Diez a?os
Quiz¨¢ el m¨¦todo para conseguir que esa enorme masa de gente que afea las estad¨ªsticas de ¨ªndices de lectura le pierda el miedo a los libros pase por hacer que pierda el respeto a quienes los fabrican. Y cuando hablo de respeto no me refiero a ese socorrido elenco de normas que nos hace devolver el saludo al vecino de ascensor o ceder el puesto del autob¨²s a la viejecita que remolca sus varices, sino a la otra mitad de la palabra que se relaciona con el pedestal, con la figura legendaria que habla frente al estrado para una congregaci¨®n de devotos. Los libros ejercen un efecto malsano sobre quienes los escriben, sobre todo si les acompa?a el ¨¦xito o la edici¨®n comentada: las manos que pulsan el teclado del ordenador o empu?an la pluma pierden la sangre, se endurecen, se momifican, y acaban por convertirse en piezas de museo que alg¨²n cr¨ªtico no dudar¨ªa en amputar para atesorarlas en alg¨²n relicario.
El Romanticismo y sus afluentes nos contagiaron una doctrina p¨¦sima: la que promueve al autor a semidi¨®s, a ente sobrehumano que vive una existencia a medias, s¨®lo rozado por los problemas de hipoteca que abruman al resto de los mortales y que consume su tiempo en la tarea exclusiva de conversar con la eternidad. Para hacer que los libros entren en la vida de cada cual, para convertirlos en objetos serviciales y dom¨¦sticos, ser¨ªa preciso primero convencer a los supersticiosos de que el escritor, esa criatura oculta bajo las entradas de las enciclopedias, es tambi¨¦n un cong¨¦nere que suda, sufre indecisi¨®n y jaqueca y se atiborra de malos telefilmes en las tardes tediosas de domingo.
El d¨¦cimo cumplea?os del Centro Andaluz de las Letras, instituci¨®n auspiciada en su d¨ªa por Carmen Calvo con objeto de difundir la poes¨ªa y la narrativa aut¨®ctonas, constituye un evento feliz por muchos motivos, aunque yo desear¨ªa centrarme sobre todo en uno. Exposiciones, conferencias, coloquios en sedes oficiales son iniciativas que forman parte habitual de cualquier sigla dedicada a la promoci¨®n de la cultura; el CAL, sin embargo, ha conseguido algo m¨¢s en un terreno que hasta la fecha permanec¨ªa sin pisar: aproximar la literatura al p¨²blico, a todos los p¨²blicos, colocando al literato entre la multitud de sus convecinos.
Sin rubor confieso mi orgullo por haber participado, y seguir haci¨¦ndolo, en el Circuito Literario Andaluz, cuya misi¨®n consiste, desde la fundaci¨®n de este organismo, en obligar a peregrinar al autor por la geograf¨ªa de la comunidad intentando convencer al profano de que sus libros merecen la pena de que se los lea. Gracias a dicho impulso, residencias de jubilados, talleres, grupos de alfabetizaci¨®n e institutos de secundaria han aprendido que el escritor est¨¢ hecho de la misma carne y el mismo hueso que el resto de la pobre humanidad, y que lo que se esconde detr¨¢s de las solemnes p¨¢ginas de una novela es una persona concreta, cercana y trivial que tambi¨¦n teme el silencio de la soledad y que trata de remediarla mediante los suced¨¢neos aparatosos de la ficci¨®n.
Ese encuentro cara a cara posee la virtud de devolver al creador al mundo al que pertenece, logro que no s¨®lo deben agradecer quienes le leen: porque el escritor padece a menudo la tentaci¨®n de creerse solo en la Tierra, de enclaustrarse en la famosa torre de marfil y olvidarse de que su labor posee un objetivo y una orilla ¨²ltima, a saber, esos ojos que recorrer¨¢n sus frases en la intimidad del dormitorio o del sill¨®n de orejas y cuyos aburrimiento y devoci¨®n tambi¨¦n han de ser tenidos en cuenta por todo profesional responsable. Por eso me felicito de estos diez a?os de circuito y conf¨ªo en que se conviertan en otros diez, en veinte y treinta m¨¢s. Escribir y leer son actos paralelos y sim¨¦tricos, que se necesitan el uno al otro. El resto no es silencio, sino clubes de lectura.
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