Diez d¨ªas en la playa
Al abrir la puerta de su casa de la playa, respir¨®. Ya hab¨ªa perdido la cuenta de los a?os que llevaba esperando aquel momento. Diez d¨ªas all¨ª, ella sola, sin tener que preocuparse por madrugar para llegar a la pescader¨ªa de la cooperativa del puerto antes de que se acabaran los boquerones, o el at¨²n, o el mero, o cualquier otro pez que se le hubiera antojado de repente a su marido o a cualquiera de sus hijos. Diez d¨ªas sin recoger chaquetas, chales ni sandalias tiradas por el suelo. Diez d¨ªas sin pilas de ropa para planchar, ni la preocupaci¨®n de revisar las existencias de la despensa. Y eso no era todo, porque tambi¨¦n la esperaban diez d¨ªas sin que nadie cogiera prestada su crema protectora, su champ¨² o su toalla preferida, esa amarilla, tan grande, que tiene una tira con un velcro para enrrollarla y dos bolsillos, uno a cada lado, y que apenas pudo usar el verano anterior.
Se emocionaba s¨®lo de pensarlo, pero no pensaba desperdiciar un segundo ni siquiera en esa emoci¨®n, as¨ª que dej¨® la maleta en el dormitorio, la abri¨® sobre la cama y, sin deshacerla m¨¢s que lo imprescindible, se puso un ba?ador y se fue derecha a la playa para disfrutar del mejor ba?o de su vida. Llevaba casi veinte a?os prepar¨¢ndose para ese instante, casi veinte a?os so?ando con hacer lo mismo que hac¨ªan los dem¨¢s, su marido, su hija, sus hijos, los amigos, y amigas, y novios, y novias que se hab¨ªan ido incorporando verano tras verano al ritual de las vacaciones. Durante casi veinte a?os, en ese mismo momento, todos hab¨ªan salido corriendo mientras la dejaban en casa deshaciendo el equipaje, enchufando la nevera, encendiendo el calentador, y todo a la velocidad suficiente para que le diera tiempo a hacer la primera compra antes de que cerraran los supermercados. Y es verdad que a eso siempre la acompa?aba su marido, pero lo hac¨ªa con el pelo h¨²medo y el esp¨ªritu crujiente de quien ha empezado las vacaciones verdaderas poni¨¦ndose en remojo, un estado de ¨¢nimo que ella no alcanzar¨ªa hasta el d¨ªa siguiente.
Pero este a?o no, se dijo, ¨¦ste no. Su marido estaba presidiendo una convenci¨®n de la empresa en la que trabajaban ambos. Sus hijos, a cambio, repartidos por el mundo: la mayor en Berl¨ªn, visitando a su novio; el mediano, cerca de Londres, perfeccionando su ingl¨¦s, y el peque?o, en un campamento donde le recoger¨ªa su padre para reunirse con ella en la playa. Los otros dos llegar¨ªan al d¨ªa siguiente, cada uno por sus medios, pero faltaba mucho tiempo para eso, se dijo mientras entraba en el mar, y nadaba hasta la boya, y se tumbaba despu¨¦s al sol. Faltaba mucho tiempo todav¨ªa, y por eso aquella noche se fue andando al mexicano en cuya terraza su marido se negaba a cenar por un extra?o principio, y pidi¨® guacamole, unos nachos y unas fajitas de arrachera. Tan ricamente, oye, se dijo al pagar, y pas¨® el resto de la noche leyendo, antes de quedarse frita en el instante en que apag¨® la luz. Durmi¨® de un tir¨®n, y al d¨ªa siguiente desayun¨® en la calle, hizo una compra somera, para ella sola, y se fue a la playa con un bocadillo, para comer all¨ª mismo y ser feliz.
Lo fue, y mucho, durante tres d¨ªas. El cuarto, sin embargo, tuvo que suplir con entusiasmo un cierto hast¨ªo, tanta playa, tanto bocadillo, y m¨¢s playa, y m¨¢s guacamole, y una novela negra que se acababa, y otra de esp¨ªas que empezaba, y aquella noche ya no durmi¨® bien. El quinto d¨ªa se levant¨® de mal humor. No ten¨ªa ganas de andar, ni de nadar, y encima el desenlace de la novela sobre la guerra fr¨ªa en la que hab¨ªa invertido toda una ma?ana de pereza, tirada en la cama, le pareci¨® una chapuza. Entonces se le ocurri¨® que podr¨ªa ir al pueblo y comprar aceite para barnizar los muebles del patio. En realidad, ese trabajo le correspond¨ªa a su marido, pero ¨¦l nunca encontraba el momento de hacerlo y ella ahora ten¨ªa mucho tiempo, as¨ª que, cuando volvi¨® de la droguer¨ªa, puso a Mozart en el equipo de m¨²sica, abri¨® las ventanas y, vestida con un pantal¨®n viejo y una camiseta que estaba para trapos, se pas¨® toda la tarde d¨¢ndole a la brocha y al barroco. Los muebles quedaron estupendos, y ella tambi¨¦n, aunque al terminar estaba tan cansada que se content¨® con una tortilla francesa y se la comi¨® delante de la tele.
A la ma?ana siguiente se despert¨® sola, a las ocho. Podr¨ªa haberse dado la vuelta y seguir durmiendo otro rato, pero se le ocurri¨® que a¨²n faltaba una hora para que abriera la cooperativa, y si se levantara, y desayunara, y fuera hasta all¨ª dando un paseo, podr¨ªa comprar boquerones, y at¨²n, y mero, porque al fin y al cabo, ?para qu¨¦ sirve un congelador, si no?
Entonces pens¨® en lo que estaba a punto de hacer. Maldita sea, dijo en voz alta. Y despu¨¦s se levant¨®.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.