La historia que queda en el callejero
El alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, quiere darle a una calle el nombre del fundador del Opus Dei. De nuevo una figura religiosa para ocupar uno de los espacios p¨²blicos que el Estado democr¨¢tico ha despreciado
Los nombres de las calles en Espa?a, como las ceremonias conmemorativas, los festejos o los monumentos, son un claro reflejo de nuestra historia zigzagueante en los siglos XIX y XX. Liberales y absolutistas, ya durante el primer tercio del siglo XIX, bautizaron plazas y calles con nombres constitucionales o antirrevolucionarios, seg¨²n qui¨¦n ocupaba el poder, pero fue en las ¨²ltimas d¨¦cadas del siglo XIX y primeras del XX, con el crecimiento y expansi¨®n de las ciudades, cuando m¨¢s ocasiones se presentaron de dar nombres a las calles.
Las principales ciudades espa?olas doblaron su poblaci¨®n entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el medio mill¨®n de habitantes en 1900, alcanzaron el mill¨®n tres d¨¦cadas despu¨¦s. Bilbao pas¨® de 83.000 a 162.000; Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era gran cosa, comparado con los 2,7 millones que ten¨ªa Par¨ªs en 1900, con la cantidad de ciudades europeas, desde Birmingham a Mosc¨², pasando por Berl¨ªn o Mil¨¢n, que en 1930 superaban la poblaci¨®n de Madrid o Barcelona. Pero el panorama demogr¨¢fico estaba cambiando notablemente. La poblaci¨®n total de Espa?a, que era de 18,6 millones a comienzos de siglo, llegaba a casi 24 millones en 1930. Mientras que hasta 1914 esa presi¨®n demogr¨¢fica hab¨ªa provocado una alta emigraci¨®n ultramarina, a partir de la I Guerra Mundial fueron las ciudades espa?olas las que recogieron los movimientos migratorios.
Durante la Segunda Rep¨²blica, los s¨ªmbolos religiosos cedieron paso a otros ritos laicos
Cuando Franco muri¨®, en 1975, era dif¨ªcil encontrar una localidad sin s¨ªmbolos de su victoria
La irrupci¨®n de la industria y el incremento de la poblaci¨®n transformaron el paisaje agreste, de corte medieval, que manten¨ªan todav¨ªa muchas ciudades espa?olas a finales del siglo XIX. Los nuevos callejeros se dedicaron a honrar a los pol¨ªticos del momento, liberales y conservadores, a nobles, terratenientes y a las buenas familias de la industria y de la banca. Junto a ellos, aparecieron tambi¨¦n las glorias de Espa?a, los h¨¦roes de la Reconquista y mitos medievales, reyes y emperadores. Y como en Espa?a no hubo ruptura religiosa en tiempos de la Reforma protestante y el catolicismo se convirti¨® en la religi¨®n del statu quo, hubo una fusi¨®n del espa?olismo con el catolicismo, bien reflejada en los nuevos callejeros, repletos de personajes de raza, militares y santos. Una historia de hombres, con muy pocas mujeres, salvo las m¨¢s santas y algunas reinas. De las dos primeras d¨¦cadas del siglo XX procede adem¨¢s el culto masivo a la Virgen del Pilar y el Coraz¨®n de Jes¨²s, dos emblemas de la religiosidad popular espa?ola que se trasladaron al callejero de numerosas ciudades y pueblos para recordar a sus habitantes la identidad cat¨®lica.
Con ese crecimiento de las ciudades, apareci¨® una clara divisi¨®n social de espacio urbano, con barrios ricos y bien equipados y otros pobres e insalubres, y germin¨® tambi¨¦n la semilla republicana, anarquista y socialista sembrada ya en la segunda mitad del siglo XIX. Germin¨® frente a ese bloque social dominante, del que formaban parte los herederos de los antiguos estamentos privilegiados, la aristocracia y la Iglesia cat¨®lica, junto con la oligarqu¨ªa rural y los industriales vascos y catalanes. De ese bloque proced¨ªa la mayor¨ªa de los gobernantes de un sistema pol¨ªtico, el de la Restauraci¨®n borb¨®nica, seudo-parlamentario y corrupto que exclu¨ªa, con el sufragio restringido o por el fraude electoral, a eso que empez¨® a llamarse "pueblo", a los proletarios urbanos, artesanos, peque?os comerciantes y a las clases medias. Muchos de los profesionales que formaban parte de estas ¨²ltimas eran o se har¨ªan republicanos, que intentaron acercarse a los obreros, competir con el socialismo y el anarquismo, con los que compartir¨ªan ingredientes b¨¢sicos de una cultura pol¨ªtica com¨²n, sobre todo a trav¨¦s del racionalismo y de la cr¨ªtica a la Iglesia, intentos, en suma, de superar la dependencia de la religi¨®n cat¨®lica.
Esas clases trabajadoras aparecieron en el escenario p¨²blico con sus organizaciones y protestas, pero siguieron excluidas del sistema pol¨ªtico y sus principales representantes nunca alcanzaron el reconocimiento y la honra con l¨¢pidas, monumentos o nombres de calles. Hasta que lleg¨® abril de 1931, la II Rep¨²blica y la quiebra de ese orden tradicional. Entonces, los s¨ªmbolos religiosos cedieron paso a otros ritos laicos, m¨¢s o menos reprimidos hasta entonces, y se rebautizaron calles y plazas mayores de pueblos y ciudades. Hubo m¨¢s nombres de significado republicano (plaza de la Constituci¨®n, plaza de la Rep¨²blica, calle 14 de abril) que de orientaci¨®n obrera o revolucionaria, aunque la presencia anarquista, comunista o socialista en la zona republicana durante la Guerra Civil dej¨® su huella en las calles de ciudades como Madrid, Valencia o Barcelona, las tres capitales de la Rep¨²blica en esos tres a?os, con nombres que honraban a personajes tan dispares y distantes como Durruti, Pablo Iglesias, Marx o Lenin.
Dur¨® poco, sin embargo, esa huella, borrada a golpe de fusil del callejero y de la historia a partir del 1 de abril de 1939. Acabada la Guerra Civil, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, record¨¢ndoles durante casi cuatro d¨¦cadas qui¨¦nes eran los patriotas y d¨®nde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y pol¨ªticos cat¨®licos. Algunos se repitieron mucho, como Franco, Calvo Sotelo, Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera, Mola, Sanjurjo, Mill¨¢n Astray, Yag¨¹e u On¨¦simo Redondo. Se honraba a h¨¦roes inventados, criminales de guerra y asesinos en nombre de la Patria, pero tambi¨¦n a ministros de Educaci¨®n como Jos¨¦ Ib¨¢?ez Mart¨ªn, quien, con su equipo de ultracat¨®licos, echaron de sus puestos y sancionaron, durante la primera d¨¦cada de la dictadura, a miles de maestros y convirtieron a las escuelas espa?olas en un bot¨ªn de guerra repartido entre familias cat¨®licas, falangistas y ex combatientes.
Cuando Franco muri¨®, en noviembre de 1975, era dif¨ªcil encontrar una localidad que no conservara s¨ªmbolos de su victoria, de su dominio y de su matrimonio con la Iglesia cat¨®lica, en calles y monumentos. Algunos de ellos desaparecieron en los primeros a?os de la transici¨®n a la democracia, sobre todo tras las elecciones municipales de 1979 que llevaron a los Ayuntamientos a numerosos alcaldes y concejales de izquierda. Pero los cambios siempre fueron objeto de disputa y a nadie se le ocurri¨® aprovechar el callejero para formar o educar a los ciudadanos en una nueva identidad democr¨¢tica. Muchos pol¨ªticos de derechas, y sus fieles que les apoyan, siguen defendiendo ahora, pese a la aprobaci¨®n de la Ley de Memoria Hist¨®rica en diciembre de 2007, que no hay que tocar los nombres de las calles, para no herir susceptibilidades o remover los fantasmas del pasado. Los s¨ªmbolos franquistas, que aparecieron por la voluntad de los vencedores en una guerra de exterminio contra un r¨¦gimen legalmente constituido, se funden as¨ª con otros tradicionales, patri¨®ticos y religiosos, representando una especie de "imagen oficial" de Espa?a, mientras el Estado y las instituciones democr¨¢ticas se desentienden del asunto o no muestran ning¨²n inter¨¦s por ocupar los espacios p¨²blicos con modelos m¨¢s dignos para las generaciones venideras.
Por eso no es una cuesti¨®n irrelevante la pol¨¦mica suscitada estos d¨ªas por el empe?o del alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, en dar a una calle el nombre de San Jos¨¦ Mar¨ªa Escriv¨¢ de Balaguer. Su primera intenci¨®n fue rebautizar con el nombre del fundador del Opus Dei la calle general Sueiro, coronel de infanter¨ªa en julio de 1936 y uno de los protagonistas de la sublevaci¨®n militar y de la represi¨®n en la capital aragonesa. Cuando apareci¨® la noticia, Luisa Fernanda Rudi, presidenta del Partido Popular de Arag¨®n, declar¨® que ella "no ten¨ªa ni idea" de qui¨¦n era ese general y que mejor ser¨ªa que los ediles se dedicaran a algo m¨¢s productivo que cambiar calles de gente desconocida. En definitiva, la ex alcaldesa de Zaragoza no conoc¨ªa a uno de los golpistas contra la legalidad republicana en su ciudad y el actual regidor decide honrar a un personaje, santo para la Iglesia cat¨®lica, inextricablemente unido, ¨¦l y su instituci¨®n, a Franco y a su dictadura. El catolicismo, y en este caso un tipo de catolicismo no compartido por muchos de sus creyentes, se impone a los valores c¨ªvicos y laicos en el territorio de la pol¨ªtica democr¨¢tica. Pura historia de Espa?a.
Juli¨¢n Casanova es catedr¨¢tico de Historia Contempor¨¢nea en la Universidad de Zaragoza.
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