Las cuatro barcas
Estaci¨®n del Este. Par¨ªs. 8.24, salida para Z¨²rich. Llegada 13.00. Martes 8 de abril de 2008. En la tarde asisto al ensayo de una de las dos escenas del llamado acto "polaco" de Boris Godunov que se estrenar¨¢ trece d¨ªas despu¨¦s. El ensayo se desarrolla en una sala fuera del Opernhaus, en una de esas salas destartaladas que los teatros de prosa o musicales ceden a directores y cantantes cuando el escenario de verdad no est¨¢ disponible por problemas de programaci¨®n.
Klaus Michael Gr¨¹ber avanza hacia la princesa de Polonia, doblado, la coge del brazo y la sienta delante de sus responsabilidades, frente a su mesa de maquillaje. Frente a frente a un espejo enmarcado por bombillas apagadas. Nada invita a la enso?aci¨®n y es como si la cat¨¢strofe que rodea a la princesa consistiera en un conjunto de cascotes y de hierro retorcidos, producto de la ca¨ªda de obuses. Suenan ca?onazos y tableteo de ametralladoras. Un paisaje para despu¨¦s de una batalla en Beirut, pongamos por caso. Y Klaus llama al jesuita Rangoni cogi¨¦ndole tambi¨¦n del brazo, ense?¨¢ndole de qu¨¦ manera tiene que abrazar a la princesa. Marina Mnishek se estremece, su pecho palpita y Klaus de puntillas, sin hacer ruido, les deja solos. El piano suena y la princesa canta: "?Qu¨¦, insolente embustero? Maldigo tus p¨¦rfidos discursos, tu coraz¨®n degenerado. ?Te maldigo con toda la fuerza de mi desprecio! ?Qu¨ªtate de mi vista!".
Cuatro d¨ªas con Klaus, junto con Hellen, con Bernard, con Dominique, con Rudy. Todos nos miramos a los ojos y la tensi¨®n es m¨¢xima. Ya sabemos lo que va a suceder. Ya se ha producido el reparto de las cartas. Todo est¨¢ dicho y todos conocemos el desenlace. Esta vez -cuando abraza a la princesa polaca- es cuando Gr¨¹ber sube al escenario por ¨²ltima vez. ?l quiere verme y yo no le veo: hablaremos en Par¨ªs. Cara a cara en su estudio de La Ruche el 17 de abril a las cuatro de la tarde.
Klaus quiere saber cosas de m¨ª y yo de ¨¦l. Cosas que no sabemos. Su serenidad y su aplomo me levantan del suelo. Y hablamos de su "cosa" anidada en su columna vertebral y que de vez en cuando sale y baila, y me anuncia que se va al d¨ªa siguiente a Belle-?le, precisamente cuando la tormenta atl¨¢ntica arrecia y cuando no est¨¢ seguro de que sea bueno afrontar solo el caos meteorol¨®gico, afrontar solo la naturaleza que tanto le ha influido. Tambi¨¦n me expresa que quiz¨¢s lo m¨¢s aconsejable hubiera sido quedarse en Par¨ªs, el caso es que se va y que no quiere, o no puede, decirme cu¨¢ndo vuelve.
Yo he redactado muchos testamentos, pero nunca escrib¨ª ninguna necrol¨®gica. Hace tantos a?os, dos diarios franceses me solicitaron que escribiese la necrol¨®gica de Salvador Dal¨ª. Por tres veces la escrib¨ª y por tres veces el pintor se salv¨®. Me negu¨¦ a escribirla por cuarta vez y Dal¨ª se muri¨®. Fue cuando Jorge Sempr¨²n, ministro de Cultura del Gobierno espa?ol, presenci¨® el funeral del pobre y desgraciado Salvador Dal¨ª. Describe en su Federico S¨¢nchez se despide de ustedes aquella escena de risa gansa: "Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, y yo mismo escuch¨¢bamos por tercera vez la oraci¨®n f¨²nebre de Salvador Dal¨ª, ahora en franc¨¦s. Asist¨ªamos al funeral de Salvador Dal¨ª. Jordi Pujol representaba al Gobierno aut¨®nomo catal¨¢n, yo representaba al Gobierno espa?ol. Miraba con el rabillo del ojo al presidente Pujol, o¨ªa al sacerdote emprender la cuarta versi¨®n de su oraci¨®n f¨²nebre, ten¨ªa ganas de gritar. O de re¨ªrme a carcajadas, depend¨ªa; en todo caso de manifestar mis sentimientos con violencia.
En septiembre de 1975, el general Franco hab¨ªa ratificado la sentencia de muerte que sus tribunales de excepci¨®n hab¨ªan pronunciado contra cinco j¨®venes antifranquistas. [...]
En medio del horror generalizado, de la estupefacci¨®n indignada, una sola voz se hab¨ªa levantado en Espa?a, en aquel mes de septiembre de 1975, para felicitar p¨²blicamente al general Franco: la voz de Salvador Dal¨ª. Lo hab¨ªa felicitado por haber mandado ejecutar a cinco j¨®venes antifascistas. [...]
Lament¨¦ la ausencia de dos amigos.
La de Luis Bu?uel primero. [...]
Lament¨¦ tambi¨¦n la ausencia de Eduardo Arroyo. No hab¨ªa ninguna raz¨®n para que estuviese presente, est¨¢ claro. Y sin embargo, lament¨¦ su ausencia. [...] Recordaba el relato que me hizo Arroyo de una noche mundana y libertina en una finca de los alrededores de Par¨ªs en la que Salvador Dal¨ª, muchos a?os antes, hab¨ªa desempe?ado su papel de payaso patentado, de provocador institucional".
A la vista de una fotograf¨ªa publicada en EL PA?S del artista agonizante, en donde los tubos se enredaban con los bigotes, me di cuenta de que Dal¨ª se parec¨ªa, como una gota de agua se parece a otra gota de agua, al general Franco pasando tambi¨¦n a mejor vida. Es un decir. El parecido resultaba espectacular: un militar y un artista unidos para siempre en una misma enredadera. Y comprend¨ª por qu¨¦ Andr¨¦ Breton comentaba que los escritores son asesinos fracasados; yo afirmar¨ªa que los pintores somos criminales frustrados y que en el momento de la muerte nos parecemos a dictadores y s¨¢trapas. No en vano hemos hecho todo lo posible a lo largo de nuestra vida por ser dictadores de nosotros mismos. Cada vez que me he topado con la m¨¢scara mortuoria de Voltaire, ejecutada por Houdon, no supe decir si se parec¨ªa a Fouch¨¦ o a Oliveira Salazar -que nadie recuerda pero que era un aut¨¦ntico canalla-. Pero poco importa. Lo ¨²nico que de verdad importa es el grito que profiri¨® Lamartine el 11 de julio de 1791: un d¨ªa tormentoso: sol y lluvia, cuando el cad¨¢ver de Voltaire fue llevado al Panth¨¦on. "El d¨ªa no hab¨ªa sido bastante largo para aquel triunfo. El f¨¦retro de Voltaire fue depositado entre Descartes y Mirabeau. Era el lugar predestinado para aquel genio intermediario entre la filosof¨ªa y la pol¨ªtica, entre el pensamiento y la acci¨®n. Aqu¨¦lla era la apoteosis de la inteligencia que entraba triunfante sobre las ruinas de los prejuicios de la ciudad de Luis XIV. Era la libertad quien tomaba posesi¨®n del templo de Santa Genoveva".
Mientras Klaus me habla, silencioso, yo me acuerdo de Arthur Adamov y de su-nuestro Off limits, el primer trabajo teatral que hicimos juntos, en el Piccolo Teatro de Mil¨¢n, cuando nos conocimos, hace ya cuarenta a?os. Y en el momento en que Klaus termina, para no cansarle in¨²tilmente con mi conversaci¨®n desbocada, yo me dirijo a la puerta, casi sin mirarle, pero Klaus Michael Gr¨¹ber me retiene y me conduce hacia su mesa de trabajo, frente a la ventana que da al jard¨ªn de La Ruche. En fila, una al lado de otra, veo cuatro tarjetas postales rudimentariamente enmarcadas. Se trata de un conjunto bell¨ªsimo y turbador. Klaus me dice que ha recibido esta "¨²ltima semana" las cuatro tarjetas por correo, y que este env¨ªo desordenado le ha sorprendido bastante. Me confiesa tambi¨¦n que le ha maravillado, ¨¦l que no conoce esta palabra y que en general no se maravilla de casi nada, aunque es capaz de admiraci¨®n. Le respondo que tiene que escribir sobre esta correspondencia. Inmediatamente, mir¨¢ndome, me dice que soy yo el que tiene que escribir.
Comprendo que en realidad me pide que escriba su necrol¨®gica, que escriba sobre su muerte, quiz¨¢s para aliviar su dolor. Todas esas peque?as im¨¢genes provienen de Alemania..., ?de d¨®nde si no? Y todas tienen inquietantes caracter¨ªsticas comunes: todas est¨¢n impresas en blanco y negro, mejor dicho impresas en diferentes tonos de gris, como ya no se estila, y por lo tanto las acomuna que todas est¨¢n desprovistas de color. Estos documentos colocados por Klaus ante mi vista son todos hermanos: la primera tarjeta representa una diminuta barca con un pescador a bordo, en medio de un oc¨¦ano sin fin. Se la ha mandado a Klaus Rebecca Horn.
En la segunda, un mar que envuelve la superficie de la imagen me muestra a un hombre insignificante que se adentra en el agua con un ni?o sobre los hombros. El remitente es Bruno Ganz, el actor que acompa?¨® a Gr¨¹ber en los escenarios alemanes y que ya todos conocemos porque encarn¨® a Adolf Hitler en El hundimiento.
La tercera imagen representa tambi¨¦n una barca, algo mayor que la anterior, cubierta por un toldo, con dos pescadores que se afanan, impresa sobre un gris un poco m¨¢s violeta. Uno de los dos pescadores est¨¢ tirando o recogiendo la red en el centro del mar. Nunca sabremos en qu¨¦ est¨¢ ocupado como tampoco lo sabe la persona que se la mand¨®: Peter Handke.
Acabo de describir en el orden tres de las postales que Klaus ha recibido.
La cuarta y ¨²ltima de un gris ligeramente amarillento le es enviada por su hermana: apercibimos en ella las dos orillas de un r¨ªo y al fondo, sobre una cima, un castillo. El paisaje es desolador, rodeado de agua dulce donde flota una peque?a barca vac¨ªa.
No he querido ver lo escrito al dorso de estos documentos, s¨®lo he accedido a petici¨®n de mi amigo a las estrictas fotograf¨ªas, pero ?c¨®mo es posible que Klaus Michael Gr¨¹ber, en estas circunstancias, haya recibido estos signos, de parte de personas que saben qui¨¦n es qui¨¦n, pero que -imagino- tienen poca relaci¨®n entre ellas? El enigma de la vida y de la muerte asoma la oreja y a nosotros no nos queda m¨¢s remedio que hacer mutis por el foro, inclinando la vista hacia el suelo.
Ser¨ªa banal avanzar que la barca que aparece incesante, insistente, es la barca del barquero Caronte, viejo y feo, que mediante una propina ayuda a los muertos a pasar el r¨ªo Estigia que circunda los infiernos, para llevarlos m¨¢s all¨¢, al reino de Hades. No veo trazas de Caronte en estas cuatro tarjetas postales. Caronte ya ha muerto y Klaus no necesita a ning¨²n barquero para acercarse a su reino.
"Conozco la muerte", dec¨ªa Hans Castorp, mientras estrechaba la mano de la madre de Joachim Ziemssen, en La monta?a m¨¢gica, de Thomas Mann, entre sus manos en forma de palas, "soy uno de sus viejos empleados; ?cr¨¦ame, se la sobreestima! Puedo dec¨ªrselo: no es casi nada. Pues todo lo que de cosas desagradables, en ciertas circunstancias, precede a ese instante en cuesti¨®n, no puede ser considerado como formando parte de la muerte, es lo que hay de m¨¢s vivo y puede conducir a la vida y a la curaci¨®n. Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podr¨ªa decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas".
Cuando la muerte llega, la amistad pone punto final. -
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