La inmortalidad y los cumplea?os
Si los tiempos venideros est¨¢n llamados a depararnos la superaci¨®n de cualquier forma de sufrimiento, el sue?o de una posible inmortalidad se trastocar¨ªa en una vida concebida como una condena a cadena perpetua
A la memoria de Maria-Merc¨¨ Mar?al
Hay gente que dispara su tristeza contra todo lo que se mueve, al igual que hay personas que regalan su amargura con generosidad, sin preocuparse gran cosa por los destinatarios de su regalo. Me ocurri¨® hace alg¨²n tiempo, al terminar eso que en la jerga profesional se suele denominar un almuerzo de trabajo. Llegado el momento del caf¨¦, y una vez despachadas las cuestiones laborales que nos hab¨ªan convocado, mi interlocutor, a quien acababa de conocer ese mismo d¨ªa, me formul¨®, distra¨ªdamente, la pregunta: "Oye, y t¨² ?cu¨¢ntos a?os tienes?". El di¨¢logo continu¨® por donde suele ser habitual: tras mi respuesta, ¨¦l coment¨®, cort¨¦s, "ah, pues no los aparentas en absoluto; yo te hubiera echado unos cuantos menos". A lo que a?adi¨® la apostilla: "A ti te pasa como a Enrique, que tambi¨¦n aparentaba ser m¨¢s joven". Enrique era un amigo com¨²n, fallecido prematuramente -para las expectativas de vida que empiezan a ser hoy habituales- algunos a?os atr¨¢s. Ya es mala pata, pens¨¦ para mis adentros, que no haya encontrado este hombre nadie mejor con quien compararme al respecto de la edad que con un difunto.
?Es obvio que el origen de nuestra infelicidad se encuentra en nuestra finitud?
Si hay algo que celebrar es la vida misma, porque es lo m¨¢s importante de lo que tenemos
Pero la apostilla de mi comensal -inocente o mal¨¦vola: tanto da a los efectos de lo que pretendo plantear- me sigui¨® persiguiendo durante un rato. No pude evitar que viniera a mi mente la obviedad: nuestro amigo com¨²n hab¨ªa muerto antes de tiempo pero, eso s¨ª, aparentando juventud. Escaso consuelo, debi¨® de pensar ¨¦l en sus horas finales: sin duda, si le hubieran dado la oportunidad de escoger, hubiera cambiado con gusto su envidiada apariencia por longevidad real. No cabe enga?o al respecto: la promesa de vida que parece venir avalada por un buen aspecto a menudo no deja de ser otra cosa que una piadosa proyecci¨®n estad¨ªstica.
Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que me surg¨ªa, al analizar mi propia obviedad, era: ?tan evidente resulta que constituya un valor en s¨ª mismo ese extendid¨ªsimo anhelo por permanecer aqu¨ª -en el mundo de los vivos- a cualquier precio, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantas¨ªa generalizada de nuestra ¨¦poca la inminencia de la inmortalidad? ?Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra -al menos hasta ahora- insoslayable limitaci¨®n temporal?
Rep¨¢rese en que el v¨ªnculo entre ambos planos -en definitiva: la confianza en que, sorteando la muerte, alcancemos la felicidad- viene indisociablemente ligada a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros est¨¢n llamados a depararnos todo tipo de alegr¨ªas y satisfacciones, superando dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra plenamente justificada la esperanza en que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese a?orado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del sue?o emancipatorio, tambi¨¦n parece haber entrado en crisis el de los que cre¨ªan que la actual organizaci¨®n del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ?qu¨¦ contenido atribuirle a aquella esperanza?
Pero la hip¨®tesis de que pudi¨¦ramos estar viviendo el fin no de ¨¦ste o de aqu¨¦l, sino de todos los sue?os -de cualquier expectativa de para¨ªso en la tierra bajo cualquier de los formatos concebibles- acaso introduzca una modificaci¨®n sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con los que cada vez m¨¢s tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradaci¨®n de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relaci¨®n resulta de todo punto innecesario -por reiterada- evocar aqu¨ª (terrorismos, cat¨¢strofes medioambientales, guerras totales...). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habr¨ªa cambiado de signo: no nos colocar¨ªa a salvo de los males del presente, sino que nos condenar¨ªa sin remedio a padecerlos en el futuro. El sue?o habr¨ªa ido virando, de esta forma, en direcci¨®n hacia la pesadilla: de una situaci¨®n en la que la muerte constitu¨ªa una amenaza de inexorable cumplimiento habr¨ªamos ido transitando a otra, en la que la vida habr¨ªa terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos.
Pero no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (?c¨®mo saberlo?) en ese hipot¨¦tico mundo infeliz aumente espectacularmente la tasa de suicidios y -de manera an¨¢loga a lo que suced¨ªa en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quer¨ªa ser culpable- los individuos se vean obligados a organizarse clandestinamente para acabar con sus propias vidas. O tal vez simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepci¨®n ante la expectativa insatisfecha: ahora que pod¨ªamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aqu¨ª, se dir¨¢n muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.
En cualquiera de los casos, se impone volver sobre los propios pasos y reconsiderar aquella identificaci¨®n, a la que al comenzar hicimos referencia, entre inmortalidad y felicidad. Quiz¨¢ el breve experimento mental esbozado en los p¨¢rrafos anteriores baste para comprobar que el anhelo de inmortalidad, la fantas¨ªa de una vida sin fin, si no va acompa?ado de una idea lo m¨¢s clara posible de lo que se quiere hacer con esa vida s¨®lo puede ser fuente de insatisfacci¨®n y malestar, en la medida en que deja sin pensar lo que realmente importa.
Acaso lo que est¨¦ en juego aqu¨ª sea algo, en el fondo, muy simple, extremadamente simple: una de esas verdades imposibles de aceptar sin sentirse requerido a estar a su altura. Lo afirma el protagonista de la fascinante y perturbadora novela de Philip Roth, El animal moribundo: "Uno es inmortal mientras est¨¢ vivo" (afirmaci¨®n muy pr¨®xima, por cierto, a aquella otra del poeta simbolista franc¨¦s Henri de R¨¦gnier: "El amor es eterno mientras dura"). El contenido de la felicidad -el recurrente vivir la vida en el que nunca dejamos de estar enredados- pasa por afrontar esa inmortalidad que tenemos a nuestra disposici¨®n, no por aplazar su cumplimiento a la espera de un hipot¨¦tico futuro sin dolor ni l¨ªmite. Lo que es como decir: si hay algo que celebrar es la vida misma. No porque sea todo lo que tenemos, sino porque es lo m¨¢s importante de lo que tenemos (el aut¨¦ntico trascendental, como dir¨ªa un fil¨®sofo con ¨ªnfulas kantianas). En cuanto a las velas y las tartas evocadas en el t¨ªtulo, despreoc¨²pense de ellas: nunca merecieron la pena. Definitivamente, vivir no es durar. Aunque, eso s¨ª, por si acaso cu¨ªdense.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metr¨®polis.
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