Peste de artistas
Por fortuna casi ning¨²n ni?o quiere ser de mayor artista o escritor, eso es algo que -con excepciones repelentes- se acaba siendo o se resulta ser. Desde luego yo, en la infancia, aunque me gustaba leer, creo haber respondido a la pregunta cl¨¢sica cualquier cosa menos: "Novelista". Pirata, futbolista, arque¨®logo (hab¨ªa ya antecesores de Indiana Jones), bandolero, domador de circo, tal vez hasta m¨¦dico en un arranque de insensatez... Ignoro lo que quieren ser de mayores los ni?os de hoy, pero estoy seguro de que tampoco aspiran a dedicarse a la literatura, la pintura o la m¨²sica "seria". M¨¢s les vale, porque, ahora como hace cincuenta a?os, les costar¨ªa identificarse con los artistas tal como suelen aparecer en las pel¨ªculas e incluso en los libros, y no desear¨ªan emularlos. Lo m¨¢s preocupante para quienes hemos resultado ser eso, novelistas o poetas o escultores o pintores o m¨²sicos, es que tampoco de adultos hemos visto muchos motivos para admirar a nuestros predecesores en tanto que personajes. Podemos admirar sus obras enormemente, pero rara vez nos caen bien cuando son sus vidas las contadas o representadas. No s¨¦ si es que el gremio ha tenido mala suerte o si somos efectivamente insoportables.
Lo cierto es que la imagen habitual de los artistas es la de gentes megal¨®manas y a menudo vocingleras, que sufren mucho y se cortan la oreja o que fingen sufrir y se arrastran histri¨®nicamente por el fango; que se toman muy en serio a s¨ª mismas y son por norma vanidosas, ambiciosas y tirando a mezquinas; que con inconcebible frecuencia caen en alguna adicci¨®n (alcohol, drogas, juego) que las lleva a conducirse de manera harto an¨®mala y da?ina para sus seres queridos; que no saben encajar debidamente el ¨¦xito ni el fracaso, y que requieren unas dosis de atenci¨®n enfermizas; que se meten en situaciones desaconsejables con gran empe?o y se adentran por sendas gratuitamente peligrosas, m¨¢s que nada por autodestructivas; tratan de ser ingeniosas o profundas sin pausa, lo cual parece muy fatigoso para ellas y abominable para quienes las rodean y para el lector o espectador; tambi¨¦n se afanan por mostrarse enigm¨¢ticas, lo cual es un aburrimiento; viven obsesionadas con lo que hacen y no existe nada m¨¢s para ellas. En fin, yo he visto a Scott Fitzgerald emborracharse a lo bestia con la cara de Gregory Peck; a Miguel ?ngel dar una lata incre¨ªble y col¨¦rica con la de Charlton Heston; a Picasso hacer el chorras sin descanso creo que con la de Jeremy Irons; a Beethoven ponerse grandilocuente y tieso con la de Ed Harris y a Mozart hacer el necio con la del olvidado Tom Hulce; y, en todo caso, resultar muy cargantes a Van Gogh, Rimbaud, Bob Dylan, Truman Capote, Frida Kahlo y su marido (bueno, con esta pareja no deb¨ªa de haber m¨¢s remedio) y a centenares m¨¢s, y la experiencia me ha servido, a t¨ªtulo estrictamente personal, para procurar no parecerme a ninguno de ellos en mi vida, aun a costa de privarme de rasgos que todav¨ªa muchas personas -ni?os no, pero s¨ª adolescentes y adultos pueriles- asocian con el talento o con la genialidad: a¨²n hay quienes creen que beber compulsivamente, inflarse a drogas o errar en coche por las carreteras los va a aproximar a Faulkner, a Lowry o a los predecibles Kerouac, Burroughs y Bukowski.
Por eso, en parte, me interesaba ver la serie de televisi¨®n alemana Los Mann, de 2001, que ha salido ahora en DVD. Thomas Mann no se distingui¨® por nada demasiado llamativo ni an¨®malo. Padeci¨® el exilio durante el nazismo, pero dentro de todo llev¨® una vida sin demasiados reveses ni penalidades, y razonablemente respetable. M¨¢s escandalosa fue la de su hijo Klaus, tambi¨¦n apreciable escritor, que acab¨® suicid¨¢ndose como su hermano Michael, pero ¨¦ste una vez ya muerto el padre. Por as¨ª decir, no hab¨ªa en el Thomas Mann personaje casi nada que se prestara a los excesos y exhibicionismos de los que no escapa ning¨²n artista cuando se lo retrata en el cine o en la literatura. "A ver si por una vez hay uno que me cae bien", pens¨¦. "Con quien pudiera apetecer tener trato". Pero no hab¨ªa de caer esa breva. Thomas Mann no aparece como iracundo ni hist¨¦rico, no se lo ve atormentarse ni asomarse a los "abismos de la creaci¨®n". Casi parece un notario o el due?o de una f¨¢brica, y su ¨²nica veleidad -para un padre de familia numerosa- es una homosexualidad abstracta que se manifiesta s¨®lo en miradas semifurtivas a j¨®venes bien parecidos. No muy vistoso, por fin cierta sobriedad. Y sin embargo su modelo tampoco invita a seguirlo, sino a rehuirlo: una especie de piedra p¨®mez, ¨¢spero y quebradizo, que ni siquiera se altera ante la primera tentativa suicida de su hijo Klaus. Un individuo solemne y pagado de s¨ª mismo, que recibe la noticia de la concesi¨®n del Nobel con chirriante naturalidad, como si fuera algo esperable o que se le adeudaba. Alguien consciente de su celebridad, que parece compartir la actitud de su mujer cuando ¨¦sta entrevista a una posible secretaria del escritor y le advierte: "Bueno, se le exigir¨¢ absoluta confidencialidad. Ya sabe, ?es Thomas Mann!". A juzgar por esta digna e interesante serie, el autor de La monta?a m¨¢gica puede que se levantara por las ma?anas y al mirarse en el espejo exclamara con reverencia: "?Soy Thomas Mann! Caramba". No s¨¦ si alguna vez lograremos ver o leer sobre un artista sin que ello nos lleve a preguntarnos si nuestra admiraci¨®n por la obra de semejante sujeto no ha de ser por fuerza una equivocaci¨®n.
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