Aquel verano de 1953
Durante el verano de 1953, en la terraza del hotel Voramar se estaba rodando una pel¨ªcula ambientada en la ¨¦poca de entreguerras, y varios cables conectados al generador, que no cesaba de zumbar, cruzaban la amplia terraza hasta la escalinata guardada por un le¨®n de escayola. En la playa, al pie de la escalinata, se hallaban instalados los focos, las pantallas y las c¨¢maras. Por all¨ª se agitaban los t¨¦cnicos del equipo rodeados de turistas curiosos en traje de ba?o, y sobre la balaustrada se perfilaban algunos figurantes, se?oras con pamelas, corpi?os y abanicos que iban del brazo de caballeros con cuellos de porcelana y sombreros de paja dura, representando a ba?istas muy felices.
La acci¨®n de la pel¨ªcula transcurr¨ªa en el a?o 1918. Familias burguesas pasaban sus vacaciones en este balneario. Aquellos veraneantes, sentados en sillones blancos de mimbre, entre refrescos de granadina, hablaban de novenas de ba?os, de c¨¢lculos de ri?¨®n, de aguas saludables para la vejiga, y a la hora de discutir de pol¨ªtica se divid¨ªan todav¨ªa en dos bandos: unos hab¨ªan sido angl¨®filos y otros german¨®filos respecto a la guerra europea reci¨¦n terminada. Una madre estaba empe?ada en casar a su hija adolescente con un estudiante de ingenier¨ªa de caminos, v¨¢stago de una familia muy rica, pero la ni?a se negaba a crecer y prefer¨ªa seguir jugando con los chicos de su pandilla. La protagonista, una adolescente bell¨ªsima, me ten¨ªa obsesionado. Desde la terraza de mi habitaci¨®n la ve¨ªa entrar y salir de escena; segu¨ªa todos sus movimientos, trataba de encontrarme con su mirada en los pasillos y algunas noches so?aba con ella. En la pel¨ªcula se enamoraba de un muchacho gordito de su misma edad, sin porvenir en la vida, al que ese a?o hab¨ªan suspendido en todas las asignaturas. Hab¨ªa una escena en que la ni?a daba leng¨¹etazos morbosos, demorados, llenos de inocente malicia a un cucurucho de helado de chocolate. Pero este delirio por aquella criatura se me esfum¨® muy pronto.
Fuera de la ficci¨®n, entre los hu¨¦spedes del hotel hab¨ªa un matrimonio franc¨¦s con una hija que ten¨ªa la cara de perrita lul¨², con la naricilla, la cola de caballo y unas gre?as en la frente. Llevaba un pantal¨®n corto muy ajustado y sus senos apenas cuajados parec¨ªan fluctuar sueltos y libres bajo la camisa de seda. Dec¨ªa que era artista y que en Francia hab¨ªa trabajado en varias pel¨ªculas. Todos los d¨ªas se acercaba al set para ofrecerse a salir gratis en alguna secuencia, pero el director hab¨ªa ordenado que se mantuviera a raya a aquella turista tan pesada para que dejara de molestar. El ayudante se lo hizo saber a ella y tambi¨¦n a su madre, tan recalcitrante como su ni?a; en cambio, el padre parec¨ªa hacerse cargo de la situaci¨®n y ped¨ªa excusas a unos y otros para hacerse perdonar.
-Mi hija est¨¢ loca por el cine. Me da muchos problemas. No podemos hacer nada -dec¨ªa.
Yo ten¨ªa entonces 17 a?os y me divert¨ªa asistir por primera vez al rodaje de una pel¨ªcula, pero mi mayor aventura de aquel verano consist¨ªa en o¨ªr las historias que me contaba el doctor Luis Aymerich en la terraza del hotel Voramar, cuando los cineastas daban por terminada la sesi¨®n, apagaban el generador y al volver el silencio a la tarde s¨®lo se o¨ªan los golpes del oleaje y el arrastre de la resaca sobre los cantos rodados, semejante al sonido que yo hac¨ªa al sorber con la paja los posos de hielo del granizado de lim¨®n.
Con su melena blanca aleonada, este doctor de medicina general se hab¨ªa erigido en la conciencia viva de las villas de Benic¨¤ssim, que en esa ¨¦poca se hallaban habitadas con todo esplendor por una burgues¨ªa provinciana, en algunos casos acrecentada por los nuevos negocios propiciados por la dictadura de Franco. Uno de los peces gordos del r¨¦gimen, que adem¨¢s era arist¨®crata con t¨ªtulo papal, sol¨ªa sentarse a pocos metros de la terraza del hotel, en una silla de lona, bajo un sombrajo de brezo montado s¨®lo para ¨¦l en la playa. Llevaba chaqueta de pijama con trabillas de h¨²sar y gafas negras de espejo. Permanec¨ªa inm¨®vil como un ¨ªdolo, al que unas doncellas con delantal y guantes blancos, cofia y pu?os almidonados, cruzando la arena trabajosamente con zapatos de tac¨®n por la pasarela de madera, le tra¨ªan desde su villa, cuando sonaban las campanadas del ¨¢ngelus en un oratorio cercano, la ofrenda de un martini rojo con olivas sevillanas. A cierta distancia detr¨¢s de su cogote se paseaba una pareja de la Guardia Civil con todos sus arreos charolados, que soltaban destellos bajo la luz de agosto. El ¨ªdolo nunca se ba?aba en el mar. Parec¨ªa ajeno al mundo, siempre con el rostro imp¨¢vido hacia el horizonte, y en sus gafas negras de espejo se reflejaban los ni?os que levantaban castillos en la arena, alg¨²n balandro, parejas pedaleando en un patinete e incluso el vuelo de las gaviotas. S¨®lo mov¨ªa la cabeza a derecha e izquierda para seguir con la mirada a aquella linda francesita, aspirante a artista de cine, que pasaba por delante una y otra vez en un ba?ador blanco sin tirantes. El primer d¨ªa se hab¨ªa presentado en la playa con un biquini rojo, un atuendo que en Espa?a s¨®lo se conoc¨ªa de o¨ªdas como una prenda que luc¨ªan las artistas en Cannes. A su alrededor comenz¨® a adensarse un grupo de curiosos cada vez m¨¢s dilatado. Caus¨® tanto esc¨¢ndalo, que la Guardia Civil, que proteg¨ªa al pez gordo, cubri¨¦ndola con una toalla tuvo que escoltarla hasta el hotel para que se cambiara.
El doctor Aymerich era feliz con tal de que le dejaras hablar sin importarte que se metiera en largas digresiones o se demorara en detalles irrelevantes. Gracias a sus pl¨¢ticas, en las que a veces se sorb¨ªa la saliva en el momento de aspirar asm¨¢ticamente el resuello, me enter¨¦ de que John Dos Passos no quiso coincidir en el Voramar con Hemingway porque ya estaban peleados y andaban uno huyendo del otro, pero s¨ª vino la escritora norteamericana Dorothy Parker, que era la diva de los c¨ªrculos de intelectuales y artistas de Nueva York. La terraza estaba llena de milicianos y de brigadistas con piernas escayoladas y cabezas vendadas, todos mezclados. Algunos asist¨ªan al concierto tumbados en camillas con heridas recibidas en el frente de Madrid. Parece que Dorothy Parker vivi¨® aqu¨ª una intensa pasi¨®n de tres d¨ªas con uno de los milicianos, un tal Juanito Ruano. Despu¨¦s del concierto cogi¨® de la mano a este soldado convaleciente, que por lo visto era el m¨¢s guapo de todo el hospital, y se lo llev¨® hacia la oscuridad de la playa.
-En el cristal de la alacena de Juanito Ruano -me dijo el doctor Aymerich- puede que haya una foto amarilla con la escritora cogida de su brazo y la cabeza doblada sobre su hombro, con el rostro feliz. El hombre se salv¨® de la herida de bala en la cabeza de puro milagro, pero no se ha recuperado a¨²n de aquella aventura. Todav¨ªa va contando la historia por los bares de Castell¨®n, y como nadie sabe qui¨¦n era Dorothy Parker, la gente lo toma por loco. En los hospitales de sangre el sexo suele ser fren¨¦tico, muy desesperado. Este pa¨ªs ol¨ªa a muerte por todas partes, pero, en medio de la agon¨ªa, en este hotel hubo momentos muy bellos y pasiones muy primitivas. Los mejores artistas y escritores del mundo en la guerra estaban de nuestra parte. Hemingway estuvo hospedado aqu¨ª al lado, en Villa Amparo, con una novia periodista muy guapa, Martha Gellhorn creo que se llamaba.
Record¨¦ los consejos del doctor Aymerich. ?Qu¨¦ necesidad ten¨ªa de imaginar nada? Pod¨ªa describir el hotel Voramar con todo detalle, los azulejos de Manises con la rosa de los vientos en la entrada, las l¨¢mparas de globo con volutas doradas, los muebles, las alfombras, las cortinas floreadas, las ninfas de escayola, el le¨®n que guardaba la escalinata, las conversaciones anodinas de los veraneantes sentados en la terraza frente al mar y a m¨ª mismo contemplando desde la terraza de la habitaci¨®n el rodaje de la pel¨ªcula.
La adolescente protagonista a veces se cruzaba en la escalinata con la hija del matrimonio franc¨¦s, una muchacha de una belleza muy moderna que ese verano se convirti¨®, sin duda, en la presencia er¨®tica de la playa, Pod¨ªa imaginar c¨®mo ser¨ªa su vida si un d¨ªa lograba alcanzar sus sue?os. Pod¨ªa convertirla en una gran estrella de Par¨ªs o en una madre de familia numerosa de clase media que contaba a sus vecinas con orgullo lo bien que le sal¨ªan las croquetas. Empec¨¦ la historia describi¨¦ndola como la chica de la playa que mont¨® un esc¨¢ndalo por llevar el primer biquini de la historia de nuestro pa¨ªs y exhibirlo con una inocencia explosiva. Despu¨¦s lo hab¨ªa sustituido por un traje de ba?o, el ¨²nico modelo que no llevaba tirantes y recog¨ªa los senos como dos cucharadas de flan, y apoyado milagrosamente en ellos contra la ley de la gravedad permit¨ªa ver toda la espalda y los hombros desnudos llenos de pecas rosadas. Quise darle el nombre aut¨¦ntico en el relato y pregunt¨¦ c¨®mo se llamaba. En recepci¨®n me dijeron que su padre estaba inscrito en el hotel como se?or Bardot. Ella se llamaba Brigitte. No me gustaba su apellido. En vez de Brigitte Bardot la llamar¨ªa Antoinette Pascal, que sonaba m¨¢s literario. Su gran haza?a consist¨ªa en ser la ¨²nica chica de la playa que lograba mover la cabeza de madera atornillada al cuello del ¨ªdolo franquista, a derecha e izquierda, cuando se paseaba por delante con el traje de ba?o rojo por el borde del agua. Aparte de eso no supe qu¨¦ hacer literariamente con aquella criatura, salvo anotar las palabras libidinosas que soltaban algunos se?ores a su espalda contemplando con la baba ca¨ªda las curvas mortales de su pantal¨®n ce?ido.
Por unos d¨ªas la tropa de cineastas desapareci¨® del hotel Voramar para rodar exteriores en otro lugar y yo me olvid¨¦ de aquella actriz adolescente de la que me hab¨ªa enamorado. Los veraneantes recuperaron la tranquilidad, cuyo tedio s¨®lo se alteraba con las verbenas de los s¨¢bados, amenizadas por un vocalista que masticaba lentas melod¨ªas bajo gallardetes de la bandera espa?ola. C 'est si bon, cantaba. Y el viento se llevaba su voz de caramelo hacia la oscuridad del mar y all¨ª se ahogaba.
El pez gordo, don Aquilino de Sostieles, hab¨ªa anunciado una gran chocolatada en su villa para el ¨²ltimo d¨ªa del mes en que dar¨ªa por terminadas sus vacaciones antes de regresar a Madrid. Entre algunas familias conocidas del hotel y los propietarios de las villas se estableci¨®, como todos los a?os, una pugna sorda por conseguir una invitaci¨®n a esa merienda, que marcaba el aut¨¦ntico nivel social de aquella burgues¨ªa provinciana. Varias tazas de chocolate por persona, toda clase de boller¨ªa, una pi?ata para los ni?os en el jard¨ªn de atr¨¢s bajo las palmeras centenarias, y baile con gramola en el sal¨®n con muchos tangos y pasodobles eran una cima s¨®lo coronada por unos pocos privilegiados. El doctor Aymerich se divert¨ªa haci¨¦ndome ver la estrategia de que se serv¨ªan algunas madres para colocar a sus hijas en aquella fiesta donde se pod¨ªan emparejar con los v¨¢stagos de los mejores apellidos de Valencia. Peque?as pasiones de verano, dec¨ªa.
-Puede que este a?o a esa chocolatada asista incluso un asesino convicto y confeso -a?adi¨® muy misterioso el doctor Aymerich.
Con suficiente antelaci¨®n, algunos clientes del hotel Voramar recibieron una invitaci¨®n para la chocolatada, fin de verano. Un sobre azul con el escudo de Espa?a en el ¨¢ngulo superior izquierdo conten¨ªa una tarjeta de ribetes dorados en la que dec¨ªa en letra redondilla que el excelent¨ªsimo se?or don Aquilino de Sostieles, conde de Larqu¨¦s, y se?ora ten¨ªan el gusto de invitarle a la fiesta de despedida de vacaciones en su villa Lucila, el ¨²ltimo s¨¢bado de agosto, a las siete de la tarde. En los sillones de la terraza, los elegidos se mostraban unos a otros la cartulina con orgullo. Un enviado del pez gordo pregunt¨® en conserjer¨ªa el nombre y la habitaci¨®n de aquella francesita con cola de caballo y cara de lul¨² que obligaba a volver la cabeza a aquel ¨ªdolo de madera en la playa. El chico tra¨ªa tambi¨¦n una invitaci¨®n para ella y su familia. La direcci¨®n del hotel le comunic¨® que los se?ores Bardot y su hija Brigitte seguramente se sentir¨ªan muy halagados de asistir a esa chocolatada porque, al parecer, en Benic¨¤ssim se estaban aburriendo como ostras.
Algunas tardes iba con el doctor Aymerich a la f¨¢brica de licor carmelitano o me llevaba en su coche al Desierto de las Palmas. Al doctor le gustaba o¨ªr de boca del prior del convento los casos m¨¢s extra?os de vocaci¨®n de algunos novicios. Cerca del convento hab¨ªa unas ruinas muy rom¨¢nticas de un monasterio anterior derruido por un terremoto en el siglo XVIII, y esparcidas por la falda de la monta?a a¨²n quedaban ermitas de los primeros cenobitas que se retiraban all¨ª para meditar durante varios d¨ªas acompa?ados tan s¨®lo de un mendrugo de pan y un poco de agua. El padre prior, que era a medias relamido y campechano, nos cont¨® que aquel verano estaban pasando por una grave contrariedad. La regla del convento prohib¨ªa el acceso de mujeres a todo aquel ¨¢mbito, una medida que hab¨ªa comenzado a relajarse por culpa de los nuevos malos tiempos. De hecho, cuando los novicios sal¨ªan a pasear por la pinada en horas de asueto y se ve¨ªa ascender por las curvas de la monta?a un autob¨²s cargado de turistas, del que sol¨ªan apearse chicas extranjeras en pantalones, con los hombros y axilas al aire, el prior estaba obligado a encerrar precipitadamente a los novicios dentro de las tapias, como hace el pastor con las ovejas en el aprisco cuando se ve que se acerca una tormenta. El d¨ªa anterior hab¨ªa llegado una familia de franceses, unos padres con su hija en un Dauphine, y se hab¨ªa armado un revuelo entre un grupo de novicios. La belleza extraordinaria de esa chica los dej¨® verdaderamente alelados, era toda ella un pecado mortal.
-?Ten¨ªa cara de perrita lul¨², con cola de caballo? -pregunt¨¦.
-M¨¢s que de perrita yo dir¨ªa que ten¨ªa cara de gata -contest¨® el prior.
-Es la francesa, seguro -dijo el doctor.
-La verdad es que no se puede ir por el mundo con esos pantalones tan ajustados. Anoche, en el refectorio, los novicios estaban exaltados y algunos hicieron comentarios de los que tendr¨¢n que confesarse. Y no quiero decir nada de los malos pensamientos que esa gata habr¨¢ provocado en estas almas c¨¢ndidas.
Pero a fin de cuentas la excursi¨®n de los se?ores Bardot con su hija Brigitte al monasterio s¨®lo dur¨® una hora. Se pasearon bajo los pinos, tomaron un refresco en la cantina de la hospeder¨ªa, contemplaron el panorama y se fueron. En esos d¨ªas el prior pasaba por un asunto mucho m¨¢s enojoso. En una de aquellas ermitas, colgada sobre un precipicio como un nido de halcones, se hab¨ªa instalado una mujer abandonada por uno de los novicios. Hab¨ªan sido novios cuatro a?os, iban a casarse, ella ten¨ªa ya el ajuar completo con sus iniciales bordadas en las s¨¢?banas, en la parroquia se hab¨ªan proclamado las amonestaciones e incluso la familia ya hab¨ªa comprado el chocolate y los rollos careados para el banquete de boda, pero dos d¨ªas antes de la ceremonia al novio le hab¨ªa dado el rapto y desapareci¨® despu¨¦s de dejar una carta en la que dec¨ªa haber recibido una llamada celestial que le forzaba a tomar los h¨¢bitos de carmelita. La novia hab¨ªa conseguido dar con su paradero y parec¨ªa empe?ada en rescatarlo. El prior hab¨ªa llamado a la Guardia Civil para desalojarla de la gruta, pero ella se hizo fuerte y desde lo alto de la monta?a a veces le daba por gritar el nombre de su novio. Cuando ve¨ªa llegar a la Guardia Civil la mujer se echaba al monte, y pasado el peligro volv¨ªa a la gruta, y en las noches en que el amor le daba como una fiebre en el cerebro gritaba el nombre y por todo el valle se o¨ªa: "??An... tooo... nio, te... quieee... roo!! ??Sal de ah¨ª!!". El nombre de su novio lo devolv¨ªan varios ecos, saltaba la tapia del convento y llegaba hasta su celda. El caso rayaba con la novela g¨®tica.
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