Mi Paulina, mi pa¨ªs
Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 a?os despu¨¦s del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres an¨®nimos ratific¨® la esperanza en el ser humano
Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conoc¨ª a esa mujer.
Lleg¨® en su auto a una casa donde yo hab¨ªa estado escondido, uno de los muchos lugares donde me hab¨ªa refugiado despu¨¦s del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democr¨¢tico de Allende. Nunca me hab¨ªa cruzado con ella antes de esa ocasi¨®n y nunca supe su nombre. S¨®lo importaba que aquella se?ora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. S¨®lo importaba que ella hab¨ªa encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. S¨®lo importaba que los soldados de Pinochet nos matar¨ªan si llegaban a capturarnos.
Le rend¨ª homenaje al hacerla protagonista de mi obra teatral 'La muerte y la doncella'
Nadie me prepar¨® para el s¨®tano que visit¨¦ donde hab¨ªa operado la Gestapo del dictador chileno
Mientras cruz¨¢bamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, s¨ª, en la m¨¦dula misma de mi perdurable aprehensi¨®n, alcanc¨¦ a pensar en forma absolutamente ins¨®lita: oye, esto es como de pel¨ªcula, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generaci¨®n, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi esp¨ªritu, tarareando una melod¨ªa para acompa?ar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos m¨¢s ¨ªntimos, los momentos m¨¢s alarmantes. Pero en este caso una voz interior m¨¢s prudente agreg¨®: s¨ª, como para filmarla, claro que s¨ª, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pas¨®.
Sobreviv¨ª, en efecto, y, en efecto, le cont¨¦ al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 a?os m¨¢s tarde, se film¨® una pel¨ªcula que explora aquellos d¨ªas azarosos en que me asom¨¦ a mi posible muerte y tambi¨¦n los errantes a?os del destierro que me salv¨® de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que gan¨® el Emmy por Shake hands with the devil, D¨¢ndole la mano al Diablo: el camino de Rom¨¦o Dallaire) me acompa?¨® a Chile para revisitar las glorias de la revoluci¨®n de Allende y la devastaci¨®n que cay¨® sobre nuestro pueblo despu¨¦s de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brind¨® este viaje a mis or¨ªgenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer an¨®nima y agradecer el auxilio que me hab¨ªa prestado.
La hab¨ªa recordado muchas veces durante mis 17 a?os de exilio, y cuando se restaur¨® una precaria, todav¨ªa amenazada, democracia en 1990, le rend¨ª homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se hab¨ªa dedicado a rescatar v¨ªctimas del golpe de Estado en un pa¨ªs muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traici¨®n y prisi¨®n y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.
Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorri¨® conmigo las mismas avenidas de anta?o, recreando el itinerario por el cual me hab¨ªa guiado en esa lejana ¨¦poca de emergencia, descubr¨ª tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.
Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no est¨¢n en el documental.
Es cierto, las calles del ahora pac¨ªfico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todav¨ªa persist¨ªan en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no ten¨ªan la menor idea de su secreto hero¨ªsmo durante el golpe, c¨®mo hab¨ªa arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, pod¨ªa haber todo tipo de consecuencias que ella prefer¨ªa evitar. No era as¨ª como yo hab¨ªa imaginado nuestra gloriosa reuni¨®n.
En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me hab¨ªa redimido de la muerte, ahora el documental la redimir¨ªa a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la c¨¢mara que inhibi¨® su presencia en nuestro filme facilit¨®, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que s¨®lo fueron posibles porque un director me exig¨ªa pertinazmente que enfrentara yo el dolor agit¨¢ndose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que hab¨ªa tratado de escabullir.
La ¨²ltima vez, por ejemplo, que hab¨ªa visto con vida a Salvador Allende, ¨¦l estaba en el balc¨®n del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un mill¨®n de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a ¨¦l, con tanto entusiasmo que, con mis compa?eros, hab¨ªamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balc¨®n, como si quisi¨¦ramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una ¨²ltima vez.
Y, ahora, la pel¨ªcula de Raymont me permiti¨® pararme en ese mismo balc¨®n, mirar hacia la plaza vac¨ªa, calibrar lo que significaba que Allende fuera un c¨²mulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban all¨¢ abajo con el pu?o en alto y el coraz¨®n lleno de coraje, ya no estaban ah¨ª mis m¨²ltiples compa?eros desafiando la injusticia de los siglos.
Hab¨ªa escrito extensamente acerca de la invasi¨®n de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violaci¨®n paralela a sus cuerpos, pero nada me prepar¨® para el s¨®tano que visit¨¦ donde hab¨ªa operado la Gestapo de Pinochet, donde sus esp¨ªas hab¨ªan escudri?ado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominaci¨®n era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hac¨ªa m¨¢s perverso a¨²n lo que hab¨ªa sucedido en ese antro subterr¨¢neo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retorn¨¢ndome a las noches en que est¨¢bamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos pod¨ªamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represi¨®n puede hacerte al alma, hacerle a tu pa¨ªs.
Y al pr¨®ximo d¨ªa de mi visita a ese s¨®tano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmaci¨®n, la radio trajo de sopet¨®n la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi N¨¦mesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, hab¨ªa sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.
Nos fuimos de inmediato al hospital.
El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fan¨¢ticos y c¨®mplices del dictador. Y ah¨ª estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su l¨ªder ag¨®nico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios te?idos de un rojo carmes¨ª, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su h¨¦roe, una letan¨ªa de l¨¢grimas emergiendo desde detr¨¢s de unos incongruentes anteojos de sol. Ah¨ª estaba ella, presentando un espect¨¢culo lastimero y pat¨¦tico para el mundo entero, defendiendo a un hombre que hab¨ªa sido denunciado por tribunales internacionales de varios pa¨ªses y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladr¨®n. En eso se hab¨ªa convertido Chile: un pa¨ªs donde esta dama que hab¨ªa celebrado la destrucci¨®n de la democracia, que hab¨ªa abierto una botella de champa?a mientras a mis amigos les acorralaban y les persegu¨ªan y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina segu¨ªa invisible, todav¨ªa encubri¨¦ndose, todav¨ªa sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.
Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovi¨® en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproxim¨¦ hasta ella y le dije que tal como yo hab¨ªa sufrido el duelo de Allende yo entend¨ªa que ahora le tocaba a ella llorar por su l¨ªder, al que yo me hab¨ªa opuesto con toda mi fuerza -y tambi¨¦n quise que ella se hiciera cargo de cu¨¢nto dolor hab¨ªa de nuestro lado-.
Desarmada ante mis palabras, ella alcanz¨® a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todav¨ªa no s¨¦ si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tr¨¢nsfugo, sent¨ª que compart¨ªamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia se?alaba d¨¦bilmente hacia otro pa¨ªs posiblemente diferente.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Su ¨²ltimo libro es Otros septiembres.
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