Los ¨²ltimos d¨ªas de Marilyn
No hay br¨²jula tan certera como el azar para encontrar lo inesperado. Quien se deja llevar por el azar y pasa por alto las relaciones de causa a efecto, descubre siempre -o casi- una realidad desconocida, que estaba a la vista desde hac¨ªa mucho sin que nadie lo advirtiera.
Es lo que me pas¨® hace algunas semanas con Marilyn Monroe, que fue uno de los ¨ªconos sexuales e intelectuales de mi juventud, y cuya historia resume por s¨ª sola los afanes de libertad y la pasi¨®n por cambiar el mundo que encendieron la d¨¦cada de 1960.
Hac¨ªa mucho que no me acordaba de ella cuando de pronto, en uno de los canales de cable de Nueva York, pasaron un excelente documental sobre sus ¨²ltimos d¨ªas, que retuvo mi atenci¨®n durante horas.
Su historia resume los afanes de libertad y la pasi¨®n de cambiar el mundo de los a?os sesenta
Su 'Happy birthday' para Kennedy fue otra ceremonia de destrucci¨®n
Era una peque?a joya que recuperaba las im¨¢genes nunca vistas de su pel¨ªcula inconclusa, Something's Got to Give, las devastaciones que dejaban sobre su cuerpo los excesos del alcohol y de las p¨ªldoras para dormir, los provocativos desnudos con que trastorn¨® las rutinas de los t¨¦cnicos y uno de los momentos cumbres del final de su vida, cuando, a fines de mayo de 1962, abandon¨® la filmaci¨®n y tom¨® un avi¨®n a Washington para cantarle feliz cumplea?os al presidente John F. Kennedy con una intensidad er¨®tica que todav¨ªa empa?a las im¨¢genes.
Ver aquel documental hizo caer sobre m¨ª el peso de una entra?able melancol¨ªa. Cada uno de aquellos a?os -los a?os en que empezaron los fuegos artificiales de los sesenta- regres¨® intacto a mi memoria con la misma fuerza que tuvieron en el pasado.
Al d¨ªa siguiente fui a caminar sin rumbo por Manhattan y, como otras veces, termin¨¦ mi paseo en Strand, la librer¨ªa de viejo m¨¢s grande del mundo, cuyos 13 kil¨®metros de estantes y tres millones de libros no cesan de crecer.
All¨ª, en una de las mesas del fondo, volvi¨® a salirme al paso Marilyn. Estaba en la biograf¨ªa que le dedic¨® Donald Spotto, en la cual los ¨²ltimos d¨ªas de la diosa -as¨ª la llama- est¨¢n enturbiados por la desesperaci¨®n y los mismos personajes siniestros de Rebeca, la pel¨ªcula de Hitchcock. Y estaba tambi¨¦n en un libro de Bert Stern, The Last Sitting (La ¨²ltima sesi¨®n), agotado desde hace mucho, pero no en Strand, donde quedaban tres o cuatro ejemplares.
En junio de 1962, Marilyn acept¨® posar (desnuda y no) para el fot¨®grafo Bert Stern, a quien hab¨ªa contratado la revista Vogue. Tres o cuatro de esas tomas aparecieron en las ediciones del mes siguiente. Las otras fueron archivadas en un desv¨¢n. Stern las ocult¨® la ma?ana misma en que Marilyn muri¨®, el 5 de agosto de aquel a?o, y las resu-
cit¨® poco despu¨¦s en su libro, que conserva las imperfecciones y las marcas rojas de todo borrador. Algunas de esas fotos pueden verse ahora en Internet, donde la frialdad digital les deja poco de la magia de sus or¨ªgenes o lo que Stern llamaba "la imposibilidad de captar una luz que no cesa de moverse".
En la biograf¨ªa de Spotto, Marilyn aparece sometida a la voluntad del psicoanalista Ralph Greenson y a las astucias de la enfermera Eunice Murray, que tambi¨¦n manejaba a la actriz a su antojo. Eunice ten¨ªa 58 a?os. Aunque se mostraba indefensa y angelical, era en verdad un demonio posesivo e insolente. Aisl¨® a Marilyn de sus viejas amistades y la mantuvo a raya con inyecciones de Nembutal, vitaminas y anfetaminas, todas ordenadas por Greenson y por Hyman Engelbert, un m¨¦dico de Los ?ngeles que actu¨® como deus ex machina de la tragedia. "A ustedes les har¨¢ bien estar juntos", les dec¨ªa Engelbert. "Todos est¨¢n enfermos de narcisismo".
Seg¨²n Spotto, Marilyn no se suicid¨®: la mat¨® accidentalmente Eunice con una sobredosis de barbit¨²ricos aplicada en forma de enema el 4 de agosto de 1962, entre las seis y las siete de la tarde. Varios testigos la vieron irradiar alegr¨ªa esa misma ma?ana. Proyectaba casarse de nuevo con Joe DiMaggio.
Dej¨® inconclusa una carta de amor que resum¨ªa sus ambiciones de ni?a inmadura: "Querido Joe: si s¨®lo pudiera hacerte feliz, lograr¨ªa la m¨¢s grande y m¨¢s dif¨ªcil de las cosas: hacer a otra persona completamente feliz. Tu felicidad ser¨ªa mi felicidad".
A partir de all¨ª el silencio, el vac¨ªo, la mano tendida desesperadamente hacia la nada. En el dormitorio donde Marilyn se suicid¨® no quedaron sombras de asesinos solitarios ni de amantes furtivos. En v¨ªsperas del final, se vislumbra que ella no ten¨ªa fuerzas ni para llamar a Dios por tel¨¦fono y que jam¨¢s hab¨ªa salido de la infancia. Pese a lo cual envejec¨ªa. Tal era el drama. La Marilyn que desenmascaran las fotos de Stern es la de la perfecci¨®n violada: la imagen de la carne incorruptible e imperecedera que sin embargo siente su propio desvanecimiento.
Las poses del libro exhiben voluntad de vida: Marilyn con una gasa entre los dedos, fingiendo pudor por su desnudez, cubierta de estr¨¢s o de diamantes, mordiendo las cuentas de un collar o diciendo adi¨®s con el cuerpo a un abrigo de pieles. Todo lo dem¨¢s es violencia contra s¨ª misma, conversaci¨®n con un ser que est¨¢ dentro de ella pero que la mantiene lejos.
O¨ªrla cantar Happy birthday, mister president en la fiesta de gala que los dem¨®cratas ofrecieron a Kennedy para celebrar su 45 cumplea?os, el pen¨²ltimo, es otra ceremonia de destrucci¨®n. Marilyn quiz¨¢ supiera que se estaba despidiendo del hombre que hab¨ªa sido su amante de una sola noche y que le hab¨ªa dejado, como ¨²nico recuerdo, un fugaz elogio a los m¨²sculos de sus pantorrillas.
En las im¨¢genes de Stern, Marilyn vuelve a ser la maravillosa criatura muerta que se esfuerza por aferrar la vida. El implacable fot¨®grafo no le disimula los aguijones de las arrugas en torno de los ojos, la oscura l¨ªnea de una cicatriz sobre el vientre, las zarpas de la edad clavadas en los codos, los d¨ªas que no se quieren vivir y que sin embargo llegan en las penumbras de la mirada.
En la mitad de las fotos, Marilyn est¨¢ desnuda, como no lo hab¨ªa estado desde los 18 a?os, cuando pos¨® para el almanaque que iba a iniciarla en la fama. Desnuda pero sin el menor encanto. Ella se revuelve el pelo, se cubre la cara, se dobla como una p¨²ber sobre los pechos peque?os (tambi¨¦n de p¨²ber: el ¨²nico basti¨®n de la adolescencia que no hab¨ªa ca¨ªdo), y nadie podr¨ªa hacer otra cosa que compadecerla, pasarle la mano por la espalda y preguntarle de d¨®nde sacaba tanta tristeza.
Spotto cuenta que, hacia el final de las sesiones con Stern, Marilyn dej¨® caer el echarpe de seda con el que se cubr¨ªa y le pregunt¨®: "Bert, ?no te parezco joven para mis 36 a?os?".
No parec¨ªa joven, pens¨® el fot¨®grafo. Parec¨ªa anciana y reci¨¦n nacida, inocente y perversa, vacilante como la primera mujer en el primer d¨ªa del universo. Se le acababa el ser y no lo sab¨ªa. Todas las desventuras del pasado se le asomaban de repente a la cara, como a un balc¨®n en el vac¨ªo. Si algo sobrevive todav¨ªa de los sesenta, hay que buscarlo sin duda en los pliegues de esa cara menguante.
Fue de eso de lo que muri¨®, de no poder soportar a la que ya no era y que, no obstante, persist¨ªa en su ser: a la imperfecta, a la que se ven¨ªa, a la que ning¨²n Bert Stern querr¨ªa volver a fotografiar.
Los rom¨¢nticos sol¨ªan decir que cada quien carga la propia conciencia como una cruz. Hay quienes -Marilyn era una- sobrellevan a duras penas el propio cuerpo, hasta que se vuelve ajeno y pesa demasiado, demasiado.
? 2008 Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es escritor y periodista argentino. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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