Morir en fila
El diario de un padre capuchino detalla el horror de la represi¨®n franquista en Zaragoza
La religi¨®n y el patriotismo ampararon la matanza de varios miles de ciudadanos en Zaragoza durante la Guerra Civil y la posguerra. A cientos de ellos nunca se les inscribi¨® en el registro de defunciones, mientras que otros muchos aparecieron como "hombre o mujer sin identificar". Al principio, en los meses que siguieron a la sublevaci¨®n militar, ese terror no necesit¨® de procedimientos ni garant¨ªas previas. S¨®lo 27 de las 2.598 v¨ªctimas registradas en 1936 pasaron por consejos de guerra. A veces, las autoridades judiciales se presentaban para proceder al levantamiento de cad¨¢veres, pero lo normal en esos primeros momentos es que quedaran abandonados a orillas del canal Imperial, en los descampados de Valdespartera o en los barrios rurales que rodeaban a la capital.
Muchos familiares intentaban salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban eran falsas promesas, enga?os
Unos meses despu¨¦s, puestos ya en marcha los juzgados militares, legalizado el asesinato por las autoridades golpistas, las ejecuciones se realizaban en las tapias del cementerio de Torrero, muy cerca de la c¨¢rcel. Fue testigo de ello Gumersindo de Estella, un padre capuchino que se encarg¨® de la "asistencia espiritual a los reos" y que escribi¨®, en forma de diario, unas memorias estremecedoras en las que describe el rito cotidiano de los fusilamientos, las confidencias de los condenados a muerte o la actitud de una parte del clero cat¨®lico, empe?ado "en acreditar con su sello divino una empresa pasional de odio y violencia".
La capilla de la c¨¢rcel de Torrero de Zaragoza era en realidad un local destinado a "sala de jueces", donde los d¨ªas en que hab¨ªa ejecuciones se improvisaba un altar con lo necesario para la misa. Un retrato de Franco presidi¨® la ceremonia hasta que a mediados de 1938 Gumersindo de Estella consigui¨® que fuera retirado, tras haber se?alado insistentemente a las autoridades que "la presencia de Franco en la capilla y en su altar como santo crispaba los nervios de los reos y les causaba feroz indignaci¨®n porque sab¨ªan que las sentencias de muerte eran firmadas por ¨¦l".
Entraban los presos en capilla alrededor de las cinco de la ma?ana. El sacerdote hablaba con ellos, les preguntaba por sus familias, por la causa de la muerte y sobre todo si practicaban la religi¨®n. Algunos aceptaban la confesi¨®n y la comuni¨®n "con recogimiento envidiable". A otros hab¨ªa que convencerles de la necesidad de "buscar consuelo en lo sobrenatural". Hab¨ªa quienes no admit¨ªan di¨¢logo o se negaban a recibir auxilio espiritual. "No se?or, no me invite a practicar la religi¨®n", le dijo un reo el 11 de junio de 1938. "Las derechas est¨¢n matando en nombre de la religi¨®n y hacen la guerra en nombre de la religi¨®n. Y una religi¨®n que les inspira tanta crueldad, no la quiero".
A las seis de la ma?ana, los guardias civiles comenzaban "la faena" de atarles las manos. De la c¨¢rcel los trasladaban a las tapias del cementerio en una camioneta. Durante el corto recorrido, continuaban sin cesar los "ayes lastimosos" que el sacerdote trataba de calmar d¨¢ndoles a besar el crucifijo. Los acompa?aba hasta que eran colocados en fila mirando a la tapia. Tras caer derribados por los tiros del pelot¨®n de fusilamiento, les daba la absoluci¨®n y la extremaunci¨®n antes de que el teniente de turno se acercara y descargara "dos o tres tiros de pistola en la cabeza".
Los que iban a morir le contaban a menudo, minutos antes de los fatales disparos, que hab¨ªan sido denunciados por sus vecinos, con cualquier pretexto, rencillas personales, pol¨ªticas, de negocios, que dejaban las manos libres al denunciante mientras al otro lo met¨ªan en la fosa. Cuando le confesaban que la denuncia hab¨ªa salido del cura, el padre Gumersindo reflexionaba sobre el da?o que ese comportamiento hac¨ªa a la religi¨®n. ?l, como cristiano y sacerdote, "sent¨ªa repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no pod¨ªa aprobarlos", una actitud que contrastaba con la de otros religiosos, "incluso superiores m¨ªos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no s¨®lo aprobaban cuanto ocurr¨ªa, sino aplaud¨ªan y prorrump¨ªan en vivas con frecuencia".
Nada cambi¨® con el final de la guerra, el 1 de abril de 1939: el mismo rito de la muerte, la farsa de los juicios, la desesperaci¨®n de los presos inocentes. Muchos familiares remov¨ªan Roma con Santiago para salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban eran largas, falsas promesas, macabros enga?os. Como le sucedi¨® a aquella madre que fue el 12 de febrero de 1940 a hablar con Gumersindo de Estella. Estaba contenta porque hab¨ªa sido muy bien recibida en Madrid y confiaba en que su hijo iba a ser indultado. "?Infeliz!", anotaba en su diario el fraile capuchino, no sab¨ªa la madre que su hijo, Juan Garc¨ªa Jariod, escribiente de Caspe de 22 a?os, ten¨ªa la sentencia de muerte firmada por Franco y hab¨ªa sido remitida a Zaragoza para su ejecuci¨®n. Fue fusilado al d¨ªa siguiente, 13 de febrero, junto a ocho condenados. Tres d¨ªas despu¨¦s de su muerte lleg¨® el indulto.
Era tanto el exceso asesino que hasta perfeccionaban el escenario. El 6 de noviembre de 1939, cuando Gumersindo de Estella lleg¨® al cementerio acompa?ando a los 16 condenados de ese d¨ªa, observ¨® una novedad. Hab¨ªan levantado una larga valla de tablones de m¨¢s de dos metros de alto. Y entre esa valla y la tapia quedaba un espacio de un metro que hab¨ªa sido llenado de tierra. Las miles de balas descargadas desde julio de 1936 hab¨ªan destrozado la tapia y los disparos traspasaban ya la pared, alcanzando a los ata¨²des de los nichos del cementerio.
La mayor¨ªa de esos fusilados que constan en los libros de registro del cementerio -m¨¢s de 3.000 durante la guerra y casi 500 durante la posguerra- fueron enterrados en fosas comunes. All¨ª permanecieron durante la dictadura de Franco, mientras que ya en 1941 se construy¨® en el cementerio una capilla-osario para los "ca¨ªdos de la Cruzada de liberaci¨®n" y unos a?os m¨¢s tarde, en 1953, se levant¨® en la plaza del Pilar un gran "monumento a los h¨¦roes y m¨¢rtires de nuestra gloriosa Cruzada".
En 1979, al efectuar unas obras en el cementerio, se descubrieron dos grandes zanjas de 500 metros de longitud por dos de anchura con los restos de numerosos asesinados. En aquella Espa?a reci¨¦n salida de la dictadura nada se hizo por identificarlos, localizar a sus familias, darles una digna sepultura. Con algunas excepciones, los restos fueron trasladados a otra fosa com¨²n, enterrados de nuevo en el silencio, aunque el primer Ayuntamiento democr¨¢tico de Zaragoza levant¨® all¨ª un monolito en memoria de "cuantos murieron por la libertad y la democracia". En ese mismo cementerio, hoy, en su entrada principal, lo primero que el visitante contempla es la gran cruz del monumento a los h¨¦roes y m¨¢rtires de la Cruzada, trasladado all¨ª en 1992 desde la plaza del Pilar.
Son los diferentes recuerdos y memorias de aquella guerra y de la larga posguerra, unos omnipresentes y los otros ocultos, silenciados, recuperados con agrios debates pol¨ªticos. Porque hay quienes creen todav¨ªa que desenterrar ese pasado, reconocer a esas v¨ªctimas de la guerra y de la dictadura, es "resucitar fantasmas de la peor historia de Espa?a y suscita rencores y divisiones", como dijo hace poco un concejal del PP del Ayuntamiento de Zaragoza. No se trata de fantasmas, sin embargo, sino de miles de v¨ªctimas masacradas en nombre del orden, la patria y la religi¨®n. Son el rostro visible de una historia que la democracia no puede olvidar.

Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.