El poeta y el burro
Ahora esas cosas est¨¢n de capa ca¨ªda y hecha jirones, pero supongo que yo me form¨¦ en el ¨²ltimo de los sistemas educativos que consideraban que la memoria es algo m¨¢s que un in¨²til cuarto trastero donde se arrumba ropa fuera de estaci¨®n. Los de mi quinta llegamos tarde para el inventario de reyes godos; no as¨ª para otras minucias que un pedagogo de hoy observar¨ªa con una ceja arqueada: a poco que rebusquemos, aparecen la lista de los r¨ªos de la Pen¨ªnsula, la primera declinaci¨®n latina, una tabla de elementos qu¨ªmicos tan salpicada de lagunas como de nombres de superh¨¦roes, un ramillete de frases de m¨¢rmol recabadas en alg¨²n mamotreto de Historia, versos a parches. En nuestros d¨ªas se acusa a los profesores de Literatura de no hacer leer a los ni?os; cuando yo era chico tampoco se le¨ªa mucho: esa tarea superflua se relegaba a otra de mucho mayor calado did¨¢ctico, la de aprender de memoria. As¨ª que entre las nieblas de recreos y las cartulinas de la clase de pretecnolog¨ªa siempre emergen l¨ªneas sueltas que podr¨ªan servir a un arque¨®logo para reconstruir las glorias de la l¨ªrica de anta?o: M¨ªo Cid, las Coplas de Manrique, algunos romances, parlamentos dispersos de Fuenteovejuna y La vida es sue?o, G¨®ngora y Quevedo, las consabidas cursiler¨ªas de B¨¦cquer, Machado, mucho Machado, y Lorca, Lorca hasta la indigesti¨®n y la pura peritonitis. La prosa escasea en ese censo; si aparto encabezamientos de novelas que ya he asimilado de adulto despu¨¦s de una devoci¨®n mostrenca y cuentos que se prestan bien a las reuniones de copas, queda poca cosa. En especial un arranque que todos los mayores de treinta a?os nos sabemos de corrido y que vomitamos mec¨¢nicamente en cuanto alguien ofrece el pie: Platero es peque?o, peludo, suave; tan blando por fuera, que se dir¨ªa todo de algod¨®n, que no lleva huesos. Platero era el ¨²nico animal amigo de los ni?os cuya imagen a¨²n no hab¨ªa te?ido de color chicle la factor¨ªa Disney.
Este a?o se celebra el cincuentenario de la concesi¨®n del Premio Nobel a Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, con ocasi¨®n del cual la Consejer¨ªa de Cultura se ha lanzado a una agresiva bater¨ªa de homenajes, simposios, vigilias po¨¦ticas y exposiciones. Una de ellas, centrada en la vida del autor y sus convalecencias, incluso cruza el charco en estos d¨ªas para ser exhibida en Nueva York. La he visto, y la sensaci¨®n ha sido la de una incomodidad poco atenuada por lecturas posteriores o por la informaci¨®n aportada por los cursos superiores del bachillerato: para m¨ª aquel se?or severo de las fotograf¨ªas, con aspecto de empleado de funeraria, que tanto sufr¨ªa con los cambios de temperatura y el estr¨¦pito de las puertas mal cerradas, aquel rostro enjuto que mostraba el aura de ascetismo de los asesinos en serie y que dedic¨® una vida salpicada de tristeza a buscar la poes¨ªa sin colorantes ni aditivos, sigue siendo el responsable de un libro infantil sobre la muerte de un burro. Se me puede tachar de injusto: la obra de Jim¨¦nez (o de Juan Ram¨®n, como le llaman sus cofrades, igual que hablan campechanamente de Federico y de Rafael) no se agota en esa obra extra?a, cruel, en voz baja, que en absoluto est¨¢ destinada a un p¨²blico de pantal¨®n corto pero que los azares de la sensibler¨ªa convirtieron en su d¨ªa en carne de escuela p¨²blica. Todo eso es cierto, y tambi¨¦n in¨²til. Sobre las met¨¢foras refinadas de sus primeras antolog¨ªas, sobre las traducciones realizadas con cuidado de orfebre de los maestros orientales, sobre su producci¨®n ¨²ltima, en que la poes¨ªa se asoma al arcano y el silencio, se eleva la sombra maciza de un s¨ªmbolo con los rasgos de una ac¨¦mila. No s¨¦ si ¨¦l se hubiera sentido c¨®modo con esa forma de inmortalidad. En su elecci¨®n de animal her¨¢ldico, Borges comparte tigres con Blake y con Kipling; Juan Ram¨®n debe resignarse a la cercan¨ªa m¨¢s pedestre de Peret.
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