Europa: ?uni¨®n o desuni¨®n?
El veto irland¨¦s al Tratado de Lisboa, no por temido menos esperado, fue un jarro de agua fr¨ªa en las ardientes ilusiones de los europe¨ªstas entusiastas (entre los que me incluyo). Llovieron, tras el jarro, denuestos y reproches: que si los irlandeses son unos ingratos, que si su Gobierno es incompetente, que si no quieren Europa que se vayan, que a votar otra vez hasta que salga s¨ª, etc¨¦tera. Ninguna de estas alegaciones carece totalmente de fundamento, pero son, en realidad, cuestiones accesorias: los irlandeses votaron dentro de la m¨¢s estricta legalidad europea y si su no se convierte en un veto es porque la legislaci¨®n de la Uni¨®n as¨ª lo quiere. En efecto, el no de un miembro se convierte en veto porque para la ratificaci¨®n de los tratados europeos se exige la unanimidad. Si se requiriese una simple mayor¨ªa, la negativa irlandesa tendr¨ªa mucho menor importancia. Por tanto, es Europa entera la principal culpable de esta situaci¨®n; parece un poco inconsecuente proclamar el libre derecho de voto y de veto, y luego enfadarse con los votantes si se convierten en vetantes.
Brit¨¢nicos y franceses son los m¨¢s apegados a sus viejos privilegios de soberan¨ªa nacional
Esta regla de la unanimidad se deriva de una contradicci¨®n b¨¢sica del alma europea: queremos estar unidos pero sin perder las prerrogativas nacionales. Por tanto, los tratados no puedan imponerse a ning¨²n pa¨ªs si no quiere aceptarlos. Pero, claro, no se puede repicar y andar en la procesi¨®n: o soberan¨ªa europea o soberan¨ªa nacional. Las dos cosas a la vez son imposibles. Hasta ahora, Europa, pese a las muchas proclamaciones grandilocuentes y los fuertes golpes de pecho, no ha querido renunciar a las soberan¨ªas nacionales. El veto irland¨¦s es una consecuencia, pero no la ¨²nica, ni mucho menos, de esta contradicci¨®n: otras son el caos y la inoperancia de la pol¨ªtica exterior, la confusi¨®n y las vacilaciones en la pol¨ªtica de inmigraci¨®n, las dificultades para llegar a un mercado verdaderamente unificado por las diferencias en las pol¨ªticas fiscales y otras, etc¨¦tera.
Esta insistencia en preservar la soberan¨ªa nacional (aunque parcialmente, porque en materias econ¨®micas, como la monetaria o la arancelaria, los pa¨ªses s¨ª han renunciado a ella) se debe a la inercia hist¨®rica: franceses y brit¨¢nicos, sobre todo, se resisten a perder los privilegios de soberan¨ªa que tanta gloria les produjeron en el pasado. Los ingleses retienen su soberan¨ªa monetaria; los franceses, en aras de su independencia, vetaron (con los holandeses) la proyectada Constituci¨®n Europea de la que el Tratado de Lisboa, torpedeado por Irlanda, era un remiendo. Por el principio del agravio comparativo, si franceses y brit¨¢nicos se aferran a su soberan¨ªa, los dem¨¢s no vamos a ser menos. Y as¨ª andamos: lamentando no estar m¨¢s unidos, pero no queriendo renunciar a nuestra independencia.
?Por qu¨¦ somos as¨ª los europeos? ?Por qu¨¦ no somos como los norteamericanos, que constituyeron una uni¨®n federal y parecen tener pocos problemas de esta ¨ªndole? La respuesta es sencilla: demasiada historia. Si a las sinfon¨ªas de Mozart les pod¨ªa reprochar (ap¨®crifamente) el emperador Jos¨¦ II que ten¨ªan "demasiadas notas", a la discordante sinfon¨ªa europea se le puede achacar un exceso de historia. Las tradiciones nacionales est¨¢n muy arraigadas; las naciones que hoy forman la Uni¨®n han sido las principales protagonistas de la historia universal durante muchos siglos, y parece natural que se resistan a diluirse en un ente supranacional. Por otra parte, incluso las entidades pol¨ªticas con poca o ninguna tradici¨®n nacional se resisten a renunciar a sus privilegios, como se demuestra hoy todos los d¨ªas en Espa?a y se demostr¨® en el nacimiento de los Estados Unidos de Am¨¦rica, que fue bastante accidentado y violentamente debatido. Y la historia nos muestra tantos otros casos de desuni¨®n entre asociados, desde la antigua Grecia hasta los Balcanes de hoy, pasando por el Imperio Austro-H¨²ngaro y un largo etc¨¦tera, que no se puede ser excesivamente optimista con respecto al futuro de nuestra Uni¨®n Europea.
Pero tambi¨¦n hay razones para el optimismo: la historia frecuentemente ha tratado bien a Europa; si bien hay una larga tradici¨®n de desuni¨®n, tambi¨¦n la hay de unidad desde Roma y luego Carlomagno. Pero la verdadera conciencia europea se forja con la Ilustraci¨®n, hace nada menos que tres siglos. La Europa moderna nace en el intelecto de unos cuantos genios del siglo XVIII, en particular de Emmanuel Kant. El mensaje de los ilustrados ha ido calando muy gradual, pero tambi¨¦n muy profundamente. Sobre ese sustrato de europe¨ªsmo ilustrado, los pueblos de este continente han acostumbrado a unirse, aun sacrificando su preciosa independencia, ante las dificultades exteriores. La propia Uni¨®n (ayer Comunidad) Europea naci¨® tras la cat¨¢strofe de la II Guerra Mundial y ante la presi¨®n o amenaza ejercida por las superpotencias sovi¨¦tica y norteamericana. La unidad monetaria se fragu¨® ante el fiasco de la devaluaci¨®n unilateral del d¨®lar por Nixon en 1971. La crisis de 1992 aceler¨® la integraci¨®n econ¨®mica.
Ojal¨¢ los embates de la presente crisis opinable influyan en la opini¨®n europea y se tome por fin la decisi¨®n de eliminar el obst¨¢culo que representa la regla de la unanimidad. Dejar¨ªamos el repique y avanzar¨ªa la procesi¨®n.
Gabriel Tortella es catedr¨¢tico em¨¦rito en la Universidad de Alcal¨¢.
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