La aventura colonial
PIEDRA DE TOQUE. Catorce naciones regalaron en 1885 un inmenso territorio al rey de los belgas, Leopoldo II. Congo vivi¨® un horror comparable al Holocausto, sin que haya reca¨ªdo sobre el monarca ninguna sanci¨®n moral
Durante muchos siglos, la empresa colonial fue transparente: un pa¨ªs, aprovech¨¢ndose de su fuerza, invad¨ªa a otro m¨¢s d¨¦bil, se apoderaba de ¨¦l y lo saqueaba. Nadie pon¨ªa en cuesti¨®n semejante estado de cosas porque se trataba de algo que se ven¨ªa practicando desde la noche de los tiempos y todos, colonizadores y colonizados, aceptaban o se resignaban a esta cruda realidad como a una fatalidad inevitable, consustancial a la historia.
El descubrimiento y conquista de Am¨¦rica por los europeos introduce una importante variante. Por primera vez y por razones religiosas el colonizador se interroga a s¨ª mismo sobre la justicia de la empresa colonizadora y, en acalorados debates de juristas y te¨®logos, se arma de razones, humanas y divinas, para justificar sus conquistas. Desde entonces, sin dejar de ser lo que fue siempre, es decir, un acto de fuerza y de rapi?a, la colonizaci¨®n se atribuye a s¨ª misma una misi¨®n evangelizadora y civilizadora: desanimalizar a quienes viven en estado feral y humanizarlos gracias al cristianismo y a la cultura occidental que aqu¨¦l inspira. Para que este objetivo tenga alg¨²n viso de realidad es imprescindible establecer como un hecho indiscutible, cient¨ªfico, que el colonizado carece de los conocimientos y luces indispensables para juzgar por s¨ª mismo lo que m¨¢s le conviene, pues se trata de un ser desvalido y primario cuyos intereses y conveniencias son mejor percibidos por la potencia que a partir de ahora ejercer¨¢ sobre ¨¦l la tutela colonial, una forma de autoridad ben¨¦vola.
Leopoldo II convirti¨® B¨¦lgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro
Hace un a?o que leo testimonios y no me cabe en la cabeza una monstruosidad tan atroz
Sin embargo, en el siglo XIX, las empresas coloniales europeas en el ?frica y el Asia olvidan casi este prurito de justificaci¨®n religiosa y moral e invaden y ocupan territorios, que empiezan a explotar de inmediato, sin otra explicaci¨®n que la necesidad de proveerse de materias primas, ampliar sus mercados o contrarrestar el crecimiento y poder¨ªo de los imperios rivales. Cuando Hitler, en Mi lucha, explica que en el programa del Partido Nacional Socialista figura en lugar prominente la adquisici¨®n, por las buenas o las malas, de colonias para instalar los excedentes demogr¨¢ficos del pueblo alem¨¢n, no hace m¨¢s que poner sobre papel lo que casi todas las grandes potencias europeas hab¨ªan venido haciendo, cierto que sin decirlo con tanta claridad, desde el siglo XV.
La excepci¨®n era la peque?a B¨¦lgica, pa¨ªs m¨¢s bien reciente y, ay, sin colonias. Esta condici¨®n entristec¨ªa y desmoralizaba a su soberano, Leopoldo II, cuya energ¨ªa, ambiciones y sobresaliente inteligencia desbordaban por los cuatro costados las fronteras del diminuto reino que le hab¨ªa asignado la Providencia. Entonces, ¨¦l, sin amilanarse, se dio ma?a para conseguir mediante la astucia, la paciencia, la intriga y la diplomacia lo que los grandes pa¨ªses colonizadores hab¨ªan logrado a trav¨¦s de los ej¨¦rcitos y la matanza. Por incre¨ªble que parezca, Leopoldo II convirti¨® a B¨¦lgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro.
Para ello, primero, en un trabajo diligente y genial que le tom¨® muchos a?os, se fragu¨® una imagen de monarca humanitario, altruista, condolido por la suerte de los salvajes y paganos de este mundo, que sedujo a la opini¨®n p¨²blica de Europa y de los Estados Unidos. Invirtiendo en ello el dinero de su reino y el suyo propio, fund¨® asociaciones ben¨¦ficas y centros para combatir la esclavitud que hac¨ªa estragos en el ?frica Occidental, coste¨® el viaje de misioneros a esas regiones b¨¢rbaras, impuls¨® investigaciones, estudios y publicaciones sobre las condiciones de vida de las tribus africanas que todav¨ªa practicaban el canibalismo y eran diezmadas por los traficantes ¨¢rabes que, partiendo de la isla de Zanz¨ªbar, practicaban la trata, y peror¨® sin tregua, en orquestadas manifestaciones p¨²blicas, exigiendo a las grandes potencias que intervinieran para poner fin a aquella lacra indigna que era el comercio de carne humana en los mares del mundo.
La campa?a dio el resultado que esperaba. En febrero de 1885, catorce naciones reunidas en Berl¨ªn, y encabezadas por Gran Breta?a, Francia, Alemania y los Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II, a trav¨¦s de la Asociaci¨®n que ¨¦l hab¨ªa creado para ello, todo el Congo, un inmenso territorio de m¨¢s de un mill¨®n de millas cuadradas, es decir unas 80 veces el tama?o de B¨¦lgica, para que "abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y cristianizara a los salvajes". No hab¨ªa un solo africano presente en aquel Congreso y no hay un solo indicio de que alguien en Europa o Estados Unidos -pol¨ªtico, periodista o intelectual- se preguntara siquiera si era aceptable que la suerte de ese inmenso pa¨ªs fuera decidida de este modo, por 14 naciones advenedizas, sin que un solo congol¨¦s hubiera sido siquiera consultado al respecto.
Seguro de lo que iba a ocurrir en el Congreso de Berl¨ªn, Leopoldo II ya se hab¨ªa adelantado, desde un a?o antes, a operar en el territorio que de la noche a la ma?ana lo convirti¨® en el amo de un formidable imperio. Para ello hab¨ªa contratado al c¨¦lebre explorador gal¨¦s-norteamericano Henry Morton Stanley, el primer europeo en recorrer los varios miles de kil¨®metros del r¨ªo Congo, desde sus nacientes, en el ?frica Oriental, hasta su desembocadura en el Atl¨¢ntico. En una expedici¨®n que es una mezcla de grotesca pantomima c¨ªnica y proeza etnol¨®gica y geogr¨¢fica, entre 1884 y 1885, los expedicionarios enviados por Leopoldo II recorrieron buena parte del Alto y Medio Congo repartiendo cuentecillas de vidrios de colores y retazos de tela en 450 aldeas y villorrios africanos y haciendo "firmar" contratos -los llamaban "tratados"- en los que los caciques y jefes ind¨ªgenas, que no ten¨ªan idea de lo que firmaban, ced¨ªan la propiedad de sus tierras a la Asociaci¨®n Internacional del Congo, se compromet¨ªan a dar hombres para que trabajaran en las obras p¨²blicas que aquella instituci¨®n emprendiera -caminos, dep¨®sitos, puentes, embarcaderos-, cargadores para transportar los bultos y materiales, a proveerla de brazos para la recolecci¨®n del caucho y a alimentar a los peones, funcionarios y soldados y polic¨ªas que vinieran a instalarse en sus dominios. De manera que cuando las grandes potencias le entregaron el Congo, Leopoldo II ya ten¨ªa en sus manos 450 "tratados" en los que los congoleses legitimaban mediante sus firmas aquella donaci¨®n y le entregaban sus vidas y haciendas.
A diferencia de otras colonizaciones, en que los invadidos resistieron de alguna forma al colonizador y le infligieron algunos da?os, en el Congo pr¨¢cticamente no hubo resistencia. Los congoleses no tuvieron tiempo ni posibilidades de resistir a un sistema que cay¨® sobre ellos -una mir¨ªada de culturas y pueblos desconectados entre s¨ª- como una malla inflexible en la que perdieron, desde el principio, toda libertad de iniciativa y movimiento, y en el que fueron sometidos a una explotaci¨®n inicua, las 24 horas del d¨ªa, hasta su extinci¨®n. Los castigos, para los recolectores que no entregaban el m¨ªnimo exigido de l¨¢tex, eran brutales. Iban desde los chicotazos hasta las mutilaciones de manos y pies -a las mujeres y a los ni?os primero, y luego a los propios trabajadores- hasta el exterminio de aldeas enteras, cuando se produc¨ªan fugas masivas o aquellas comunidades no cumpl¨ªan con la obligaci¨®n de alimentar a sus verdugos como ¨¦stos esperaban. Hace un a?o que leo testimonios diversos -de misioneros, viajeros, aventureros o de los propios colonos- sobre estos a?os del Congo y todav¨ªa no me cabe en la cabeza que fuera posible una monstruosidad tan atroz, un genocidio en c¨¢mara lenta semejante, sin que el mundo llamado civilizado se diera por enterado. Cuando aparecen las primeras denuncias en Europa, por boca de pastores bautistas norteamericanos, hay una incredulidad general. Y los plum¨ªferos alquilados por Leopoldo II act¨²an de inmediato en la prensa hundiendo en la ignominia a aquellos denunciantes y llev¨¢ndolos ante los tribunales por calumnias.
Durante un cuarto de siglo por lo menos el Congo fue desangrado, esquilmado y destruido en una de las operaciones m¨¢s crueles que recuerde la historia, un horror s¨®lo comparable al Holocausto. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el exterminio de seis millones de jud¨ªos por el delirio racista y homicida de Hitler, ninguna sanci¨®n moral comparable a la que pesa sobre los nazis ha reca¨ªdo sobre Leopoldo II y sus cr¨ªmenes, al que muchos europeos, no s¨®lo belgas, todav¨ªa recuerdan con nostalgia, como un estadista que, venciendo las limitaciones que la historia y la geograf¨ªa impuso a su pa¨ªs, hizo de B¨¦lgica por unos a?os un pa¨ªs imperial. La verdad es que detr¨¢s de la behetr¨ªa y las violencias en que se debate todav¨ªa ese desdichado pa¨ªs se delinea la mort¨ªfera sombra de ese emperador que conquist¨® el Congo sin disparar un solo tiro y consigui¨® en menos de 20 a?os aniquilar a por lo menos 10 millones de sus s¨²bditos africanos.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2008.
? Mario Vargas Llosa, 2008.
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