?pera sin fantasma
Parecer¨¢ incre¨ªble, pero hubo un tiempo en que hab¨ªa que disimular en la ¨®pera. Yo lo hice, y tambi¨¦n camuflarme, escabullirme (como quien va a cometer una fechor¨ªa), pretender que no era lo que era. Esa, llam¨¦mosla as¨ª, armarizaci¨®n oper¨ªstica, hace a?os que dej¨® de existir; no tantos, y no universalmente: a¨²n quedan oper¨¢fobos en este mundo, en esta ciudad en la que vivimos, y aunque la Iglesia cat¨®lica no le ha puesto anatema a la ¨®pera por disolvente (que lo puede ser), el sambenito del elitismo a¨²n se oye de vez en cuando, y m¨¢s de una vez algunos te miran con cierta guasa o sospecha cuando dices que vas a ver a una gran soprano obesa cantando como t¨ªsica en un escenario.
Al igual que la mayor¨ªa de la gente de mi generaci¨®n, yo no tuve ninguna educaci¨®n musical
Al igual que la mayor¨ªa de la gente de mi generaci¨®n, yo no tuve ninguna educaci¨®n o apego musical, eso que apunta -como un problema inherente a su nuevo cargo de director art¨ªstico del Teatro Real- Gerard Mortier en una jugosa entrevista publicada el pasado viernes en Le Monde. Pese a cierta tradici¨®n familiar de gusto por la m¨²sica esc¨¦nica (mi abuelo paterno patrocin¨® compa?¨ªas de zarzuela en los pueblos de la Ribera Baja valenciana, y mi padre canturreaba a menudo romanzas del maestro Serrano), fui llevado s¨®lo una vez de ni?o a ver La Traviata al aire libre en la plaza del Ayuntamiento de Alicante, donde me qued¨¦ con aquello de Sempre libera que cantaba la soprano, en esa ocasi¨®n realmente delgada. Mi afici¨®n a la ¨®pera s¨®lo se iniciar¨ªa, yo creo que por curiosidad malsana, en los a?os que viv¨ª en Londres, donde la oferta era tan rica que me llev¨® incluso a conocer, cuando en Espa?a era un completo desconocido, las obras de Janacek. Una de las razones que afianz¨® mi afici¨®n fue ver a mi lado en las butacas altas del Covent Garden o el Colisseum a gente como yo; quiero decir, veintea?eros sin corbata ni zapatos de charol, todos muy excitados por lo que pasaba en el podio, el foso y el escenario, aunque a ellos, en su mayor¨ªa, se les ve¨ªa m¨¢s seguros de lo que est¨¢bamos haciendo all¨ª como espectadores. Tuve la suerte de ver a¨²n en el repertorio los montajes extraordinarios que Luchino Visconti hab¨ªa realizado para la Royal Opera (su famosa Traviata en blanco y negro, El caballero de la rosa con perros vivos en escena, el Don Carlos), y desde entonces supe (todo lo aprend¨ªa sobre la marcha, sin referentes) que la ¨®pera, por sublime que sea su m¨²sica, s¨®lo adquiere entidad y grandeza cuando la escenificaci¨®n est¨¢ a la altura de la partitura. En un mal montaje teatral, hasta Mozart puede parecer ¨¢rido.
Mortier desembarcar¨¢ justo dentro de un a?o en Madrid y no cambiar¨¢ sus convicciones, incluso si para lograrlo, dice en Le Monde, "he de tener agarradas con el p¨²blico espa?ol". La perspectiva de que haya un poco de bronca en el edificio sito entre las plazas de Isabel II y Oriente es atractiva, aunque no ser¨¢ nueva. Hace dos temporadas, un peque?o grupo de amigos tuvimos que pelearnos, sin llegar a las manos, con unos caballeros y damas vestidos al inconfundible estilo v¨¦tero-salmantino la noche del estreno de El viaje a Simorgh, la ¨®pera de S¨¢nchez-Verd¨² sobre textos de Juan Goytisolo. A los se?ores salamanqueses no les gustaba, lo que es l¨ªcito; lo malo es que lo quisieron pregonar durante la representaci¨®n, sin esperar a ejercer su derecho al pateo en los saludos finales. Pero el p¨²blico musical madrile?o tambi¨¦n escapa, por fortuna, al antiguo estereotipo, como puede verse (y o¨ªrse) en numerosas representaciones, sobre todo las m¨¢s arriesgadas, en que un p¨²blico heterog¨¦neo, joven, informal y en formaci¨®n a¨²n, sigue, entiende y aplaude a rabiar las obras de Britten, Poulenc, Monteverdi o Philip Glass.
Mortier no llegar¨¢ a un p¨¢ramo, pese a las insuficiencias educativas y orquestales. El Real no s¨®lo se ocupa de que las grandes voces y las grandes batutas atraigan a los grandes p¨²blicos. Lleva ya un tiempo en pr¨¢ctica una labor extraordinaria y poco conocida de pedagog¨ªa oper¨ªstica que, m¨¢s all¨¢ de atraer a los menores de 30 a?os con descuentos y facilidades de adquisici¨®n de entradas, ha encarado el fantasma m¨¢s da?ino de nuestra cultura: la ignorancia. La que yo sufr¨ª, con tantos espa?oles de todas las edades, pese a mi pedigr¨ª zarzuelero. El Teatro Real, con diversos sponsors, est¨¢ consiguiendo que en tres colegios de la provincia de Madrid (Vallecas, M¨®stoles, Villarejo de Salvan¨¦s) los ni?os de 1?, 2? y 5? de Primaria (entre los 6 y los 11 a?os) no s¨®lo tengan la posibilidad de ir a ver en el Real o el auditorio de la Universidad Carlos III ¨®peras para ellos; ellos est¨¢n haciendo sus propias ¨®peras, desde el libreto y la m¨²sica hasta el vestuario y la iluminaci¨®n de las funciones que montan, y se lo pasan en grande. Los padres de esos ni?os, al principio desconfiados (ignorantes, como lo ¨¦ramos todos a tal respecto), ven ahora que sus hijos opereros van mejor en clase y encima cantan arias propias y quiz¨¢ algo de Verdi cuando se ba?an al volver del cole.
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