En La Habana el tiempo pasa
La noche que sal¨ª de La Habana rumbo a Barcelona, la calle de mi casa, por una rotura en las extenuadas ca?er¨ªas, estaba inundada de agua. La noche que regres¨¦, luego de siete a?os de ausencia, la calle se hallaba igualmente desbordada. No pude evitar la ilusi¨®n de que el tiempo no exist¨ªa. Si no hubiera sido porque en esos a?os nuestro mundo familiar se hab¨ªa empobrecido con algunas muertes, y porque los cocoteros del jard¨ªn de al lado eran ya largas palmeras inclinadas a los cierzos, me habr¨ªa costado huir de aquella alucinaci¨®n: regresaba al minuto exacto en que me fui.
Todo simulaba encontrarse en id¨¦ntico sitio: mi peque?a casa de madera, tan poco pretenciosa, con sus antiguos muebles; los libros estropeados por los a?os y la humedad, en el orden en que los dej¨¦, en los estantes habituales; y la familia que, a pesar de p¨¦rdidas notables, daba la impresi¨®n de perseverar en su conformidad, due?a de id¨¦ntica calma y resignaci¨®n, de un estoicismo que el discreto matiz de jovialidad no lograba disipar. "El cuartico est¨¢ igualito", exclam¨® alguien, repitiendo el verso de un bolero de Mundito Medina. "No es cierto, han cambiado la hora", ironiz¨® otro, sirviendo hielo y ron en el vaso de la bienvenida, y haciendo referencia a un cambio de horario que en Cuba s¨®lo ha marcado el paso de un invierno sofocante a un verano m¨¢s sofocante a¨²n.
Volv¨ª a verme en Marianao, despu¨¦s de siete a?os. All¨ª, en el barrio de mi infancia y adolescencia. Anduve por la calle 102, por el Obelisco, por mi destruido instituto (ahora sin ventanas), lejos de la parte de la ciudad acicalada para el turismo. Y confirm¨¦ lo que ya sab¨ªa, que esas calles hab¨ªan acabado por destruirse. No es que pareciera, como se ha dicho, el paisaje despu¨¦s de la batalla. Se trataba de algo m¨¢s complicado: el paisaje de una ciudad agobiada por la espera del bombardeo que no tuvo lugar. Infructuosa, la espera hab¨ªa consumido las fuerzas y dejado en su lugar la reacci¨®n igualmente in¨²til de la desidia. Una espera que nada esper¨® y nada espera. En todo caso, la batalla hab¨ªa sido la de la espera sin esperanza. Y, lo s¨¦, esto puede poseer el brillo falso de las paradojas.
"Cada cosa contin¨²a como la dejaste", indicaban algunos. "El calor, m¨¢s intenso, eso s¨ª". No repliqu¨¦. Comenz¨¢bamos a saber que no era cierto. Por m¨¢s que suela repetirse, La Habana no es la ciudad del tiempo detenido. Aunque parezca iluso y trivial, precisa enunciarlo cuando se habla de La Habana: no hay inmovilidad posible con el tiempo.
Nada importaba que la ciudad pareciera detenida, y que los Chevrolets, por tenebroso arte de conservaci¨®n, fueran los mismos de sesenta a?os atr¨¢s. La fealdad habitual de mi calle se hab¨ªa hecho patente. Despintadas las casas y m¨¢s rotas las calles. M¨¢s dif¨ªcil la vida. Dificultad agravada por la costumbre de la desilusi¨®n.
Cruzados de brazos, los muchachos conversaban de no se sab¨ªa qu¨¦ sue?os lejanos. A veces no conversaban. Una m¨²sica alegre escapaba de alguna casa y, sentados en las aceras, escuchaban con sonrisas de seriedad. O jugaban al domin¨® con expresiones concentradas, pensando en otra cosa. Como apariciones, borradas por la luz de la ma?ana, las se?oras iban y ven¨ªan con sus bolsas de compra. Comentaban que hab¨ªan "sacado" frutabombas en el puesto de la esquina, frente a los bomberos. Pocos autom¨®viles, antiguos o nuevos, transitaban por la avenida a esa hora, a cualquier hora. Pasaban las bicicletas sin prisa. Y si no hubiera sido por el sol inflexible, se hubiera dicho que no iban a ninguna parte. En su carromato, el vendedor de viandas continuaba gritando en el portal el nombre de mi madre, aunque ella no estuviera desde hac¨ªa a?os. Sudorosa, la vendedora regresaba con similares pasteles, en la misma caja manchada de manteca.
Por esos d¨ªas comenzaba a comentarse que un cubano "de a pie", podr¨ªa hospedarse en los hoteles y tener su tel¨¦fono m¨®vil. "?Y qui¨¦n tendr¨¢ dinero para ese lujo?", me pregunt¨® la vecina que se abanicaba con una vieja revista. "Paciencia es lo que hay que tener, no dinero", murmur¨® otra asomada a su ventana. En tanto que el profesor jubilado de la esquina, con el pan diario envuelto en un peri¨®dico, agregaba sonriente: "Por lo menos, ya no se oye la voz tronitonante de Zeus, ya no sermonea, ya no rega?a, y, si da ¨®rdenes, lo hace al menos en susurro. ?Les parece poco?". "Qu¨¦ alivio", respond¨ªan las vecinas, suspirando, pensando en la ausencia del M¨¢ximo L¨ªder con la que, por supuesto, hab¨ªan contado.
?Qu¨¦ se pod¨ªa hacer? Lo de siempre: la espera, el arma perfecta de los cubanos. La espera sab¨ªa dilatarse con su sabidur¨ªa y su tenacidad. A pesar de haber estado tanto tiempo alejado, volv¨ªa a comprobar c¨®mo en mi pa¨ªs el verbo "esperar" continuaba instalado en el centro de la vida, defini¨¦ndola y proporcion¨¢ndole un extra?o sentido. Repet¨ª de memoria, y sin querer, lo que piensa un personaje de El navegante dormido, mi ¨²ltima novela: "... en aquella isla las cosas siempre ten¨ªan el toque supremo de la so?olencia y la inacci¨®n. Nada que hacer, salvo esperar. [...] En los ciclones, y en otras calamidades igualmente devastadoras, como en las revoluciones y otras fatalidades, como en otros muchos fracasos de la Historia, no venc¨ªa el que se enfrentaba, el h¨¦roe que mor¨ªa o viv¨ªa, que para el caso era lo mismo, sino el h¨¢bil y paciente que no presentaba batalla. ?se era el verdadero triunfador. No el que batallaba, sino el que se cruzaba de brazos y se sentaba a esperar".
Hab¨ªa, no obstante, algo nuevo e inquietante en la quietud de la ciudad. La tristeza parec¨ªa encontrar una inflexi¨®n apacible, como si la desilusi¨®n percibiera de pronto alivios y remotos remedios. ?Ser¨ªa cierto, como enunciaba Val¨¦ry, que todo pod¨ªa nacer de una espera infinita?
Se habr¨ªa dicho que se llegaba, al menos, a un convencimiento: sin duda y, por encima de cualquier calma chicha y su "l¨ªnea de sombra", lo propio del tiempo es que transcurre. Por poderosos que se pretendan hombres y caciques. Como despertara de un abatimiento de a?os, mi pa¨ªs daba la impresi¨®n de empezar a reconocer semejante perogrullada.
?No nos ense?aron que nadie puede ba?arse dos veces en el mismo r¨ªo?
A despecho de que en mi calle, por la rotura de las ca?er¨ªas, persistiera la impresi¨®n de que est¨¢bamos anegados por aquel eterno alba?al. -
Abilio Est¨¦vez (La Habana, 1954) acaba de publicar El navegante dormido (Tusquets), novela con la que cierra la trilog¨ªa abierta con Tuyo es el reino.
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