El guante de Dios
La migraci¨®n es anual, y nadie la dirige. Su fin no es inteligente ni inteligible
En la prensa del verano siempre asoman articulistas que ejercen de divinos y nos hablan, con la autoridad que dan el trato y la frecuencia, de cierto encantador caf¨¦ de un barrio lisboeta, de las vistas que ofrece aquel hotel de cinco estrellas de Estambul o de los inigualables dry martinis que se sirven en un exclusivo enclave de Bengasi, a salvo de la sharia, frecuentado por especuladores del petr¨®leo, agentes de la CIA y estetas como aquel que nos lo explica. Pero el verano exquisito apenas discurre, para el com¨²n de los mortales, por las entra?as de la prensa. Nosotros, los mortales, tomamos el sol al margen de las recomendaciones que difunden los diletantes. Los trabajadores del paisito (incluso los descre¨ªdos, que no tenemos fe ninguna en el Estado benefactor) descansamos en las abigarradas playas de Levante, entre tarteras llenas de merluza frita y ni?os que orinan all¨¢ donde mueren las olas.
El descanso adquiere formas multitudinarias. En verano, el cuerpo social se convierte en una colonia de an¨®nimos insectos (hormigas, termitas o alguna otra de esas terribles especies comunistas) que emprende una masiva migraci¨®n, una colonia sin direcci¨®n inteligente, una colonia que se mueve al dictado de leyes biol¨®gicas, una mano a¨²n m¨¢s invisible que el invisible guante del que habl¨® Adam Smith. Se trata, quiz¨¢s, del secreto guante de Dios.
El contraste supone un perfecto ejemplo de la horrenda distancia que separa la existencia humana (real, materialista) de sus fant¨¢sticas enso?aciones. Los articulistas estivales salpican la prensa de selectas pinceladas: l¨¢minas de salm¨®n de Alaska en su garganta, o ese c¨®ctel que prepara como nadie cierto barman de Bristol o Nairobi, lo cual nada tiene que ver con las apreturas del gent¨ªo que se amontona en un aeropuerto canario o las agotadoras colas de la Expo zaragozana, ¨²ltima sala de tortura que ha ideado el ocio postindustrial.
Eso s¨ª, el verano permite al personal hacer un alto en el camino y dejar a un lado sus trabajos. En eso los turistas de la costa, los clientes del masivo chiringuito, s¨ª que nos parecemos a los selectos diletantes de la prensa: por algunas semanas podemos hacer un alto y descansar, o hacer como que descansamos, en un simulacro parecido, sospecho, al de esos articulistas que dicen deambular por los hoteles de Abu Dhabi como Pedro por su casa. Somos parecidos los turistas de tercera y los exquisitos de la prensa agoste?a: todos embarcados en la lucha por sacar del verano lo mejor, por exprimirlo, por hacer del ocio un lenitivo. Somos as¨ª de previsibles, de parad¨®jicamente infelices. Somos seres indefensos que huyen en busca de alg¨²n lugar distinto, aunque al final la oferta de destinos es tan inabarcable que la ansiedad y la frustraci¨®n se multiplican. Hablamos en serio o en broma de la isla de Rodas, de los caf¨¦s de Praga o de Cracovia, de las terrazas nocturnas de Dubrovnik. Quiz¨¢s hemos estado all¨ª, o quiz¨¢s no. Todo puede ser verdad o mentira, pero sentimos la obligaci¨®n de referir alg¨²n lugar donde hallar una muesca de paz sea posible.
Hasta la crisis econ¨®mica ha quedado relegada para septiembre. Y es que las vacaciones son bien de primera necesidad, como el aire o el agua. Otros gastos podr¨¢n ser eliminados. Las vacaciones, no. Por eso todos nos movemos en la misma direcci¨®n. Nadie nos conduce, pero todos atendemos a la llamada, el imperativo de encontrar alg¨²n lugar. La migraci¨®n es anual, y nadie la dirige. Su fin no es inteligente ni inteligible. La ordena una mano invisible. O el mero guante de Dios, donde acaso nunca ha habido mano alguna.
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