La China y el deporte
Una de las cosas m¨¢s raras -por lo in¨²til y por lo monstruosa- de que he tenido noticia en mi vida, fue un deporte al que tuvieron que dedicarse los chinos durante una semana, en aquellos a?os tristes de la Revoluci¨®n Cultural del presidente Mao, que con tanta alegr¨ªa celebraron los mao¨ªstas occidentales. Aquello se llam¨® "la guerra de los p¨¢jaros" y consisti¨® en lo siguiente: como hab¨ªa carest¨ªa de alimentos y los funcionarios del r¨¦gimen se dieron cuenta de que los p¨¢jaros se com¨ªan parte de la cosecha de arroz, en toda la China se imparti¨® una orden terminante: todos los ciudadanos del campo y de la ciudad, al un¨ªsono, deb¨ªan dedicarse el d¨ªa entero a espantar con palos, ruidos, ollas, trapos, piedras, con lo que fuera, a todos los p¨¢jaros de la China.
Lo que es uniforme y riguroso nos fascina, quiz¨¢ porque no hay nada m¨¢s inhumano
Los funcionarios hab¨ªan descubierto que los p¨¢jaros no pod¨ªan volar mucho tiempo, que ten¨ªan que descansar en las ramas de los ¨¢rboles o en los picos de las monta?as o en los aleros de las casas. Si la gente los obligaba siempre a volar, los p¨¢jaros terminaban por caer al suelo, exhaustos. Una vez en el suelo, era deber de todos los ciudadanos aplastarlos de un solo golpe con el zapato. As¨ª la patria china tendr¨ªa una extraordinaria cosecha de arroz, sin disputarse el grano con las aves.
Aquella cacer¨ªa masiva de p¨¢jaros, en la que cientos de millones de chinos deb¨ªan aplastar a cientos de millones de p¨¢jaros, al parecer, no tuvo ning¨²n efecto pr¨¢ctico, fuera del mal olor de un mont¨®n de animales muertos. Pero ese deporte fant¨¢stico de espantar a los p¨¢jaros para hacerlos caer al suelo con el coraz¨®n partido de cansancio, siempre me ha parecido una de las m¨¢s oscuras y absurdas actividades humanas, dirigidas por un r¨¦gimen obsesivo que cre¨ªa poder dominar todas las potencias del cielo y de la tierra. Y lo que m¨¢s asusta, quiz¨¢, es constatar la ciega obediencia con que fue cumplida una orden absurda, impartida por un l¨ªder hundido en el delirio, y llevada a cabo por mil millones de hormigas de un reba?o domesticado y obediente.
Hay algo hermoso y terrible en esas ceremonias donde los seres humanos dejan de ser individuos para convertirse en simples movimientos mec¨¢nicos de una enorme coreograf¨ªa. Lo que es uniforme y riguroso nos fascina, quiz¨¢ porque no hay nada m¨¢s inhumano que esto, si lo humano es, como creo, no ser una masa de aut¨®matas, sino una informe serie de individuos en la que cada cual es uno mismo y va a su propio ritmo. Cuando se cede la libertad y uno se convierte en un diente m¨¢s de un inmenso engranaje, hay algo que fascina y asusta.
Se habla mucho del silencio de los gobiernos occidentales, que hacen muchos y muy buenos negocios con la China milenaria, hoy riqu¨ªsima, y por consiguiente callan sobre sus miserias pol¨ªticas internas, o sobre sus imposiciones imperiales en el T¨ªbet. Tambi¨¦n criticamos, con buenas razones, la prohibici¨®n impartida a todos los deportistas, so pena de descalificaci¨®n, de hacer cualquier manifestaci¨®n que pudiera interpretarse como un gesto pol¨ªtico de conciencia individual o de protesta c¨ªvica.
No creo, sin embargo, que este silencio c¨®mplice, o al menos hip¨®crita, de casi todos los gobiernos, se deba solamente a los buenos negocios. Creo que detr¨¢s hay algo mucho m¨¢s grave. El sue?o de todos los grandes capitalistas de la tierra, me temo, ser¨ªa tener un gobierno mundial parecido al gobierno local de la China: una peque?a camarilla de gobernantes que concentran en sus manos el poder absoluto, sin discusi¨®n, sin elecciones peri¨®dicas, sin control independiente ni periodos de revisi¨®n de las pol¨ªticas. Sin disidentes -o con los disidentes en la c¨¢rcel-. Con las protestas p¨²blicas ahogadas por sutiles o no tan sutiles m¨¦todos policiales. Con una prensa controlada por la censura previa. Con p¨¢ginas de internet prohibidas. Y sobre todo, con una masa inmensa de ciudadanos trabajadores, puntuales, obedientes, que aceptan salarios exiguos, pero de todos modos sedientos de consumo. Se les da pan, se les dan unos cuantos bienes, y a cambio se les exige silencio, laboriosidad extrema y obediencia. ?No ser¨ªa este el sue?o de los due?os del mundo?
Termino con una paradoja, o con una salvedad, o con una duda, y es ¨¦sta: incluso en este momento de la China, con un r¨¦gimen que en muchos sentidos se puede calificar como opresivo, de todas maneras, en sus largu¨ªsimos siglos de historia milenaria, los chinos nunca antes hab¨ªan gozado de tanta libertad como ahora. Y eso es mucho. O por lo menos es algo. Y quiz¨¢ alg¨²n d¨ªa los borregos encuentren la manera de no bailar y consumir todos al un¨ªsono. Van a brincar, a gozar y a gastar, tal vez, a su propio aire. Porque la sed de libertad y de movernos como nos d¨¦ la gana, y no solamente seg¨²n las reglas del deporte, de la publicidad o de la pol¨ªtica, quiz¨¢ sea el m¨¢s hondo de los sentimientos humanos.
Al poner punto final miro por la ventana. Veo p¨¢jaros que vuelan y que se posan en las ramas de los ¨¢rboles. Vuelven a volar, libres. Solemos decir: "libre como un p¨¢jaro". Y sin embargo, en cierto sentido, los p¨¢jaros son aut¨®matas, y repiten desde que salen del huevo los mismos movimientos que repitieron sus padres cuando tambi¨¦n ellos rompieron el cascar¨®n. No s¨¦ si somos como p¨¢jaros, y nos creemos libres. O si de verdad podemos optar por algo distinto. ?Podr¨ªa no ver los Juegos Ol¨ªmpicos, si me diera la gana, pese a todo el acoso medi¨¢tico que hay sobre ellos? Si no los veo, ?ser¨ªa por voluntad o s¨®lo por un deseo ¨ªntimo de contradecir? No s¨¦. En todo caso apago la televisi¨®n.
H¨¦ctor Abad Faciolince es escritor colombiano y autor de El olvido que seremos.
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