La carrera m¨¢s dura del mundo
Toda una gesta. 260 kil¨®metros, muchos de ellos sobre precarios adoquines. Es la Par¨ªs-Roubaix, un verdadero infierno al que acuden cada a?o dos ciclistas espa?oles.
"Debajo de los adoquines, la playa", pintaban los estudiantes en las calles de Par¨ªs en mayo de 1968, y despu¨¦s cog¨ªan los trozos c¨²bicos de piedra, pedruscos grandes como gigantescos terrones de az¨²car, duros como el granito, y se los lanzaban a la cabeza a los antidisturbios en la Rue Saint-Jacques. Debajo del adoqu¨ªn, la mina, dijeron antes, en abril de 1968, los ciclistas en Roubaix: por encima, los sue?os, que se recorren en bicicleta, dando botes sobre el desigual pavimento de granito en la interminable trinchera de Arenberg, un t¨²nel recto de 2.400 metros de longitud y tres de anchura en medio de un bosque en el que cantan los p¨¢jaros.
"Pero nosotros, a los p¨¢jaros no los o¨ªmos", dice Juan Antonio Flecha. Tampoco oyen a los miles de aficionados que les encierran a ambos lados del camino, ni siquiera a las motos que les abren paso. "Nosotros o¨ªmos a nuestro coraz¨®n. Sus latidos acelerados".
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Otros lo llamaron, 50 a?os antes, infierno. El "infierno del norte". As¨ª lo bautiz¨® en 1919 Victor Breyer, un periodista de L?Auto (el diario organizador), con la vista entristecida ante el paisaje devastador que hab¨ªan dejado en las rutas las bombas de la I Guerra Mundial.
Hablamos de la Par¨ªs-Roubaix, la carrera de un d¨ªa a la que los propios organizadores designan la "reina de las cl¨¢sicas", la "dura de las duras". ?Una mierda de carrera, una basura aut¨¦ntica?, dijo un a?o Theo de Rooy, ciclista holand¨¦s que termin¨® siendo director en el Rabobank de Flecha y Pedro Horrillo, dos ciclistas espa?oles que buscan lo m¨ªtico en lo cotidiano, y que, por eso, no entender¨ªan ni la vida ni su oficio sin la carrera del pav¨¦s (adoqu¨ªn).
Granito gris de Breta?a; azul de Hainaut, m¨¢s fr¨¢gil, que se fragmenta con el agua, con el hielo; p¨¢lido del Artois, del color de la cerveza Pilsen, con la que los aficionados flamencos, que cruzan la frontera en masa, convierten los caminos en romer¨ªas. La primera Par¨ªs-Roubaix se disput¨® en 1896, pero s¨®lo alcanz¨® la belleza que obtienen las cosas por su anacronismo a partir de 1968. Comenz¨® disput¨¢ndose casi enteramente sobre pav¨¦s porque en aquellos a?os todas las grandes rutas del norte de Francia estaban empedradas. Pero poco a poco, durante el siglo XX, el asfalto liso, regular, empez¨® a cubrir el granito, y la Par¨ªs-Roubaix, la carrera de 260 kil¨®metros entre la Ciudad Luz y un vel¨®dromo en el centro de un suburbio industrial y feo de Lille, en la frontera con B¨¦lgica, se convirti¨® en una carrera m¨¢s. Despu¨¦s de la liberaci¨®n de 1945, incluso se busc¨® evitar los peores tramos para "humanizar" la carrera. La normalizaci¨®n condujo a tal banalizaci¨®n que en 1967, cuando s¨®lo poco m¨¢s de 20 kil¨®metros se corr¨ªan sobre adoquines, los organizadores, los mismos que montan todos los meses de julio el Tour de Francia, decidieron un retorno a los or¨ªgenes. Cambiaron el recorrido, se internaron por caminos rurales y por zonas mineras, descubrieron carreteras imposibles que, entusiasmados, a?adieron al trazado. Naci¨® la leyenda. La carrera que convirti¨® a Horrillo y Flecha en dos fan¨¢ticos. Dos locos.
La carrera se desarrolla en tres actos. La v¨ªspera, por la noche, con un DVD en el port¨¢til, se sue?a despierto admirando a los mitos. Flecha se ensimisma observando al ciclista sovi¨¦tico (luego ruso, m¨¢s tarde moldavo, finalmente nacionalizado belga) Andr¨¦i Tchmil atravesando solo, como los campeones, el cruce del ?rbol bajo la lluvia en 1994. "La lluvia, la lluvia", suspira Flecha, que naci¨® en Argentina, pero lleva m¨¢s de media vida en Catalu?a. "Ojal¨¢ llueva. Las carreras heroicas hay que correrlas en las peores condiciones. Esto es una carrera para tipos duros". Y Horrillo, el alma l¨ªrica, se exalta: "El primer a?o quer¨ªa que lloviera a toda costa. Era la ilusi¨®n del primerizo. Y cuando salimos del hotel por la ma?ana no llov¨ªa, nevaba. Los compa?eros veteranos parec¨ªa que iban a un funeral, pero yo estaba en una nube. Era un sue?o hecho realidad. Cualquiera que debuta deber¨ªa sentir lo que yo sent¨ª, escalofr¨ªos de amor por la Roubaix. Si no la amas, mejor no la corras".
Se habla, de cama a cama, de los corredores m¨¢s admirados. De los estilistas Ballerini y Boonen, de Moser, de Tafi?, cu¨¢ntos italianos. De Roger de Vlaeminck, sobre todo (El Gitano, el rey de Roubaix, el Keith Richards del ciclismo), rebelde, patilludo, loco. "El m¨¢s elegante sobre los adoquines", dice Flecha del corredor flamenco que gan¨® cuatro infiernos en los a?os setenta, en los a?os del can¨ªbal Merckx, su gran rival, que se qued¨® en tres. De Vlaeminck, sus brazos doblados por los codos en ¨¢ngulo recto; la espalda plana, paralela a la barra; el culo atrasado buscando bajar el centro de gravedad: el equilibrista perfecto. Otro fan¨¢tico. El ¨ªdolo.
El anhelado descenso a los infiernos llega el domingo. Un descenso nada metaf¨®rico, como bien se?ala el cambio del paisaje. En Compi¨¨gne, a unos cien kil¨®metros al norte de Par¨ªs, donde realmente comienza la Par¨ªs-Roubaix, la salida se da frente a un estadio de equitaci¨®n en una amplia avenida en la que las casas son palacios, ch?teaux residenciales.
El Tour de Flandes, otra carrera para locos del pedal, es un laberinto; la Par¨ªs-Roubaix es lineal como una etapa, una l¨ªnea que serpentea dando puntadas a un lado y otro de la autopista por caminos rurales entre campos de cereal reci¨¦n sembrados, caminos de adoquines por los que s¨®lo se atreven a aventurarse campesinos en tractores. Son 28 tramos de pav¨¦s que totalizan casi 60 kil¨®metros de los 260 totales del recorrido. Tramos numerados de atr¨¢s adelante. El infierno de verdad empieza en el bosque de Arenberg. "Ninguno de los tramos anteriores tiene un punto de comparaci¨®n", dice Pedro Horrillo. "En el bosque, el adoqu¨ªn est¨¢ hecho trizas. Las ruedas patinan porque las piedras, muy separadas entre s¨ª, conservan una capa de humedad; es el roc¨ªo que cae de las ramas de los ¨¢rboles lo que mantiene la carretera en la umbr¨ªa. Si te paras no encuentras luego d¨®nde agarrarte para relanzarte, es como una pista de hielo".
"En la mina", contaba Jean Stablinski, "cuando desciendes en el ascensor a 500 metros bajo tierra, nunca sabes si volver¨¢s a ver la luz del sol. Atravesar el bosque es como descender a la mina: si empiezas a pensar en el peligro, nunca conseguir¨¢s cruzarlo". Stablinski, nacido Stawenski, hijo de emigrantes polacos, sab¨ªa de qu¨¦ hablaba: es la ¨²nica persona que trabaj¨® en las minas de carb¨®n bajo el bosque y que luego corri¨® sobre el adoqu¨ªn como ciclista. Campe¨®n del mundo en los a?os sesenta, Jean Stablinski fue quien mostr¨® Arenberg a los organizadores, quienes en 1968 lo a?adieron al recorrido. La llegada a Arenberg la se?alan de lejos los tres caballetes de los pozos de hulla que en su momento de esplendor acogieron a 5.000 mineros, y que cerraron definitivamente el a?o 1989.
"Cuando un ciclista va mal en el adoqu¨ªn, cuando no tiene fuerzas, se tortura; luego bromea y dice: he ido contando los adoquines" Cuando va bien sue?a. Cancellara dec¨ªa que se sent¨ªa como Mois¨¦s en Los Diez Mandamientos, como si el mar Rojo se abriera a su paso. Para m¨ª es una gozada, siento como si abriera un surco en la nieve, floto?, explica Flecha. "Con fuerza y t¨¦cnica, ni noto los baches. Es lo mismo que bajar escaleras con la bicicleta: cuanto m¨¢s r¨¢pido, mejor. Hay que atacar con velocidad; en el bosque de Arenberg hay que entrar a 60, esprintando desde el paso a nivel, con las manos en la parte inferior del manillar, los brazos ligeramente flexionados y muy relajados, como si llevaran las riendas de un caballo, y sintiendo la bici entre las piernas".
Despu¨¦s de Arenberg, una central t¨¦rmica que vela el sol, dos gigantescos dep¨®sitos de agua, el camino del Matadero, el de los Curas, el de las Ovejas. Los top¨®nimos conforman la met¨¢fora. Mons-en-P¨¦v¨¨le y el cruce del ?rbol. A tres kil¨®metros, el campo de batalla real: Bouvines, donde un domingo de julio de 1214 los franceses derrotaron a los alemanes; donde todos los segundos domingos de abril los ciclistas pelean contra s¨ª mismos, contra sus dolores y sus debilidades. Y al final, el vel¨®dromo. El final de la pesadilla.
El tercer acto, el final, es el ¨¦xtasis. Las duchas. Los cub¨ªculos donde los ciclistas-guerreros se despojan de sus armaduras. Son duchas comunes, como de barrac¨®n militar: una cadena colgando de la alcachofa, agua hirviendo sobre la espalda. En cada cub¨ªculo, una placa con el nombre de un ganador. "Se me pone la piel de gallina", dice Flecha. "Son como tumbas en un cementerio militar. Podemos, si queremos, ducharnos en el autob¨²s del equipo, pero yo me niego. Una Roubaix sin las duchas no es una Roubaix", dice Horrillo. En la ducha com¨²n, los corredores cuentan su experiencia, se r¨ªen, se liberan, el cerebro ya inundado de endorfinas. "Me gusta el ambiente de confraternizaci¨®n entre corredores. Ambiente de gente de resistencia". "Es la esencia de la Roubaix", a?ade Flecha. El para¨ªso tras el infierno para los supervivientes.
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