que me dej¨® helada, como un descubrimiento indeseado, la p¨¦rdida de un bien -en otro tiempo querido, pero ya escamoteado- que ya no podr¨¦ recuperar, fue que no reconoc¨ª su letra. Comprend¨ª que no la hab¨ªa visto nunca. Mi amigo y yo, como tanta gente que ha empezado a relacionarse cuando ya se encontraba en marcha el h¨¢bito de la comunicaci¨®n a trav¨¦s de correos electr¨®nicos y SMS, ignoramos c¨®mo es la letra del otro.
"Entre amigos deber¨ªamos conocer nuestras letras"
Darse la mano -los apretones fuertes, tan preciados; la manita floja, sudorosa, mala se?al- es un h¨¢bito que se perdi¨® en alg¨²n momento, cuando colectivamente decidimos que besarse en las mejillas o en el aire a la primera de cambio era lo pertinente. Averiguar c¨®mo ten¨ªa la letra el otro -o la otra-, fueran candidatos a pareja o a amigos? Eso tambi¨¦n resultaba importante. Cuando los compa?eros del alma que nos acompa?aban en nuestro descubrimiento de la vida nos dirig¨ªan extensas misivas a las que correspond¨ªamos con no menos interminables respuestas, ?cu¨¢l no era la importancia de su letra apretada, de sus folios aprovechados casi m¨¢s all¨¢ de los m¨¢rgenes? Recuerdo los caracteres de su letra como recuerdo el rostro de cada amigo temprano con quien mantuve contacto epistolar. Recuerdo el sobresalto, la emoci¨®n que sent¨ªa al distinguir su letra en el sobre. Pero de mis amigos de ahora no conozco la letra. Ni ellos, la m¨ªa.
Los sentimientos no cambian. Id¨¦ntica emoci¨®n me produce ahora leer el nombre del remitente de un e-mail que mejora y anima mis d¨ªas. Pero por el camino hemos perdido algo que era nosotros m¨¢s que cualquier direcci¨®n de correo intern¨¢utico. Mi banco tiene mi firma -y la electr¨®nica tambi¨¦n, por supuesto-, mis amables lectores tienen dedicatorias con esa caligraf¨ªa a me?nudo impostada -o apresurada: desgarbada, torpe- que les entregamos en los d¨ªas convenidos; yo recibo ramos de flores con tarjetas, pero seguramente la frase agradable que aparece escrita es de la secretaria, que posiblemente tambi¨¦n las haya elegido, o incluso de la florista, que est¨¢ en todo. Notas de los empleados? Lectores, tambi¨¦n: de los que suelen todav¨ªa escribir a mano, cu¨¢nto les agradecer¨ªa que lo hicieran por correo electr¨®nico; por cierto, me cuesta mucho menos responder. ?Contradicciones? Bien est¨¢ lo que nos facilita la cotidianidad, ser¨ªa incapaz de retroceder. Pero es que creo que, entre amigos, al menos nuestras letras las deber¨ªamos conocer.
Mis cuadernos, mis libretas de todo tipo y forma reciben mis confidencias a mano. Tal vez ¨¦ste sea el destino de la caligraf¨ªa, en el presente -y ojal¨¢ al menos eso se conserve en el futuro-, la intimidad, el secreto, cuadernos que acompa?an, hundidos en el bolso o en la mesilla de noche, al alcance de la mano. Cu¨¢ntas veces no me he dormido mientras escrib¨ªa y, al abrir los ojos, las curvas de mi letra en un mazo de papel que casi ten¨ªa abrazado me han permitido atravesar el vac¨ªo que se abr¨ªa entre mis sue?os y los fraudes que les aguardaban.
Hay una forma de hacerse con la letra de las personas sin que parezcamos extravagantes:
-?Tienes correo electr¨®nico?
-S¨ª, claro, por aqu¨ª tengo una tarjeta?
-No importa, mejor me lo escribes aqu¨ª. Mira, yo te escribo el m¨ªo en esta hoja.
Es poco, ya lo s¨¦. Pero es mejor que nada.
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