La 'madre Teresa' de Sur¨¢frica
Va a conocer a la madre Teresa surafricana!, me promete un amigo que ha venido a buscarme al aeropuerto de Ciudad del Cabo. Siento tanto respeto por la santa de Calcuta, que mi curiosidad se despierta ante cualquier persona que pueda ser comparada con ella. ?C¨®mo pod¨ªa imaginar que este anuncio me llevar¨ªa a realizar una fant¨¢stica investigaci¨®n hist¨®rica? La duod¨¦cima de mi carrera como escritor siempre al acecho de las grandes epopeyas humanas.
Despu¨¦s de ?Arde Par¨ªs? y O llevar¨¢s luto por m¨ª; despu¨¦s de Oh, Jerusal¨¦n, Esta noche, la libertad y La ciudad de la alegr¨ªa, me sumerjo ahora en la historia de un pa¨ªs conocido por la creaci¨®n de la dictadura m¨¢s monstruosa que los blancos hayan podido jam¨¢s inventar para imponer su poder a la poblaci¨®n de color que vive a su lado. Este r¨¦gimen, llamado apartheid, produjo cientos de miles de v¨ªctimas y durante sesenta a?os situ¨® a Sur¨¢frica al margen de los pa¨ªses civilizados. El apartheid surgi¨® en 1948 cuando un pu?ado de blancos extremistas lleg¨® al Gobierno y termin¨® en 1994 con la elecci¨®n de un negro para dirigir el pa¨ªs, un ser humano excepcional llamado Nelson Mandela. Dir¨ªa que fue casi ayer. Desconoc¨ªa pr¨¢cticamente la cat¨¢strofe humanitaria que se produc¨ªa durante esos a?os en ese pa¨ªs del extremo sur del continente africano. Y de pronto aparece una madre Teresa surafricana para colmar mi ignorancia.
Es una mujer blanca de 44 a?os, muy guapa, con el rostro resplandeciente cubierto de pecas. Se llama Helen Lieberman. Es la mujer de uno de los abogados m¨¢s famosos del mundo empresarial de Ciudad del Cabo. Durante veinticinco a?os, poniendo en peligro su vida, ha desafiado las prohibiciones de la dictadura racista de los blancos y los miedos de los negros para aliviar el sufrimiento de los habitantes de un distrito negro pr¨®ximo a los barrios m¨¢s elegantes de Ciudad del Cabo. Su heroica aventura empieza una tarde, cuando se da cuenta de la desaparici¨®n en el hospital donde trabaja como logopeda de un joven negro operado llamado Jeremy. Supone que la direcci¨®n se ha librado de ¨¦l antes de su total recuperaci¨®n debido al color de su piel. Persuadida de que el desgraciado morir¨¢ si no recibe atenci¨®n m¨¦dica, Helen se lanza a buscarle. Descubre que vive en un distrito cerca de Ciudad del Cabo. El lugar se llama Langa. Es una zona peligrosa en la que ning¨²n blanco jam¨¢s se atrever¨ªa a entrar.
?Qu¨¦ importa? Helen se dirige en su peque?o Ford Anglia con las luces apagadas hacia el bullicio humano que se apelotona detr¨¢s de la alambrada de espinos. Pregunta a las mujeres, enloquecidas al ver a una blanca. "?D¨®nde est¨¢ el peque?o Jeremy?", grita de callejuela en callejuela, inconsciente del peligro que corre. De pronto, alguien la empuja al interior de una s¨®rdida caba?a donde unas mujeres preparan la cena en medio de un sofocante olor a madera quemada. El ni?o est¨¢ all¨ª, en brazos de una anciana sentada en cuclillas sobre la tierra. Helen cree que ha llegado demasiado tarde. Se pone de rodillas y coge al peque?o en sus brazos. Milagro: Jeremy se mueve, no est¨¢ muerto. Puede que si lo lleva al hospital sobreviva. Pero ?c¨®mo una blanca podr¨ªa hacer comprender a las mujeres negras visiblemente aterrorizadas que la situaci¨®n era urgente? Se da cuenta, con estupor, de que el apartheid hab¨ªa suprimido cualquier posibilidad de comunicaci¨®n entre las comunidades. Entonces, de entre la penumbra, aparece la madre del peque?o Jeremy. Las dos mujeres se reconocen. Haciendo frente a los gritos hostiles, Helen consigue subir a la mam¨¢ y al ni?o al coche. Jeremy se salvar¨ªa in extremis. Pero cuando aquella noche regresa a su casa, Helen Lieberman rompe en sollozos en los brazos de su marido. "?Michael, quiero que nos vayamos de este pa¨ªs! Despu¨¦s de lo que he vivido esta tarde no podr¨¦ nunca m¨¢s amar a Sur¨¢frica. Me da verg¨¹enza ser blanca; verg¨¹enza de formar parte de un sistema que comete tales cr¨ªmenes contra las personas; verg¨¹enza de trabajar en un hospital que devuelve a un ni?o a su chabola s¨®lo porque es negro... Michael, te lo suplico, vay¨¢monos de Sur¨¢frica".
Helen Lieberman nunca se march¨®. Su encuentro con el peque?o Jeremy y su primera incursi¨®n en el universo siniestro de un distrito negro cambiaron por completo su vida. Ninguna amenaza, proviniera de los blancos o de los negros, iba a impedir a su coraz¨®n actuar. Volver¨ªa a Langa para construir colegios, abrir ambulatorios, organizar la distribuci¨®n de leche a los ni?os raqu¨ªticos, instalar fuentes de agua potable, lanzar programas de vacunaci¨®n. Cada d¨ªa, su coche aparece en el distrito cargado hasta arriba de alimentos caducados que recoge en los supermercados de Ciudad del Cabo para alimentar los est¨®magos hambrientos de los parias de un pa¨ªs que se siente orgulloso de haber conseguido el diamante m¨¢s grande del mundo y de tener m¨¢s oro que en todo el oeste americano. En numerosas ocasiones ha escapado de milagro a una muerte atroz. Un d¨ªa es una bomba colocada por la polic¨ªa blanca en una sala donde atiende a cientos de sus seguidores que explota milagrosamente con diez minutos de retraso, cuando la sala ya est¨¢ vac¨ªa. Otro, son los tres mil j¨®venes negros que, furiosos, rodean su coche. Helen est¨¢ segura de que la van a sacar de su asiento y la van a matar en nombre de todos los cr¨ªmenes que los blancos han cometido. Pero, en ese instante fatal, un joven negro con vaqueros salta sobre el cap¨® del coche con los brazos abiertos para detener a la multitud. "?Esta mujer es mi madre", grita en xhosa, "no le hag¨¢is da?o! Cuando mis padres murieron asesinados por los blancos, ven¨ªa cada d¨ªa y nos dejaba la comida delante de nuestra caba?a". Los manifestantes reconocen a V¨ªctor, el jefe de la banda m¨¢s importante del barrio. Enseguida retroceden.
Veinte a?os m¨¢s tarde, Helen Lieberman me lleva al campo de batalla de sus proezas. No me siento tranquilo. Diez a?os despu¨¦s del fin del apartheid, pocos blancos se aventuran a entrar en el laberinto de este barrio donde cada a?o se cometen cientos de asesinatos. Pero el coche de Helen es tal talism¨¢n que mi aprensi¨®n desaparece r¨¢pidamente gracias a los saludos que la gente lanza a su benefactora. Helen Lieberman es hoy d¨ªa el icono de Langa. Es el alma de Ikamva Labantu (El Futuro de Nuestra Naci¨®n), la organizaci¨®n privada de ayuda humanitaria m¨¢s importante de Sur¨¢frica, que fund¨® en 1962. Entre sus innumerables programas cuenta con m¨¢s de mil guarder¨ªas infantiles, trescientas escuelas de primaria, centros art¨ªsticos y deportivos, talleres de rehabilitaci¨®n, residencias para ancianos, para invidentes, para indigentes, para v¨ªctimas del sida... En total, m¨¢s de un mill¨®n de personas desfavorecidas se benefician de la obra creada por quien ha redimido un poco la conciencia de los blancos al rebelarse contra los opresores del apartheid. El presidente Mandela vino en 1998 para rendirle personalmente el homenaje de un pa¨ªs que se ha convertido en "la naci¨®n del arco iris".
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?Mandela! Una persona fuera de lo com¨²n que ha reincorporado a Sur¨¢frica en el concierto de los pa¨ªses civilizados. Un hombre de la dimensi¨®n humana y pol¨ªtica de Mahatma Gandhi, el libertador de la India. A escasos kil¨®metros del distrito de Langa, Helen Lieberman me ense?a la celda donde los blancos le tuvieron prisionero durante 27 a?os. La peque?a isla de Robben Island, a pocas millas n¨¢uticas de la bah¨ªa de Ciudad del Cabo, podr¨ªa ser un para¨ªso tur¨ªstico. De hecho, es el gulag que los ide¨®logos del apartheid escogieron para encerrar a sus opositores pol¨ªticos sin riesgo de que se escaparan. Hoy d¨ªa es el santuario del combate por la liberaci¨®n de ?frica que visitan antiguos compa?eros de Mandela que estuvieron all¨ª junto a ¨¦l detenidos. Uno de ellos me hace entrar en la celda que ocup¨® el l¨ªder negro, la 464/66. Me tumbo sobre la estera de sisal en la que vivi¨® diez mil noches de pesadillas; me siento ante el tablero que utilizaba como mesa en la que redactaba sus memorias clandestinas, sus llamamientos secretos a sus compa?eros que permanec¨ªan en libertad, sus cartas de amor a su esposa Winnie, a quien no pod¨ªa escribir m¨¢s que una vez cada seis meses. Acaricio los barrotes de acero que cerraban el ventanuco por el que se colaban los ¨²nicos rayos de luz que iluminaban la celda de Mandela durante tantos a?os... De pronto me doy cuenta de la eternidad del suplicio que aqu¨ª soport¨® el libertador de Sur¨¢frica. Una blanca, un negro. Helen, Nelson. Tengo a los dos h¨¦roes de una nueva y formidable aventura literaria. Pero ?por qu¨¦ la historia ha marcado a estos dos personajes con el destino excepcional con el que se trata a los h¨¦roes? ?Mi investigaci¨®n no ha hecho m¨¢s que empezar y promete muchas otras sorpresas!
La primera es la estatua de un joven mozo vestido con jub¨®n y cuello bordados con la que me encuentro en pleno centro de Ciudad del Cabo. Una placa explica que este importante personaje se llamaba Jean van Riebeeck, el primer blanco que desembarc¨® en la orilla del extremo sur del continente africano. La haza?a tuvo lugar en abril de 1652. Me lanzo con fervor tras las huellas de este pionero y descubro que lleg¨® en compa?¨ªa de una centena de compatriotas holandeses para plantar all¨ª... lechugas. En efecto, el escorbuto diezmaba a los marinos de los barcos de la Compa?¨ªa de las Indias Orientales de Amsterdam que cubr¨ªan la ruta del comercio de las especias. El aprovisionamiento de verduras frescas era una necesidad urgente. No me parece que esa aventura ¨²nicamente hort¨ªcola tuviera intenci¨®n de ser una conquista colonial. Y, sin embargo, es el motivo que empujar¨ªa a los blancos a una de las aventuras m¨¢s fant¨¢sticas de la historia moderna.
Las numerosas iglesias protestantes de Ciudad del Cabo me revelan que aquellos granjeros que vinieron de Amsterdam, y esos hugonotes franceses con los que se encontraron un poco m¨¢s tarde, eran disc¨ªpulos de un te¨®logo llamado Calvino que les hab¨ªa convencido de que pertenec¨ªan a "un pueblo elegido por Dios" para conquistar una nueva tierra prometida. Visito intrigado los museos que pudieran conservar algunos recuerdos de aquellos reci¨¦n llegados de raza blanca. En uno de ellos descubro una carreta con grandes ruedas. Esta reliquia me empuja a seguir la pista del "gran viaje" que, durante dos siglos, llev¨® a los primeros blancos a explorar el interior del continente.
Una aventura llena de peligros. A m¨ª mismo me falt¨® poco para perder la vida un d¨ªa por la ma?ana por culpa de uno de esos peligros... Mi mujer y yo desayun¨¢bamos en el lodge donde hab¨ªamos pasado la noche. De repente, entre nuestra habitaci¨®n y el comedor apareci¨® un grupo de ocho leones rugiendo. Un segundo m¨¢s tarde, las fieras nos hubieran devorado. Supimos que una turista norteamericana hab¨ªa fallecido una semana antes en este lugar atacada por uno de esos animales salvajes. ?Cu¨¢ntos de los que conduc¨ªan las carretas del "gran viaje" murieron en otro tiempo como consecuencia de las heridas de un le¨®n o de una pantera, por la mordedura de una serpiente o la picadura de una mosca tse-ts¨¦?
A medida que mi investigaci¨®n avanza por el interior del pa¨ªs, de sus ciudades y sus pueblos, me encuentro por casualidad con los recuerdos de los graves enfrentamientos que mantuvieron los primeros blancos y las tribus aut¨®ctonas. Cerca de Pietermaritzburg me ba?o en un r¨ªo llamado Blood Sang -R¨ªo de Sangre- en recuerdo de la sangre derramada por un grupo de colonos que fueron atacados por zul¨²es. Por suerte, mi peregrinaci¨®n por los caminos del pasado me conduce tambi¨¦n a lugares menos tr¨¢gicos. Como la granja de Transvaal, en cuyo patio 12 ni?os de 11 y 9 a?os que jugaban a la rayuela aquel 27 de mayo de 1867 encontraron una piedra que brillaba. ?Era un diamante de 20 quilates y medio! Un descubrimiento que hizo de Sur¨¢frica un Eldorado codiciado de pronto por todo el mundo. Las entra?as del pa¨ªs iban a revelar m¨¢s adelante un nuevo tesoro: el oro. Ciento treinta a?os despu¨¦s del primer hallazgo, desciendo en un ascensor ultrarr¨¢pido y presurizado al fondo de unas galer¨ªas de donde se extraer¨ªan las pepitas amarillas que dar¨ªan lugar a la megal¨®polis m¨¢s grande de Sur¨¢frica, Johanesburgo.
Los diamantes y el oro atrajeron a los s¨²bditos de la reina Victoria. Estall¨® una guerra salvaje que enfrent¨® a los ingleses y a los descendientes de los cultivadores de lechugas holandeses cuyo objetivo era la posesi¨®n de estas riquezas. Produjo decenas de miles de muertos y se llam¨® "la guerra de los b¨®ers". Hollywood ha realizado pel¨ªculas sobre este tema, y los art¨ªculos de Winston Churchill como corresponsal de guerra informando sobre las atrocidades que se cometieron en los dos bandos produjeron una gran indignaci¨®n en todo el mundo.
He podido apreciar que en el norte del pa¨ªs abundan los recuerdos que testimonian este conflicto. Un d¨ªa, en una vitrina del museo de una peque?a ciudad de la zona de Transvaal, veo un trozo de un hilo de hierro con pinchos met¨¢licos que pertenec¨ªa a la alambrada que los ingenieros de las f¨¢bricas de alambre brit¨¢nicas de Sheffield inventaron para cerrar uno de los primeros campos de concentraci¨®n de la era moderna en el que se encontraban prisioneros mujeres y ni?os b¨®ers. A la entrada del teatro de la peque?a ciudad de Bloemfontein, en el Estado de Orange, hay una peque?a placa conmemorativa que recuerda uno de los acontecimientos m¨¢s importantes de la historia surafricana. Aqu¨ª se reunieron el 8 de enero de 1912 los jefes de todas las grandes tribus negras para fundar el Congreso Nacional Africano, la emblem¨¢tica m¨¢quina que encarnaba la cruzada de los negros surafricanos por la conquista de sus derechos de igualdad y libertad. La misma cruzada que durante cincuenta a?os protagoniz¨® Nelson Mandela incluso desde su celda. Unos d¨ªas m¨¢s tarde, en la trastienda de un restaurante de Johanesburgo, descubro el lugar donde los blancos respondieron a la reuni¨®n de los negros de Bloemfontein. Fue el 5 de junio de 1918. Aquel d¨ªa, tres j¨®venes nacionalistas de treinta a?os decidieron crear la Liga de los Hermanos, una organizaci¨®n secreta cuyo objetivo era dirigir el futuro de la comunidad blanca. Para los 4 millones de blancos que se enfrentaban a 25 millones de negros, el futuro pasaba por la separaci¨®n total de los blancos y las otras comunidades.
Treinta a?os m¨¢s tarde, la victoria electoral de los blancos m¨¢s extremistas les otorgaba el poder necesario para imponer a los negros el sistema que encarnaba esa separaci¨®n. Era el apartheid, un r¨¦gimen racista inspirado en los m¨¦todos nazis que promulgar¨ªa 1.750 leyes y disposiciones para convertir a los negros en personas de segunda categor¨ªa con el fin de ser exiliados en reservas situadas en las regiones menos f¨¦rtiles del pa¨ªs. Hoy d¨ªa apenas queda gran cosa de los sesenta a?os de infamia que dur¨® el apartheid, salvo los restos de letreros que prohib¨ªan a las personas de color viajar en los vagones de los trenes reservados estrictamente a los blancos, sentarse en jardines p¨²blicos o frecuentar las playas no permitidas a las personas de color. Consegu¨ª leer el documento que re¨²ne todas las leyes del apartheid. Es tan voluminoso como la gu¨ªa telef¨®nica de una ciudad como Madrid. Una de las disposiciones m¨¢s sorprendentes ata?e a la voluntad del poder blanco de impedir a toda costa la mezcla sangu¨ªnea entre las razas blanca y negra. "Un hombre soltero de raza blanca que intente tener relaciones carnales con una mujer que no sea de raza blanca", reza una de las disposiciones, "se expone a una pena de siete a?os de prisi¨®n". Si una persona de color se atreviera a sentarse en un banco p¨²blico reservado a las personas de raza blanca, "cometer¨ªa una infracci¨®n penada con cinco a?os de prisi¨®n y diez latigazos".
Mi b¨²squeda tras los recuerdos del monstruoso r¨¦gimen me conduce un d¨ªa a un bosque de eucaliptos emplazado a quince kil¨®metros de Pretoria. En un peque?o cartel se puede leer: "Laboratorio de Investigaci¨®n Roodeplaat". En la ¨¦poca del apartheid, el capit¨¢n m¨¦dico Wouter Basson, una de las figuras m¨¢s siniestras del momento, dirig¨ªa este lugar altamente protegido que se encuentra detr¨¢s del muro. El laboratorio Roodeplaat no era un laboratorio de investigaci¨®n como los dem¨¢s. Era una f¨¢brica de muerte destinada a producir sustancias letales capaces de exterminar a millones de enemigos internos y externos de Sur¨¢frica. Basson, un aut¨¦ntico doctor Folamour, realizaba experimentos sobre todo con bacterias asesinas para eliminar a los negros siempre bajo la apariencia de una muerte natural. Adem¨¢s, introduc¨ªa venenos mortales en cualquier tipo de producto -cerveza, leche, cigarrillos, chocolate, entre otros- que consum¨ªan las comunidades de color. Asimismo invent¨® unos ingeniosos paraguas que disparaban unas peque?as bolas que inoculaban la variante pulmonar de la enfermedad del carb¨®n. A duras penas se puede creer: en el transcurso de un juicio que dur¨® dos a?os, la justicia absolvi¨® al monstruoso m¨¦dico por "falta de pruebas". Hoy d¨ªa es la persona m¨¢s protegida de Sur¨¢frica. Intent¨¦ entrevistarle, pero me fue imposible franquear la barrera de sus guardaespaldas. Tampoco pude visitar el laboratorio Roodeplaat donde se guardaban sus experimentos criminales y donde ped¨ª colaboraci¨®n para la investigaci¨®n de mi libro. Apenas manifest¨¦ mi deseo de entrar en el establecimiento, aparecieron por todas partes varios guardias armados con fusiles y acompa?ados de perros polic¨ªas, amenaz¨¢ndome con disparar si no sal¨ªa corriendo de all¨ª.
Los cr¨ªmenes cometidos durante el apartheid fueron tantos y tan horribles que resulta dif¨ªcil imaginar que una p¨¢gina tan terrible de la historia haya podido cerrarse sin un ba?o de sangre de venganza. Me parece un milagro que no haya sucedido as¨ª. Un milagro debido en gran parte a Nelson Mandela, quien, cuando sali¨® de la c¨¢rcel despu¨¦s de 27 a?os, convoc¨® a las distintas comunidades a aunarse en la "naci¨®n del arco iris"; Mandela, quien invit¨® a la ceremonia de investidura como primer presidente negro de Sur¨¢frica al juez y al fiscal blancos que treinta a?os antes le hab¨ªan condenado a prisi¨®n. Un milagro debido tambi¨¦n a seres excepcionales como el premio Nobel de la Paz Desmond Tutu, que puso en marcha la comisi¨®n Verdad y Reconciliaci¨®n, ante la que los autores de cr¨ªmenes pod¨ªan pedir perd¨®n a los familiares de sus v¨ªctimas.
Sur¨¢frica ¨²nica, maravillosa: nunca un pa¨ªs hab¨ªa hecho a la humanidad tal regalo de generosidad. Me entrevist¨¦ con varios blancos que tambi¨¦n hab¨ªan confesado los delitos cometidos durante la espantosa noche del apartheid. Al final de nuestra entrevista, la mayor¨ªa de ellos rompieron a llorar como si el recuerdo de sus cr¨ªmenes reavivara en ellos un sentimiento de horror ante la tragedia del pasado.
He dedicado Un arco iris en la noche a Helen Lieberman y a todos aquellos -blancos, negros, mestizos- que rompieron la opresi¨®n del apartheid e hicieron que la libertad, la fraternidad, la verdad y la reconciliaci¨®n triunfaran. Ojal¨¢ que el relato de tres siglos y medio de historia surafricana contados en este nuevo libro que he escrito con el coraz¨®n d¨¦ tambi¨¦n al lector ganas de descubrir este m¨¢gico pa¨ªs.
Traducci¨®n de Virginia Solans. 'Un arco iris en la noche' esta editado por Planeta. Ha salido a la venta esta semana, y el t¨ªtulo viene de la frase de Mandela tras 27 a?os de c¨¢rcel.
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