EXTRAV?OS "H. D."
Hacer de las iniciales el signo p¨²blico de su reconocimiento art¨ªstico puede responder a muchas causas, no s¨®lo psicol¨®gicas. Los artistas pl¨¢sticos, por ejemplo, las han empleado como la m¨¢s econ¨®mica forma de estampaci¨®n de su propia marca. Reconozcamos que esta decisi¨®n es m¨¢s inusual en un poeta, cuya p¨²blica celebraci¨®n casi nunca ha sido condicionada por un ¨¦xito mercantil. Tal fue tambi¨¦n el caso de la poeta estadounidense Hilda Doolittle (Bethlehem, Pensilvania, 1886-Z¨²rich, 1961), que acept¨® firmar como "H. D." por indicaci¨®n del que, en su juventud, fue su mentor y prometido, el mism¨ªsimo Ezra Pound. Como ¨¦ste y T. S. Eliot, H. D. se instal¨® en Europa, donde transcurri¨® las tres cuartas partes de su err¨¢tica existencia. No obstante, al margen de su car¨¢cter t¨ªmido y retra¨ªdo y de su aspecto f¨ªsico bastante intemporal, por no decir que "anticuado", cuando mejor se comprende la reducci¨®n de su nombre a las iniciales es al leer la poes¨ªa de H. D., no s¨®lo por su manifiesta concisi¨®n, sino porque adopta el papel de una descifradora de palimpsestos, esos viejos y gastados papiros que superponen la escritura emborronada de la memoria m¨ªtica.
Todav¨ªa hoy tan escasamente popular como lo es de suyo un poeta, quien ha le¨ªdo la concentrada fragancia de los versos de H. D., no puede ya prescindir de ellos. Se puede corroborar a trav¨¦s de uno de sus libros po¨¦ticos mayores, el reci¨¦n publicado en nuestro pa¨ªs, en edici¨®n biling¨¹e a cargo de Natalia Carbajosa, titulado Trilog¨ªa (Lumen), obra ambiciosa de madurez, escrita por H. D. durante la Segunda Guerra Mundial, donde se encadenan, en efecto, tres partes: 'No caen las murallas', 'Tributo a los ¨¢ngeles' y 'La floraci¨®n de la vara'. Aunque se percibe el trasfondo de su horror ante el fragor b¨¦lico, H. D. lo vive como la agitada espuma de un mar embravecido desde la noche misma de los tiempos, cuya violencia es una arcana se?al que sella la frente humana.
"Los poetas somos inservibles", proclama H. D. en uno de sus versos, y, a continuaci¨®n, a?ade: "m¨¢s que eso: / nosotros, reliquias genuinas, / portadores del saber secreto, / retazos vivientes / de la banda que lleva el iniciado / dentro de los santuarios / no s¨®lo somos , somos ". Junto a estas invocaciones acerca de lo que las palabras nos transmiten al margen de su precaria funci¨®n y su intimidante admonici¨®n acerca del valor que ¨¦stas atesoran en el abismal env¨¦s de lo que callan, H. D. explora el remoto eco del mortal estigma humano. "?Qui¨¦n es", se pregunta, "este padre-madre / que nuestra entra?a desgarra? ?Cu¨¢l es esta dualidad insatisfecha / que no puedes deshacer?". Como los antrop¨®logos Bachofen y Frazer y todos quienes investigaron sobre el matriarcado original, pero ella yendo al coraz¨®n de las cosas, H. D. invoca y convoca a la Gran Madre y lo hace de una forma tan directa y penetrante que condensa en unos cuantos versos lo que trat¨® de analizar in extenso ese tambi¨¦n poeta y mistagogo, Robert Graves, en su monumental libro La diosa blanca, cuya primera edici¨®n inglesa data de 1961, el a?o en que muri¨® la escritora estadounidense. As¨ª que, en efecto, con tan s¨®lo dos consonantes, H. D., se puede cifrar la marca original de nuestro mundo. -
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