El safari de Obama o una jornada entre masais y fieras
En 'Los sue?os de mi padre', libro que se traduce ahora, el candidato a la presidencia de EE UU narra su visita a la reserva de Masai Mara, en Kenia
Hacia el final de mi segunda semana en Kenia, Auma y yo fuimos de safari. En principio, a ella no le gust¨® mucho la idea. Cuando le ense?¨¦ el folleto, movi¨® la cabeza con gesto incr¨¦dulo. Como la mayor¨ªa de los kenianos, relacionaba las reservas naturales con el colonialismo. "?Cu¨¢ntos kenianos crees que pueden permitirse ir de safari?", me pregunt¨®. "?Por qu¨¦ no se puede cultivar todo ese terreno que se dedica a los turistas? Esos wazungu se preocupan m¨¢s por la muerte de un elefante que por la suerte de cien ni?os negros".
Durante varios d¨ªas eludimos el asunto. Le dije que estaba dejando que la actitud de otras personas le impidiese conocer su propio pa¨ªs. Ella me respondi¨® que no quer¨ªa tirar el dinero. Finalmente cedi¨®, no por mi poder de persuasi¨®n, sino porque se apiad¨® de m¨ª. (...)
As¨ª que a las siete de la ma?ana de un martes vimos c¨®mo un fornido conductor kikuyu llamado Francis cargaba nuestro equipaje en la baca de un minib¨²s blanco. Con nosotros viajaban un cocinero alto y delgado llamado Rafael, un italiano de cabello moreno que respond¨ªa al nombre de Mauro, y una pareja inglesa de cuarentones, los Wilkerson.
Salimos lentamente de Nairobi, pero pronto estuvimos en campo abierto cruzando verdes colinas, caminos de tierra roja y peque?as shambas (aldea en suajili) rodeadas de parcelas cultivadas de ralas y agostadas mazorcas de ma¨ªz. (...)
M¨¢s adelante, unos cuantos kil¨®metros al norte, dejamos la carretera principal y nos adentramos en otra de grava. La marcha se hizo m¨¢s lenta: en algunos lugares los baches ocupaban todo el ancho de la v¨ªa y, de cuando en cuando, los camiones que circulaban en direcci¨®n opuesta obligaban a Francis a conducir por la cuneta. (...) El ¨¢rido paisaje estaba salpicado de matorrales, fr¨¢giles acacias espinosas y piedras negras de aspecto extraordinariamente duro. Dejamos atr¨¢s peque?os reba?os de gacelas; un solitario ?u que com¨ªa en la base de un ¨¢rbol; cebras y una jirafa apenas visible en la distancia. Por espacio de casi una hora no vimos persona alguna, hasta que en la distancia apareci¨® un solitario pastor masai guiando un reba?o de bueyes a trav¨¦s de la llanura, su cuerpo era tan enjuto y recto como el bast¨®n que llevaba.
En Nairobi no hab¨ªa conocido a ning¨²n masai, aunque hab¨ªa le¨ªdo bastante sobre ellos. Sab¨ªa que su estilo de pastoreo y su valor en la guerra les hab¨ªan valido la admiraci¨®n de los ingleses y, aunque los acuerdos alcanzados no se respetaron y los masai se vieron obligados a vivir en reservas, la tribu, pese a la derrota, alcanz¨® la categor¨ªa de mito, como los cherokis o los apaches. El buen salvaje de las tarjetas postales y los libros ilustrados con encuadernaci¨®n de lujo. Tambi¨¦n sab¨ªa que esta especie de pasi¨®n occidental por los masais enfurec¨ªa a otros kenianos, que hac¨ªa que se avergonzasen de sus tradiciones y que se les viera como usurpadores que ansiaban la tierra de los masai. El Gobierno hab¨ªa tratado de escolarizar obligatoriamente a los ni?os masai e impulsar un sistema de leyes para que los adultos pudieran detentar la propiedad de la tierra. El gran reto del hombre negro, seg¨²n explicaban funcionarios gubernamentales: civilizar a nuestros hermanos menos afortunados.
Bisuter¨ªa artesanal
Mientras nos adentr¨¢bamos en el interior del pa¨ªs me preguntaba cu¨¢nto tiempo podr¨ªan sobrevivir los masai. En Narok, una peque?a aldea dedicada al comercio donde paramos para repostar y almorzar, un grupo de ni?os vestidos con pantalones color caqui y unas camisetas bastante usadas rodearon el minib¨²s tratando de vendernos bisuter¨ªa artesanal y chucher¨ªas con el mismo agresivo entusiasmo que sus colegas de Nairobi. Dos horas despu¨¦s, cuando llegamos a la puerta de adobe de acceso a la reserva, un masai alto con una gorra de los Yankees de Nueva York y oliendo a cerveza se inclin¨® por la ventanilla de nuestro veh¨ªculo y nos sugiri¨® que nos apunt¨¢semos a la visita guiada de una boma (aldea) tradicional masai.
"S¨®lo cuarenta chelines", nos dijo con una sonrisa. "Las fotograf¨ªas se consideran extras".
Mientras Francis hac¨ªa algunas gestiones en la oficina del director de la reserva, salimos del minib¨²s y seguimos al masai hasta un gran recinto circular vallado con ramas de acacia espinosa. A lo largo del per¨ªmetro se levantaban peque?as caba?as de barro amasado con excrementos; en el centro, varias reses y algunos ni?os desnudos deambulaban juntos. Un grupo de mujeres nos hizo se?as para que nos acerc¨¢semos a admirar sus calabazas decoradas con cuentas de colores. Una de ellas, una joven madre muy bien parecida que llevaba a su beb¨¦ colgado a la espalda, me ense?¨® una moneda de cuarto de d¨®lar que alguien le hab¨ªa regalado. Consent¨ª en cambi¨¢rsela por chelines y, como muestra de agradecimiento, me invit¨® a visitar su choza. El interior de la construcci¨®n, que no superaba los dos metros de altura, era oscuro e inc¨®modo. La mujer me dijo que all¨ª era donde su familia cocinaba, dorm¨ªa y guardaba los becerros reci¨¦n nacidos. El humo era cegador, y no hab¨ªa transcurrido ni un minuto cuando tuve que salir al exterior, luchando contra mi deseo de espantar las moscas que formaban dos c¨ªrculos negros alrededor de los inflamados ojos del beb¨¦.
Cuando regresamos al minib¨²s, Francis ya estaba esper¨¢ndonos. Condujo a trav¨¦s de la puerta de entrada y seguimos carretera arriba hasta una peque?a colina ¨¢rida. Desde all¨ª, al fondo del otro lado de la cima contempl¨¦ el paisaje m¨¢s maravilloso que jam¨¢s hab¨ªa visto. Pod¨ªa haberme quedado eternamente en ese lugar de extensas planicies que se ondulaban hasta formar suaves colinas de color pardo, tan el¨¢sticas como la espalda de un le¨®n, surcadas por largos retazos de bosque y moteadas de acacias. A nuestra izquierda, rid¨ªculamente sim¨¦tricas en su rayada apariencia, un gran reba?o de cebras pastaba hierba color trigo; a la derecha, un tropel de gacelas hu¨ªa saltando hacia el bosque. Y hacia el centro, miles de ?us con expresi¨®n triste y una joroba que parec¨ªa demasiado pesada como para soportar sus delgadas piernas. Francis comenz¨® a avanzar lentamente a trav¨¦s de la manada, los animales se apartaban a nuestro paso para luego volverse a unir tras nuestra estela como si fueran un banco de peces; el sonido de sus pezu?as al golpear la tierra era similar al que producen las olas cuando chocan contra la costa. (...)
Acampamos en la orilla de un serpenteante arroyo marr¨®n, bajo una enorme higuera repleta de estorninos azules. La tarde comenzaba a caer, pero despu¨¦s de levantar nuestras tiendas y recoger madera para el fuego, a¨²n tuvimos tiempo para conducir hasta una charca cercana donde ant¨ªlopes y gacelas se reun¨ªan para beber. Cuando regresamos, el fuego ard¨ªa y nos sentamos para degustar el estofado de Rafael. (...)
Amanece. Al este, el cielo se ilumina por encima de una oscura arboleda, primero con un color azul profundo que poco despu¨¦s se torna anaranjado y m¨¢s tarde se convierte en un amarillo suave. Las nubes iban perdiendo lentamente su tinte p¨²rpura, desvaneci¨¦ndose mientras dejaban atr¨¢s una solitaria estrella. Cuando abandonamos el campamento vemos una manada de jirafas, sus largu¨ªsimos cuellos se balancean al un¨ªsono, antes de la salida de un sol rojo parecen negras, extra?as siluetas contra un cielo ancestral. Y as¨ª fue pasando el d¨ªa. Como si lo estuviera viendo todo a trav¨¦s de los ojos de un ni?o, el mundo era un libro ilustrado en tres dimensiones, una f¨¢bula, un cuadro de Rousseau. Una manada de leones bostezando sobre la hierba. B¨²falos en las ci¨¦nagas, con sus cuernos como pelucas baratas; grandes p¨¢jaros picotean sus lomos cubiertos de barro. Hipop¨®tamos en los lechos menos profundos de los r¨ªos, sus ojos y sus narices rosadas parecen canicas que flotan sobre la superficie del agua. Elefantes que se abanican con sus orejas grandes como plantas.
Una manada de hienas
Y sobre todo la quietud, un silencio a juego con los elementos. Al atardecer, no muy lejos de nuestro campamento, nos encontramos una manada de hienas que se alimentaban con los restos de una bestia salvaje. En la luz amarillenta del ocaso parec¨ªan perros del averno, sus ojos como ascuas, las mand¨ªbulas chorreando sangre. Junto a ellas, una fila de buitres esperaba con mirada implacable e impaciente, saltando como jorobados cada vez que una de las hienas se acercaba demasiado. La escena era salvaje, permanecimos all¨ª durante un buen rato viendo c¨®mo la vida se alimentaba a s¨ª misma, el silencio imperante s¨®lo se romp¨ªa por un crujir de huesos, las r¨¢fagas de viento o el pesado batir de las alas de los buitres tratando de elevarse hasta alcanzar una corriente de aire. Finalmente, cuando consegu¨ªan ascender, sus enormes y elegantes alas permanec¨ªan tan inm¨®viles como el resto de su cuerpo. Entonces pens¨¦ que as¨ª debi¨® de ser el primer d¨ªa de la Creaci¨®n. La misma calma, el mismo chasquido de huesos. All¨ª, al atardecer, sobre aquella colina, imagin¨¦ al primer hombre dando un paso adelante, su ¨¢spera piel al desnudo, su torpe mano sujeta con fuerza un trozo de pedernal, no existe una palabra para el miedo, la esperanza, el temor reverencial al cielo, el atisbo de su propia muerte. Si s¨®lo pudi¨¦semos recordar ese primer paso com¨²n, la primera palabra -esos tiempos anteriores a Babel.
La leyenda masai
Esa misma noche, despu¨¦s de cenar, hablamos largo y tendido con nuestros vigilantes masai. Wilson nos cont¨® que ambos, ¨¦l y su amigo, hab¨ªan ascendido a la categor¨ªa de moran, j¨®venes guerreros solteros, el eje de la leyenda masai. Ambos hab¨ªan dado muerte a un le¨®n para probar su hombr¨ªa y hab¨ªan participado en numerosas incursiones para apropiarse de ganado. Pero en la actualidad no hab¨ªa guerras, e incluso el cuatrerismo era cada vez m¨¢s complicado -el a?o anterior, otro de sus amigos hab¨ªa muerto por los disparos de un ranchero kikuyu-. Finalmente, Wilson hab¨ªa decidido que ser un moran era una p¨¦rdida de tiempo. Se traslad¨® a Nairobi para buscar trabajo, pero como apenas ten¨ªa estudios, acab¨® de guardia de seguridad en un banco. El aburrimiento lo volv¨ªa loco y opt¨® por regresar al valle, casarse y atender su ganado. No hac¨ªa mucho tiempo, un le¨®n hab¨ªa matado a una de sus reses, y aunque ahora estaba prohibido, ¨¦l y otros cuatro masai persiguieron y cazaron al le¨®n dentro de la reserva.
"?C¨®mo acabasteis con ¨¦l?", pregunt¨¦.
"Una vez que lo tuvimos rodeado utilizamos nuestras lanzas", dijo Wilson. "Entonces el le¨®n se abalanz¨® sobre uno de nosotros. El elegido se protegi¨® con su escudo mientras que los restantes finaliz¨¢bamos el trabajo".
"Parece peligroso", dije de forma un tanto est¨²pida.
Wilson no parec¨ªa pensar lo mismo. "Por lo general s¨®lo se sufren rasgu?os. Aunque algunas veces no vuelven m¨¢s que cuatro".
No parec¨ªa que nuestro amigo estuviera presumiendo -era como si un mec¨¢nico estuviera explic¨¢ndonos una reparaci¨®n dif¨ªcil-. Quiz¨¢ fuera la despreocupaci¨®n mostrada por Wilson la que hizo que Auma le preguntara ad¨®nde cre¨ªa que iban los masai cuando mor¨ªan. Wilson pareci¨® no entender la pregunta, pero finalmente sonri¨® y comenz¨® a mover la cabeza.
"La vida tras la muerte, eso no forma parte de las creencias masai", dijo casi riendo. "Cuando mueres, se acab¨®. Vuelves a la tierra. Eso es todo".
Todo sobre Kenia en EL VIAJERO
? Los sue?os de mi padre, de Barack Obama. Traducci¨®n: Fernando Miranda. Editorial Almed, 2008.
Gu¨ªa
Datos b¨¢sicos- Prefijo telef¨®nico: 00 254.- Moneda: chel¨ªn keniano (KES). Un euro equivale a unos 100 KES.- Cu¨¢ndo viajar: las estaciones secas van de diciembre a marzo y de junio a noviembre; al comienzo de esta ¨²ltima se produce la gran migraci¨®n de herb¨ªvoros desde las llanuras del Serengeti hacia Masai Mara.C¨®mo ir- Air France (902 20 70 90; www.airfrance.es), KLM (902 22 27 47; www.klm.es) y British Airways (902 111 333; www.ba.com) vuelan a Nairobi con una escala. Ida y vuelta en agosto cuesta desde unos 1.000 euros.- Viajes organizados: mayoristas como Catai, Nobel Tours, Ambassador, Iberojet y Mundicolor, entre otros, organizan viajes a Kenia. Un programa de nueve d¨ªas en agosto cuesta unos 2.800 euros.Informaci¨®n- www.consuladodekenya.es.- www.magicalkenya.com.- www.kenyalogy.com.- www.masai-mara.com.
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