Demonios blancos
Al recordarlo viene a la memoria el calor inexplicable del verano neoyorquino, en que el aire se pone denso y dan ganas de cortarlo con navajas, con cuchillas, con bistur¨ªes precis¨ªsimos, para que deje de encoger el coraz¨®n.
Cay¨® una lluvia plet¨®rica. Llen¨® las calles y empap¨® las alpargatas de esparto, nada apropiadas para esa lluvia, tan mojadas mientras se esquivaban los charcos. Era agosto -han pasado casi veinte a?os- y las noticias de las seis anunciaban tornados en Arkansas.
Y sal¨ªamos a la avenida, desvencijada y abrasando, por unas calles que entonces eran nuestra casa y que despu¨¦s ser¨ªan m¨ªticas, la escena de la Alphabet City, en pleno East Village, esa zona neoyorquina que empezaba cuando terminaba la Primera Avenida y, contra todo pron¨®stico, continuaba la ciudad en la Avenida A, B, C..., m¨¢s intensa si cabe que en Sant Mark's Place y hasta en Bowery y el eterno CBGB's, local por donde pasaron todos en los setenta y los ochenta.
La Ciudad Alfabeto ard¨ªa cuando llegaba agosto y abrumaba la noche y se compart¨ªa el bistro coqueto, de aire franc¨¦s, con cucarachas grandes, anuncio de que no es oro cada rinc¨®n dorado. Y se compart¨ªa rellano con el rasta guapo: por las noches merodeaba para sacarnos el demonio. Demonios blancos.
Nueva York era un excepcional ep¨ªlogo de algo que se crey¨® durar¨ªa para la eternidad o, al menos, hasta la ma?ana siguiente. Fueron a?os intensos que parecieron entonces demasiado llenos para ser relevantes. Aunque ahora, al recordar a los muertos de entonces, al ver las calles m¨ªticas convertidas en barrio burgu¨¦s, los ochenta resplandecen: a¨²n se cre¨ªa que para aproximarse a la verdad era preciso arder, fueran los que fueran las verdades y el fuego. Ardieron. De Indiana a Klaus Nomi o Haring hasta el propio Warhol, luz del mundo desde su atalaya, decidieron largarse antes de hacerse buenos. Qu¨¦ m¨¢s daba que matara el tabaco o la droga o una bala: uno se muere de vivir.
Ahora que la vida es previsible y los mitos del exceso se hacen abstemios, en la esquina de Bleecker aparece Samo -?le ves? Ha salido a pintar sus calaveras-. Hay algo de Andy Warhol en ellas -el "retrato de cualquiera"- y hay algo de autobiograf¨ªa. Samo es hijo de haitiano y puertorrique?a y tiene un nombre franc¨¦s, Jean Michel Basquiat: en una ciudad como ¨¦sta puede ser sin¨®nimo de ¨¦xito, igual que el haitiano cutre de la Avenida B. Adem¨¢s es amigo de Andy, con quien hace algunas pinturas.
Pero no fueron esos los motivos de su ¨¦xito mete¨®rico -?tan pronto una retrospectiva en el Whitney!-, ni siquiera su muerte prematura, por sobredosis. Basquiat supo representar como nadie la contradicci¨®n de una cultura que, pese a todo, segu¨ªa pensando en lo ind¨ªgena como ritos vud¨² y faldas de colorines -aunque ind¨ªgena indica procedencia de un lugar, ind¨ªgena de Madrid o Venecia-; y en lo ¨¦tnico como ex¨®tico, pese a que "arte ¨¦tnico" es aquel que reenv¨ªa a un grupo que comparte costumbres y gustos -y desde ese punto de vista la Capilla Sixtina es "arte ¨¦tnico"-. ?Le mimaron por eso, por ser la parte ex¨®tica que hac¨ªa falta en un mundo perfecto? Y ¨¦l, ni?o maldito con mucho de Janis Joplin, reflej¨® ese pacto entre fama y muerte, con sabor a ritual antiguo sus calaveras negras, que caracterizar¨ªa a los ochenta.
Basquiat va a estar este verano en la Fundaci¨®n Bot¨ªn. Como dijera Indiana en The Village Voice a prop¨®sito de los Starn Twins, "no vayan a ver la exposici¨®n, corran a verla". Al salir de la sala se sentir¨¢n, quiz¨¢s, raros en su vida tranquila, pero vale la pena sacarse los demonios blancos.
Basquiat. Fundaci¨®n Marcelino Bot¨ªn. Marcelino Sanz de Sutuola, 3. Santander. Hasta el 14 de septiembre.
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