Lo bello es dif¨ªcil
Al entrar en el Prado para recorrer con la mirada la exposici¨®n, no podemos por menos de recordar una palabra maravillosa de las muchas que hemos heredado de la cultura griega y que, espero, no se nos vayan olvidando. Esa palabra es el "asombro" (thaumas¨ªa). Parece que fue esta extra?eza ante los misterios del mundo, ante la armon¨ªa de los astros, ante la luz y la belleza que pod¨ªan mostrarnos, lo que provocaba ese asombro. Asombrarse supon¨ªa descubrir lo "otro" y saber establecer esa distancia que nos permite entender. Si vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir; si no sabemos intuir esa lejan¨ªa necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar lo que nos rodea, estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad y, por supuesto, la inteligencia. Fue el asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observ¨¢bamos, lo que origin¨®, dec¨ªan los griegos, la filosof¨ªa, o sea, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasi¨®n por entender y entendernos.
UNA EXPERIENCIA ASOMBROSA ES, pues, la visita a esta exposici¨®n de esculturas del Museo Albertinum de Dresde y el Museo del Prado. El primer momento de asombro, de distancia ante tanta belleza, es el que nos lleva a pensar que fueron ellos, los griegos, quienes la inventaron al debatir largamente sobre esa palabra "bello" (kal¨®s), que junto con la "verdad" (aletheia) y la "justicia" (dike) marcaban y nutr¨ªan el espacio de la cultura, de la paideia. La cultura, entendida no como un bloque de artes, conocimientos y saberes, sino como un proceso, una construcci¨®n encarnada en la estructura natural, la physis; un dinamismo que convert¨ªa a ese animal atado a todos los instintos de los otros animales en animal que con el logos, con la palabra, con la capacidad de entender y crear, trascend¨ªa los l¨ªmites de su propia animalidad y entraba as¨ª en un territorio absolutamente nuevo, el territorio de lo humano. Y en ¨¦l, no s¨®lo la palabra nos distingu¨ªa, sino tambi¨¦n la mirada: el aprender a mirar y, desde esa mirada, descubrir el querer, el amar.
Hay testimonios literarios suficientes para definir esa cultura de la luz, de la iluminaci¨®n que el romanticismo alem¨¢n empez¨® a llamar el "milagro griego". Basta recordar aquel comienzo de un libro cl¨¢sico en los or¨ªgenes de la filosof¨ªa cuya primera l¨ªnea dice: "Todos los hombres tienden por naturaleza a mirar". A mirar sabiendo, claro est¨¢, porque esa mirada, esa "idea", era etimol¨®gicamente resultado de la visi¨®n. Los ojos y la luz. Sobre todo esos "ojos del alma" que dentro de la frente "se hermanaban con la luz del sol" y levantaban el sue?o de los ideales hacia los que tend¨ªa otro de los grandes principios del mundo griego, la democracia. Porque la mirada, el entendimiento, requiere y exige libertad: ese dominio infinito de posibilidades por donde navegan los tambi¨¦n infinitos deseos de los seres humanos. Fruto de esa libertad fue la ciencia, la filosof¨ªa, la tragedia, la l¨ªrica, la ¨¦pica, la pol¨ªtica, la historia, la comedia, la ¨¦tica... todos esos campos que inventaron los griegos y por donde empezaron a sembrar las semillas y en muchos casos los grandes ¨¢rboles que hoy, casi sin saberlo, nos cobijan y alimentan.
ES UN ACIERTO, ENTRE OTROS MUCHOS, que la exposici¨®n, a la que acompa?a un excelente cat¨¢logo, se abra con esa imponente estatua de Zeus Eleutherios, el dios que da libertad, el dios liberador que no s¨®lo les habr¨ªa dado la victoria sobre los persas. Podr¨ªamos imaginar que algunas de estas obras estaban colocadas en determinados lugares del ¨¢gora de Atenas, del espacio p¨²blico, donde la palabra de los sofistas, los di¨¢logos sobre sucesos y opiniones era el instrumento imprescindible de humanizaci¨®n y democracia. Un dios de libertad, que nunca necesit¨® de una clase sacerdotal que tuviera poder real sobre los ciudadanos dici¨¦ndoles qu¨¦ ten¨ªan que entender, qu¨¦ ten¨ªan que hacer. Unos dioses, pues, liberadores y liberados ellos mismos de cualquier manipulaci¨®n enga?osa, y s¨®lo cobijados en el, una vez m¨¢s, asombroso mundo de los mitos, ese hallazgo exclusivo de los hombres. Es verdad que algunas veces la pol¨ªtica quiso manipular esa religi¨®n desterrando y condenando a los negadores de la existencia de los dioses "de la ciudad" que los tiranos y sus aprendices hab¨ªan pretendido incorporar, de alguna manera, a ciertas formas de corrupci¨®n del poder. Esta religi¨®n de la libertad que en principio nadie administr¨® fue, sin duda, uno de los fundamentos esenciales de la cultura griega y el que, en buena parte, la hizo posible.
EN EL MUNDO DE LOS DIOSES y h¨¦roes se manifestaban los deseos y esperanzas humanas. Otro "logro para siempre", que expres¨® un texto de uno de aquellos siempre vivos maestros: "Amamos el conocimiento, amamos el saber, pero sobre todo amamos la vida". La vida que nos ofrece el gozo "de los sentidos, y entre ellos, sobre todo el de poder ver". Una religi¨®n, pues, de la vida, de la vida real de los hombres. "Hermano, permanece fiel a la tierra", ya que es esto lo ¨²nico que tienes. Por ello fue, adem¨¢s, una religi¨®n que, despu¨¦s de Fidias, se atrevi¨® a desnudar a sus dioses y h¨¦roes, a alegrar la mirada en esos hermosos cuerpos en los que se vislumbraba no s¨®lo el amor hacia los seres, sino la idea de una incesante superaci¨®n. Un canon, pues, para el cuerpo, y un canon de libertad, armon¨ªa y progreso para la mente.
Si contemplamos el Diad¨²menos, se nos hace presente el asombro al que me refer¨ªa: un cuerpo tal vez so?ado, rozado ya por el aire de la perfecci¨®n, pero un ser humano cuya mirada sin pupila est¨¢, parad¨®jicamente, llena de luz. Esa luz que era condici¨®n necesaria de la vida, de toda la vida, de todo momento de la vida. "?Padre Zeus, libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, deja que nuestros ojos vean, y destr¨²yenos, ya que as¨ª te place, pero en la luz!", exclama Ayax en la Il¨ªada. No me resisto a reproducir otro texto de esa cultura de la luz. "Los compa?eros dorm¨ªan alrededor de Diomedes, con las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas clavadas por el regat¨®n en la tierra; el bronce de las puntas luc¨ªa a lo lejos como un rel¨¢mpago del padre Zeus". Diad¨²menos tiende sus ojos luminosos al suelo que le sostiene con una mirada lejana y pr¨®xima, entristecida y alegre en su acogedora serenidad. No es extra?o que en un momento supremo del ideal griego surgiese la uni¨®n de la belleza y la bondad, creando una palabra que un¨ªa ambos conceptos: la kalokagath¨ªa, algo as¨ª como lo "bellibueno": la belleza trasluc¨ªa desde la bondad. Este concepto desgraciadamente tan desgastado y que, unido a la veracidad, al no enga?o, propio o ajeno, podr¨ªamos rebajarlo, en nuestros tiempos, a un t¨¦rmino m¨¢s modesto, pero no por ello menos necesario: la decencia.
Para la enfermedad moral de la doble verdad, de la hipocres¨ªa, se ha esfumado la decencia entre una serie de siniestras consignas patol¨®gicas que trastornan la mente de los seres humanos. Por ello, es un salto de alegr¨ªa, en la conquista de la realidad y de la vida, esa -?c¨®mo adjetivarla sin t¨®picos?- Venus de Medici: un cuerpo bell¨ªsimo, pura y hermosa naturaleza, pero con los brazos y los pies rotos por la historia. El olvido y la desmemoria rompen tambi¨¦n manos y pies, pero, a pesar de tales quiebras, ese busto nos descubre en el imposible abrazo de la vida el abrazo inagotable de la inmortalidad. Una inmortalidad tan evidente que hoy su contemplaci¨®n nos da lenguaje y nos alienta. "No morir¨¦ del todo", escribi¨® el poeta que admir¨® probablemente, hace m¨¢s de veinte siglos, esas estatuas. "No me devorar¨¢ la sucesi¨®n de los a?os ni la incesante fuga del tiempo".Tal vez eso que escapaba al mordisco de la temporalidad era esa palabra que ha definido siempre al arte m¨¢s eterno: lo cl¨¢sico.
NO SOMOS PLENAMENTE conscientes de esas lecciones que a¨²n no hemos asimilado y que tienen su origen en esta tradici¨®n que hizo posible el que hoy sigamos luchando por la cultura como fuerza y dinamismo, como energ¨ªa (en¨¦rgeia), como educaci¨®n de la mirada, como forja de la posibilidad y la igualdad. Es verdad que tambi¨¦n descubrieron la tristeza, el dolor, la melancol¨ªa: "?Por qu¨¦ tantos hombres excepcionales en la filosof¨ªa, la pol¨ªtica o la poes¨ªa son melanc¨®licos?". Esa melancol¨ªa, "el gesto supremo del esp¨ªritu", no logr¨® empa?ar la alegr¨ªa del m¨¢s ac¨¢, la alegr¨ªa de vivir. Una de las maravillas de esta exposici¨®n es, por ejemplo, ese relieve de una m¨¦nade pensativa. Las m¨¦nades eran, como es sabido, esas mujeres pose¨ªdas de pasi¨®n que cuidaron de Dioniso ni?o y formaron despu¨¦s parte de su cortejo. Se las representaba desnudas o cubiertas, como ¨¦sta del Museo del Prado, con un velo muy fino que transparenta el cuerpo y que vuela luego a sus espaldas suavemente dominado por una mano. La otra sostiene el tirso t¨ªpico de las fiestas dionisiacas. La melancol¨ªa del rostro que tambi¨¦n mira al suelo lo alegra ese movimiento de extraordinaria sensualidad en un cuerpo que parece desfallecer, mientras la rodilla, levemente doblada, anuncia el baile que apenas entrevemos en esa otra maravillosa m¨¦nade de Dresde que sin brazos, casi sin rostro borrado por la impiedad del tiempo, hace ver la alegr¨ªa de vivir.
Pero tambi¨¦n la sabidur¨ªa griega nos entreg¨® otro de sus descubrimientos expresado en una no menos asombrosa frase: "El hombre es el m¨¢s inteligente de los seres vivos, porque tiene manos". Arist¨®teles, que cita este dicho atribuy¨¦ndolo a Anax¨¢goras, comenta que "esa inteligencia se debe a que es capaz de utilizar un gran n¨²mero de utensilios, de instrumentos, y la mano es el instrumento de los instrumentos, el ¨®rgano de los ¨®rganos". Esa poes¨ªa (po¨ªesis) sobre el m¨¢rmol era obra de las manos. El fil¨®sofo que imagin¨® ese poder de las manos dijo tambi¨¦n que "todo artista, todo creador, ama su obra porque ama el ser... que consiste precisamente en sentir y pensar". No dejen reposar los ojos en esta exposici¨®n. Salimos de ella limpios, purificados por esa catarsis -esa otra palabra de la tragedia y el arte griego- que aseaba, renovaba, la mente, y nos libraba de la pesadumbre del existir diario, de la maldad y la miseria.
ME PERMITIR?, AL FINAL, una peque?a coda, anacr¨®nica, me temo. No pod¨ªa dejar de pensar en ello, cada vez que iba al museo, y casi siento como un parad¨®jico deber el evocarlo. Esta exposici¨®n ense?a muchas m¨¢s cosas, pero entre ellas: la sorpresa, el asombro del arte, el amor a la vida, a la verdad, a la educaci¨®n, a la sensibilidad de la mirada, a la reflexi¨®n, a la libertad. He visto muchas veces, en los museos de Berl¨ªn, sentados en peque?as sillas puestas a disposici¨®n de los alumnos, grupos de ni?os, de j¨®venes, escuchando a una profesora que les enriquec¨ªa, con sus palabras, la mirada y, por supuesto, la inteligencia. Esa educaci¨®n de la mirada es un ant¨ªdoto necesario para ese chisporroteo de crueldad y violencia de muchos de los llamados videojuegos, y en los que, desgraciadamente, los j¨®venes no son s¨®lo sujetos pasivos en la visi¨®n de inacabables monstruosidades, sino que son personajes activos que practican, con las teclas adecuadas, la frialdad, la indiferencia ante un imaginario y siempre posible aniquilar, matar, suprimir. Nada que ver con los viejos tebeos de aventuras, incluso con las pel¨ªculas m¨¢s o menos violentas. En el pulso de esos teclados se aprenden y domestican, como amarrados perros de Pavlov, los reflejos condicionados que suavizan y vanaglorian la muerte y el horror ajeno.
Despu¨¦s de un largo debate sobre la belleza, uno de los di¨¢logos de Plat¨®n concluye: "Me parece que me ha sido beneficiosa la conversaci¨®n con cada uno de vosotros. Creo que entiendo ahora el sentido del proverbio que dice: Lo bello es dif¨ªcil".
La exposici¨®n 'Entre dioses y hombres' re¨²ne m¨¢s de 60 esculturas cl¨¢sicas procedentes del Museo Albertinum de Dresde (Alemania) y del Museo del Prado. Puede visitarse en la pinacoteca de Madrid hasta el 12 de abril.
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