Luces de Weimar
Sin que nos demos cuenta las ruinas de un mundo extinguido nos siguen alumbrando. Si admiramos un edificio, si nos conmueve una pel¨ªcula, si nos desconcierta una forma moderna de audacia o nos seduce o nos repugna una idea pol¨ªtica, es probable que siguiendo el hilo de su genealog¨ªa lleguemos a la Alemania de la Rep¨²blica de Weimar. Para nosotros la metr¨®polis del siglo XX es Nueva York, pero pudo haberlo sido Berl¨ªn, o lo fue durante unos pocos a?os: la velocidad, las luces nocturnas, la exaltaci¨®n y el pavor de las escalinatas invadidas por multitudes, la gran m¨¢quina de la imaginaci¨®n desatada por el trabajo y el dinero. Francisco Ayala recordaba el asombro de llegar una noche de finales de los a?os veinte a la estaci¨®n central de Berl¨ªn y ver a la salida cientos de mujeres muy pintadas ofreci¨¦ndose obscenamente a los que pasaban y descubrir ya m¨¢s de cerca que todas eran hombres. El Museo Thyssen organiza en Madrid una exposici¨®n sobre la sombra en el arte y algunas de las sombras m¨¢s sobrecogedoras que pueden verse en ella se proyectaron en los cuadros, en las pantallas de cine, en las calles de aquella Alemania. La sombra del doctor Mabuse y la del doctor Caligari anuncian la del asesino M buscando ni?as por los callejones adoquinados de D¨¹sseldorf, pero ninguna de ellas es tan mal¨¦fica como los millares de sombras que empezaron a desfilar a la luz de las antorchas la noche del 30 de enero de 1933, que fue la ¨²ltima de aquella pobre Rep¨²blica asediada y convulsa.
Nuestros ideales de una arquitectura de escala humana y formas asc¨¦ticas, de luminosidad y rigor, nacieron entonces. Que las artes puedan tener una estridencia desgarrada de melodrama popular y al mismo tiempo una pureza interna de forma lo supieron casi antes que nadie Kurt Weill y Bertolt Brecht, Fritz Lang, George Grosz, Christian Schad, Alfred D?blin. Mucho antes que Hollywood, la meca del cine en la que trabajaron Billy Wilder o Ernst Lubitsch o Marlene Dietrich fue Berl¨ªn. En la Alemania de Weimar se hicieron algunos de los hallazgos m¨¢s decisivos de la f¨ªsica del siglo XX y se afianzaron por primera vez las tecnolog¨ªas de la cultura de masas: la radio transmit¨ªa con igual eficacia anuncios de marcas comerciales y consignas pol¨ªticas; micr¨®fonos y altavoces de potencia nunca conocida hasta entonces permitieron la celebraci¨®n de enormes m¨ªtines en los cuales los gritos y los himnos her¨ªan los o¨ªdos y abrumaban con una sensaci¨®n hasta entonces desconocida de omnipresencia, de omnipotencia. A quien siga creyendo que los avances tecnol¨®gicos traen inevitablemente el progreso humano habr¨¢ que recordarles que el triunfo de Hitler vino envuelto en un gran vendaval de modernidad: aparatos de radio, grandes reflectores, dise?os calculados para un impacto visual m¨¢ximo, aeroplanos que le permit¨ªan al l¨ªder dar varios m¨ªtines a lo largo de un solo d¨ªa en ciudades muy separadas entre s¨ª. Lo moderno, lo cool, lo joven, lo rompedor, era ser nazi o ser comunista. La democracia parlamentaria apenas hab¨ªa nacido y era ya una antigualla. La Rep¨²blica, nacida en las circunstancias desastrosas de la derrota de Alemania en 1918, zarandeada por terribles crisis econ¨®micas, trajo consigo el sufragio universal, la igualdad jur¨ªdica de hombres y mujeres, el derecho a la educaci¨®n gratuita, a la vivienda, al subsidio de paro: pero ninguno de los beneficiarios de aquel r¨¦gimen pareci¨® sentir lealtad hacia ¨¦l, y si la derecha conspir¨® desde el primer d¨ªa para derribarlo la izquierda comunista actu¨® con un sectarismo ciego y suicida, llamando "socialfascistas" a los socialdem¨®cratas de la mayor¨ªa gobernante y prefiriendo la inmolaci¨®n en nombre de un delirio de para¨ªso sovi¨¦tico a las conquistas graduales cuyo beneficiario m¨¢ximo era la clase trabajadora.
Leemos las historias de la Rep¨²blica de Weimar con la misma sensaci¨®n de esperanza fr¨¢gil y de inminencia de cat¨¢strofe con la que seguimos los d¨ªas mucho m¨¢s breves de la II Rep¨²blica espa?ola. Porque sabemos que al final sobrevino el desastre tendemos a imaginar que era inevitable. Pero nuestro conocimiento del desenlace no aten¨²a la tensi¨®n angustiosa de la incertidumbre, como cuando asistimos en el teatro a la representaci¨®n de una tragedia. En el caso de la Rep¨²blica de Weimar, como en el de nuestra segunda rep¨²blica, la cr¨®nica precisa de los hechos hist¨®ricos contiene una par¨¢bola sobre el destino humano, sobre los empe?os heroicos de la cordura y el peso tremendo de la insensatez, sobre la indeterminaci¨®n y el azar que a cada momento dibujan posibilidades muy diversas entre s¨ª, porvenires que estuvieron tan a punto de cumplirse como los que finalmente sucedieron.
La cr¨®nica y la par¨¢bola de Weimar nos siguen afectando como si las ley¨¦ramos por primera vez, como si a¨²n se pudiera evitar lo que no era fat¨ªdico. Pocas veces he visto mejor contada esa historia que en un libro de Eric D. Weitz que acaba de publicar Turner, traducido limpiamente por Gregorio Cantera, La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia. A Weitz no le basta con asomarse al pasado desde la distancia segura del historiador: quiere, como un novelista, devolverle al tiempo perdido su cualidad de presente, pero su imaginaci¨®n no se concede las licencias parciales de la novela y s¨®lo vislumbra las cosas que fueron y no las que pudieron ser. El libro hierve densamente de historias, a la manera de las grandes novelas de entonces -La monta?a m¨¢gica, Berlin Alexanderplatz- pero su coraz¨®n es un paseo por Berl¨ªn, el paseo meticuloso y sin embargo imposible de quien ha estudiado obsesivamente una ciudad y una ¨¦poca y s¨®lo desear¨ªa caminar por las calles que ha imaginado tantas veces, las que ha visto en fotograf¨ªas o pel¨ªculas, escudri?ando cada pormenor, fij¨¢ndose en los veladores de los caf¨¦s y en el adoquinado y en los ra¨ªles y los cables de los tranv¨ªas, en las caras captadas al azar, queriendo no s¨®lo ver ese mundo fantasma en blanco y negro sino escuchar tambi¨¦n sus sonidos y oler sus olores, distinguir el rojo del carm¨ªn en los labios de esa mujer desconocida o el color de su sombrero y acercarse a ella y escuchar su voz mientras habla con otra en la mesa de un caf¨¦, ri¨¦ndose de golpe, expulsando el humo de un cigarrillo.
Una de las obras maestras de entonces es el documental Berl¨ªn: Sinfon¨ªa de una gran ciudad, de Walter Ruttmann, que abarca la duraci¨®n de un solo d¨ªa, desde las primeras luces del amanecer en las calles todav¨ªa deshabitadas a la hondura de la noche con sus sombras de tinta y sus resplandores de letreros luminosos. Vemos la pel¨ªcula de 1927 fij¨¢ndonos en sus detalles con la misma avaricia con que la habr¨¢ mirado muchas veces Eric D. Weitz, igual que habr¨¢ recorrido las p¨¢ginas de los peri¨®dicos de entonces, pero la sensaci¨®n de vitalidad urbana, de agitaci¨®n y promesa que desprenden las im¨¢genes no disipa en ning¨²n momento la pesadumbre de una profec¨ªa demasiado siniestra para que nadie la hubiera cre¨ªdo en aquel momento. Al cabo de dieciocho a?os esa ciudad moderna ser¨¢ un paisaje de ruinas y muchas de esas figuras que caminan por ella habr¨¢n sido v¨ªctimas o c¨®mplices de terribles cr¨ªmenes. -
La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia. Eric D. Weitz. Traducci¨®n de Gregorio Cantera. Turner. Madrid, 2009. 476 p¨¢ginas. 28 euros. Berl¨ªn: Sinfon¨ªa de una gran ciudad. Walter Ruttmann, 1927.
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