Escenas de museo
Llegar¨¢ un d¨ªa, m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, en el que habr¨¢ una sublevaci¨®n general y probablemente victoriosa contra la tiran¨ªa de lo nuevo, contra la coacci¨®n y la angustia de no quedarse atr¨¢s, de estar al tanto de las propuestas rompedoras, de las ¨²ltimas tendencias, de lo nunca visto. Los curators estrellas se ver¨¢n forzados por la necesidad a implorar trabajo como bedeles en renacidas academias de dibujo art¨ªstico o como gu¨ªas de turismo. Algunos, los m¨¢s avispados, seguir¨¢n organizando bienales en apartados municipios, pero se habr¨¢n cambiado el nombre para eludir el oprobio, y en las reuniones de padres de la escuela de sus hijos dir¨¢n que se dedican a alg¨²n trabajo honrado. En los centros innumerables de arte contempor¨¢neo de las comunidades aut¨®nomas espa?olas se instalar¨¢n salones de bingo o museos de aperos de labranza y trajes regionales. Los cr¨ªticos de arte ahora m¨¢s punteros se apuntar¨¢n a cursillos de reeducaci¨®n en los que ir¨¢n aprendiendo, muy poco a poco, muy dolorosamente, a expresarse por escrito de manera inteligible. Tiendas de lienzos y de materiales art¨ªsticos, ahora sumidas en una penumbra en la que dependientes solitarios se sacuden tristemente las telara?as y el polvo de los mandiles grises, revivir¨¢n con la venta masiva de caballetes y paletas de pintor. Como siempre pasa en las revoluciones y en las contrarrevoluciones, se cometer¨¢n excesos: la Tate Modern y el MoMA compartir¨¢n una gran retrospectiva con las creaciones cer¨¢minas m¨¢s sobresalientes de la casa Lladr¨®; los pintores se har¨¢n fotografiar delante de sus caballetes, con boina y perilla, sosteniendo la paleta, vestidos con anchos blusones...
Un buen abrigo contra la convulsi¨®n permanente de lo ¨²ltimo son esos museos intermedios a los que casi nadie hace mucho caso
Los museos mayores viven en permanente zozobra. No quieren parecer museos, as¨ª que emprenden costosas operaciones de cirug¨ªa est¨¦tica
Ilusiones del pobre se?or, como dice la zarzuela. Mientras llega o no llega el momento en que el p¨¦ndulo, al cabo de un siglo, empiece a cambiar de sentido, un buen abrigo contra la convulsi¨®n permanente de lo ¨²ltimo son esos museos intermedios que hay en cualquier ciudad y a los que casi nadie hace mucho caso. Los museos mayores, hasta los m¨¢s s¨®lidos, viven en una permanente zozobra. En Am¨¦rica tienen que seducir a multimillonarios y que sacudirse de encima toda sospecha de que se han quedado anacr¨®nicos. En Europa la tranquilidad del dinero p¨²blico no mitiga, sino tal vez acent¨²a, el miedo al anacronismo, a dar la sensaci¨®n de que viven de espaldas a las ¨²ltimas tendencias, al p¨²blico m¨¢s joven.
Los museos no quieren parecer museos, que es lo que son en realidad, as¨ª que emprenden costosas operaciones de cirug¨ªa est¨¦tica encargando ampliaciones a las estrellas internacionales de la arquitectura, que los llenan de escaleras mec¨¢nicas y aspavientos de titanio. Y como muchos de ellos, luctuosamente, est¨¢n llenos de obras del pasado, sus directivos intentan disimularlo organizando exposiciones de motocicletas, de vestidos de noche, hasta de videojuegos. El Metropolitan de Nueva York corona cinco mil a?os deslumbrantes de arte, desde las figurillas de las C¨ªcladas y de las primeras tumbas egipcias hasta la mejor pintura americana del siglo XX, instalando en su terraza tres esculturas de gran tama?o de Jeff Koons, a saber: un globo en forma de perro, un coraz¨®n rosa de San Valent¨ªn, un caramelo en su envoltorio. El British Museum exhibe en sus salas de m¨¢rmoles griegos una escultura de Marc Quinn que representa a Kate Moss con una proliferaci¨®n de brazos y piernas contorsion¨¢ndose m¨¢s propia de la diosa Kali. Como en el caso de su compatriota Damien Hirst, los m¨¦ritos m¨¢s destacados de Marc Quinn se expresan en t¨¦rminos num¨¦ricos: la escultura, de oro macizo, pesa cuarenta y cinco kilos y est¨¢ valorada en dos millones de euros. Igual que el cr¨¢neo cubierto de diamantes de Hirst, la Kate Moss de Quinn es lo bastante banal como para despertar el entusiasmo de la cr¨ªtica m¨¢s sofisticada y lo bastante hortera como para atraer a los narcotraficantes, mercaderes de armas y plut¨®cratas rusos que son los ¨²nicos que pueden coste¨¢rsela.
Gracias a los caramelos de Koons, las Kate Moss de oro de Marc Quinn, los terneros y los tiburones en formol y los cr¨¢neos de diamante de Hirst, los grandes museos salen en todos los peri¨®dicos del mundo, y no en las mustias p¨¢ginas de cultura, sino en las de moda y en las de finanzas. Los museos medianos no salen nunca, o casi, a no ser que se robe en ellos alguna obra maestra menor que nadie sab¨ªa que tuvieran. En los grandes museos todo son may¨²sculas, multitudes de turistas, colas populosas atra¨ªdas por esas exposiciones que en los Estados Unidos se llaman ya como las pel¨ªculas de ¨¦xito masivo, blockbusters.
En los museos medianos, en los un poco menos c¨¦lebres, uno puede encontrarse en una sala silenciosa y desierta delante de una maravilla que no sab¨ªa que existiera, o no recordaba que estuviera aqu¨ª. Unos pasos crujiendo sobre el suelo de parquet avisan de la cercan¨ªa de otro visitante, o de un guarda que se nos aproxima por cautela. La perspectiva de las salas concluye en la claridad de un ventanal atenuada por un cortinaje, detr¨¢s del cual puede escucharse el rumor de la calle, de pronto muy lejano. Son museos instalados en palacios o caserones que se han quedado antiguos, igual que a veces las etiquetas al pie de los cuadros. Me acuerdo de la New-York Historical Society, en una de cuyas salas vi una vez, dentro de una urna, la hucha de lat¨®n pintada de rojo, amarillo y morado con la que Julius Rosenberg ped¨ªa dinero por la calle para los ni?os republicanos espa?oles. Me acuerdo del Museo L¨¢zaro Galdeano, con sus escenas de brujer¨ªa de Goya, con un retrato de fraile de Zurbar¨¢n que parece pintado ayer mismo, con un peque?o paisaje de Constable que s¨®lo puede apreciarse debidamente en un lugar as¨ª: una llanura inglesa, la curva ancha de un camino, una figura diminuta reposando a un lado, en una quietud como la que uno experimenta mirando el cuadro despacio, acerc¨¢ndose mucho a ¨¦l, sin agobio de nadie.
Pero en Madrid no hay mejor espacio para disfrutar la pintura con recogimiento que la Academia de Bellas Artes de San Fernando, que tiene algo de invisible a pesar de encontrarse en un edificio enorme, de pesadez ministerial, en el centro mismo de la ciudad y como fuera de ella. En los museos medianos se ve mejor esa pintura de oficio excelente que es como la serie B de la Historia del Arte, pero en la Academia de San Fernando est¨¢ adem¨¢s, como un coloso agazapado, don Francisco de Goya, m¨¢s sobrecogedor a¨²n porque es un Goya menos familiar que el del Prado: el de las escenas de Inquisici¨®n y de manicomio, el del retrato de Godoy, obsceno en su poder y en su insolencia f¨ªsica. En las salas deshabitadas de la Academia de San Fernando imagino una escena de una novela que no s¨¦ si llegar¨¦ a escribir, pero que veo en todos sus detalles: en un Madrid muy lejano de tranv¨ªas y pancartas pol¨ªticas dos amantes que se han citado all¨ª se buscan, oyen de lejos cada uno las pisadas del otro, se abrazan sin miedo a ser descubiertos, sin m¨¢s testigos que las infantas y santos espectrales de los cuadros, casi c¨®mplices suyos. -
Jeff Koons on the Roof. Metropolitan Museum.Nueva York. Hasta el 26 de octubre. www.metmuseum.org/. Statuephilia. Contemporary sculptors at The British Museum. Londres. Hasta el 25 de enero de 2009. www.britishmuseum.org/. Goya en la colecci¨®n permanente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, que tambi¨¦n exhibe la serie Juegos de ni?os de Francisco de Goya. rabasf.insde.es/
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