?Dios en Barajas?
Firmamos este art¨ªculo un increyente y un creyente. Ambos estamos de acuerdo en que, tanto si Dios existe como si no, el mundo est¨¢ en manos de los hombres. Hace ya siglos, el salmista intu¨ªa algo de esto rezando: "El cielo pertenece al Se?or, la Tierra se la ha dado a los hombres" (Salmo 113). Ambos compartimos el aviso de la tradici¨®n teresiana: "Dios no tiene otras manos que las nuestras", aunque el creyente pueda a?adir que nuestras manos no tienen m¨¢s ma?a ni m¨¢s fuerza que la de Dios.
Este punto de partida com¨²n plantear¨¢ preguntas al creyente (?c¨®mo interviene Dios en la historia, si es que interviene?). Y plantea otras al no creyente: si ya no podemos echar la culpa a Dios ?qu¨¦ responsabilidad tenemos los hombres en atrocidades como el accidente de Spanair del pasado agosto? Dicho de manera brutal: ?debemos renunciar a un progreso t¨¦cnico que de vez en cuando se cobra esa cantidad de v¨ªctimas y de l¨¢grimas? ?Ser¨ªa responsable conmoverse en el momento del desastre y olvidarlo luego sin sacar consecuencias?
Cuando la vida era el preludio de otra eterna, las cat¨¢strofes eran muy relativas
Si el motor del progreso es el ansia de dinero, vamos por muy mal camino
Esta pregunta suscita enseguida infinidad de contrarr¨¦plicas f¨¢ciles: ?cu¨¢ntas l¨¢grimas se han evitado gracias al progreso t¨¦cnico! ?Cu¨¢ntos seres humanos pudieron salvar la vida gracias a una ambulancia m¨¦dica, o llegaron a tiempo al entierro de un ser querido gracias a la aviaci¨®n!
Pero tambi¨¦n la venta y posesi¨®n de armas ha podido evitar mil agresiones y, a la vez, ha creado infinidad de guerras, terrorismos y dramas a lo Columbine. ?Nos parecemos entonces a los defensores de la tenencia de armas, bajo el pontificado de Charlton Heston y su Asociaci¨®n Nacional del Rifle? O ?estamos justificando un mundo armado hasta los dientes, con armas horribles que alg¨²n d¨ªa podr¨ªan acabar con todos nosotros y con el planeta?
Surge entonces otro camino f¨¢cil de respuesta: no renunciar al progreso, pero garantizar hasta el cien por cien su total seguridad. Ya parece que nos movemos en esta direcci¨®n, pero ello suscita un nuevo problema: la seguridad suele ser car¨ªsima, y el progreso t¨¦cnico seguro acaba resultando accesible s¨®lo para unos pocos privilegiados. Nuestro progreso, aunque pueda permitir que algunos poblados africanos vean por televisi¨®n los juegos ol¨ªmpicos, acaba entonces creando una impresionante fractura social, que est¨¢ generando mil desequilibrios y dolores (migraciones, terrorismos...).
Ya en el siglo II un autor cristiano escrib¨ªa: "Dios cre¨® al hombre para que creciera y progresara" (Ireneo de Lyon). El creyente no debe olvidar esto porque es un imperativo. Pero ambos, creyente e increyente, debemos recordar que todas las promesas
espl¨¦ndidas que los ilustrados del XVIII vincularon al progreso, han generado hoy el fatalismo pasota de nuestra posmodernidad, al no haberse cumplido.
La cuesti¨®n se orienta entonces, para nosotros dos, hacia esta pregunta: ?qu¨¦ clase de progreso? Y parece que esa cuesti¨®n apunta hacia las motivaciones y modos del progreso: ?es admisible que la gen¨¦tica haya progresado gracias a algunas barbaridades racistas e intolerables de los nazis? ?Es leg¨ªtimo que el m¨¢ximo enriquecimiento propio sea el motor de nuestros avances t¨¦cnicos? ?No degenera eso en las conocidas atrocidades de las empresas farmac¨¦uticas que investigan (y hasta crean) enfermedades m¨ªnimas o inexistentes de los ricos, mientras desatienden males atroces de millones de hombres y mujeres? (V¨¦ase: Teresa Forcades, "Los cr¨ªmenes de las grandes compa?¨ªas farmac¨¦uticas", Cuadernos Cristianismo y Justicia n? 141).
Dec¨ªa san Ignacio que "el bien cuanto m¨¢s universal es m¨¢s divino". Esto puede hacerlo suyo el no creyente, diciendo que cuanto m¨¢s universal, el bien se vuelve m¨¢s humano. Pero el mito de la Ilustraci¨®n, de que el progreso t¨¦cnico por s¨ª solo nos ir¨ªa haciendo moralmente mejores, es un ¨ªdolo que hoy urge derribar, para que comencemos a buscar un progreso realmente humano.
Un progreso m¨¢s humano habr¨ªa de tener tres caracter¨ªsticas: la mayor universalidad posible, la mayor seguridad posible (que crezca en paralelo con la gravedad de sus riesgos), y un ritmo acorde a los ritmos humanos. Si el motor del progreso es el ansia de dinero y no el bien de todos los humanos (con preferencia para los m¨¢s necesitados y victimados), vamos por muy mal camino. Algo de esto parece estar dici¨¦ndonos la amenaza ecol¨®gica.
?Significa eso que hemos progresado de manera demasiado r¨¢pida y que llega la hora de levantar el pie del acelerador (quiz¨¢s incluso de parar un rato el coche y darle una buena revisi¨®n)? Es la pregunta que quiere suscitar y dejar pendiente este art¨ªculo. Ello permitir¨ªa incluso recuperar algo de las reticencias de la instituci¨®n eclesial contra el progreso naciente, no sin reconocer que esas negativas se expresaron de manera fatal, porque se formulaban como negativas a todo progreso y no como condiciones para un progreso aut¨¦nticamente humano. Y reconociendo que, en ello, tuvo mucha culpa eso que la Iglesia sigue calificando imp¨¢vidamente como "magisterio eclesi¨¢stico", pretendiendo darle una autoridad cuasi-divina.
Recuperado eso ser¨ªa m¨¢s f¨¢cil recobrar tambi¨¦n la actitud dialogal que la humanidad necesita hoy m¨¢s que nunca. La verdad plena no s¨®lo no es posesi¨®n de nadie (?nada hay m¨¢s "comunista" que la verdad!), sino que suele llegarnos como peque?as pepitas de oro envueltas en infinidad de paja in¨²til o nociva.
Una ¨²ltima consideraci¨®n: Gandhi dijo que "si esta vida no es el preludio de otra vida mejor, se convierte en una burla cruel". Cuando la vida era s¨®lo ese "preludio", cat¨¢strofes como la de Barajas resultaban incre¨ªblemente relativas: cualquier viaje del siglo XVI a la India -ver por ejemplo los de Francisco Javier sobre los que hay informaci¨®n sobreabundante- presupon¨ªa que s¨®lo la mitad de los participantes llegar¨ªa a destino: cualquier viaje, y no uno de vez en cuando como hoy. Si, negando la existencia de otra vida, nos negamos tambi¨¦n a aceptar que ¨¦sta sea un destino cruel, deber¨ªamos ser entonces enormemente cautos y solidarios: y el af¨¢n de m¨¢s dinero no es una motivaci¨®n que vaya a volvernos ni cautos ni solidarios.
Ello nos exige otra vez poner el progreso humano (y la educaci¨®n total) por delante del progreso t¨¦cnico. Si no, corremos el peligro de que el mito b¨ªblico de la torre de Babel acabe convirti¨¦ndose en una par¨¢bola de la historia y del progreso humano: por su obsesi¨®n orgullosa de llegar hasta el cielo, los hombres dejaron de entenderse a s¨ª mismos en la tierra.
No pretendemos haber dicho toda la verdad, sino abrir una p¨¢gina. A quienes disientan de nosotros s¨®lo les pedimos que no lo hagan porque creen haber visto las orejas al lobo, y temen que lo dicho obligue a revisar muy a fondo nuestro sistema econ¨®mico...
Este art¨ªculo lo firman Jos¨¦ I. Gonz¨¢lez Faus, profesor em¨¦rito de Teolog¨ªa en la Facultad de Barcelona y responsable del ?rea Teol¨®gica del Centro de Estudios Cristianismo y Justicia, y Francisco Fern¨¢ndez Buey, catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Moral y Pol¨ªtica en la Universidad Pompeu Fabra.
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