AMNIST?A
A la derecha, tras pasar las puertas corredizas, estaba la sala de espera: una especie de pecera cuadrada llena de sillones bajos, la tela naranja desgastada por el roce con los cuerpos impacientes. Javier no reconoci¨® a nadie al entrar, y eso lo tranquiliz¨®; se sent¨® en el lugar que encontr¨® libre, debajo del televisor que colgaba de la pared como un ojo vigilante (que lo vigilar¨ªa a ¨¦l, sin duda, porque nadie m¨¢s ten¨ªa razones como ¨¦l para ser vigilado), y estaba a punto de sacar el tel¨¦fono y fingir que hablaba con alguien cuando vio a Ricardo Rocha, que cruzaba el zagu¨¢n del hospital hablando con un m¨¦dico, se desped¨ªa de ¨¦l y se dirig¨ªa a la sala. Toda la gente se puso de pie al verlo entrar, y en la manera de rodearlo, callada pero urgente, hubo algo casi violento, una banda de matones rodeando a su v¨ªctima. "Nada, nada", dijo Ricardo. "Hay que esperar". Y los matones que no lo eran volvieron a sus lugares, y Javier vio que Ricardo se le acercaba, le alargaba una mano y luego, como arrepinti¨¦ndose, le daba un abrazo. Ese titubeo, repentino y ef¨ªmero, lo preocup¨®. Luego pens¨® que era tonto preocuparse: era imposible que Ricardo supiera. El paso del tiempo hab¨ªa comprobado de sobra que nadie sab¨ªa. Nadie, claro, salvo Guadalupe.
JAVIER ENTRABA EN UNA NUEVA VIDA, COMO SI ALGUIEN LO HUBIERA PERDONADO, A ?L QUE NO TEN?A DERECHO A ESE PERD?N, CUYOS ACTOS ESTABAN M?S ALL? DEL PERD?N DE LOS HOMBRES
En el relato del accidente, el lugar era lo ¨²nico claro: una curva en una carretera de monta?a, a medio camino entre Bogot¨¢ y Girardot, entre el p¨¢ramo y el valle sofocante del r¨ªo Magdalena. Hab¨ªa versiones encontradas: en unas, la moto de Guadalupe pisaba los restos de un derrumbe reciente, en otras adelantaba a un cami¨®n cuando no habr¨ªa debido hacerlo, pero todas las versiones acababan igual, con Guadalupe haciendo una maniobra de urgencia para no darse de frente contra el bus que ven¨ªa, a sesenta kil¨®metros por hora, en sentido contrario, y en medio de la maniobra resbalando y desliz¨¢ndose por el pavimento caliente, pegada a la moto, como una bailarina ca¨ªda, como si la superficie no fuera pavimento sino una pista de hielo. Nadie sab¨ªa con certeza qu¨¦ golpe -la cabeza contra la calzada, o contra una piedra de la berma, o contra un poste de luz- la hab¨ªa dejado inconsciente. Pero ahora ya hab¨ªan pasado por la trepanaci¨®n del cr¨¢neo y su drenaje, para evitar que el hematoma causara da?os irreversibles, y estaban esperando, y no pod¨ªan hacer otra cosa que esperar. Los m¨¦dicos se esforzaban por se?alar que el pron¨®stico era reservado, y a?ad¨ªan altamente. De un coma as¨ª, hab¨ªa dicho el cirujano, uno nunca sabe ad¨®nde sale.
Todo esto se lo cont¨® Ricardo a Javier despu¨¦s del abrazo, entre vasos llenos del agua de un filtro. Javier lo escuchaba con simpat¨ªa, como se escucha a un amigo de muchos a?os, pero su cabeza se las arreglaba para estar al mismo tiempo en otra parte: en el cuarto de Guadalupe, con ella, vi¨¦ndola luchar contra la muerte. Mientras tanto, Ricardo le hablaba de la angustia de las ¨²ltimas horas, de la llamada recibida al m¨®vil, de la enfermera que le cont¨® lo ocurrido en frases incompletas y en medias verdades, para no comprometerse, de la imagen de Guadalupe desnuda en una camilla que recorre un corredor despu¨¦s de pasar un tiempo eterno en el quir¨®fano, de la piel rasgada en su brazo izquierdo y la r¨®tula de la pierna izquierda desplazada por el golpe y la mitad de la cara oscurecida, con ese tono p¨²rpura que casi era negro y que deformaba las facciones y convert¨ªa a Guadalupe en otra persona, y hablaba tambi¨¦n de los rastros de pelo pegados al interior del casco, e incluso describi¨® el casco y su abolladura, que hab¨ªa cambiado de color por el golpe. De todo esto le habl¨® a Javier.
?Cu¨¢ndo, exactamente, comenz¨® para Javier su m¨ªnima transformaci¨®n? ?Cu¨¢ndo se dio cuenta, sin duda con un cierto pavor, de que sin Guadalupe el pasado se transformaba? Despu¨¦s tratar¨ªa de determinarlo como intenta uno revisar un mapa: Javier entraba en una nueva vida, como si alguien lo hubiera perdonado, a ¨¦l que no ten¨ªa derecho a ese perd¨®n, cuyos actos estaban m¨¢s all¨¢ del perd¨®n de los hombres. Pues con Guadalupe inconsciente, marginada de este mundo por la fuerza de un golpe en la cabeza, ya no hab¨ªa testigos. S¨®lo aqu¨ª, en esta sala de hospital, en la compa?¨ªa de desconocidos, Javier comenzaba a comprender lo que ser¨ªa un mundo donde nadie m¨¢s supiera, un mundo en el cual ¨¦l ya no habr¨ªa hecho lo que hizo, un mundo donde ser¨ªa -la palabra era arriesgada, casi una provocaci¨®n al destino- un hombre nuevo. Y s¨®lo aqu¨ª se daba cuenta del peso que los hechos del pasado (pero por qu¨¦ hablaba en plural si el hecho era s¨®lo uno, ¨¦l lo sab¨ªa bien, ¨¦l era el responsable) hab¨ªan tenido sobre su vida durante estos ¨²ltimos a?os, los a?os vividos con culpa. As¨ª se le fueron las horas.
Las esperas de hospital tienen su propio olor, que es el olor del miedo. Ser¨ªan las cinco de la madrugada -y en la madrugada, el fr¨ªo, la luz blanca del hospital sin gente- cuando apareci¨® el cirujano que hab¨ªa operado a Guadalupe y pidi¨® hablar con Ricardo. No tuvo que decir en p¨²blico lo que hab¨ªa ocurrido, porque estas situaciones est¨¢n hechas para que las cosas se digan sin decirse. La muerte cerebral de Guadalupe se hab¨ªa declarado pocos minutos atr¨¢s. Para Javier fue imposible no figurarse una imagen de ese cerebro que acababa de morir, de la informaci¨®n que hab¨ªa muerto con ¨¦l: las emociones, los errores recordados, las m¨²sicas escuchadas, pero sobre todo las cosas vistas por accidente, las cosas que nunca debi¨® ver y sin embargo vio. En eso pensaba despu¨¦s, cuando sali¨® al amanecer bogotano abrazando a Ricardo, casi sosteni¨¦ndolo para que no cayera, por primera vez incapaz de compartir la tristeza, porque la misma madrugada que a Ricardo le tra¨ªa la p¨¦rdida significaba, para ¨¦l, una amnist¨ªa inesperada, una forma imprevisible de la libertad.
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