Entre comillas
No s¨¦ cu¨¢ndo empez¨®, pero hace ya m¨¢s de una d¨¦cada que el lenguaje gestual ha incorporado, con un leve alzamiento de manos y r¨¢pida flexi¨®n de dos deditos, el signo de las comillas a su repertorio. Que yo sepa, es la primera vez que un signo de puntuaci¨®n ha cruzado ese espacio, toda una conquista que seguramente envidian el gui¨®n o el punto y coma; y, aunque posiblemente no quepa considerarlo un triunfo de la cultura escrita, s¨ª parece significativo que haya sido ese signo en particular, y no otro, el que haya dado el salto. El hecho de que se trate de un signo de puntuaci¨®n -y no de una letra, como la V de victoria, o la O de okay- indica, por lo dem¨¢s, un intrigante grado de sofisticaci¨®n.
Entre la iron¨ªa y el homenaje, la nuestra parece ser una cultura de la cita
Descubrimos de pronto que la cita es s¨®lo un aprendizaje
Como ocurre con los usos muy difundidos, el gesto de las comillas se aplica ya indiscriminada y autom¨¢ticamente, y resulta curioso verlo a veces hacer de forma viciosa, sin que signifique nada. Pero, cuando significa, suele dar a entender que lo que uno est¨¢ diciendo no hay que tomarlo muy en serio. El gesto se?ala que lo que decimos es repetici¨®n de palabras o frases muchas veces dichas, pero de cuya autoridad, tan manoseada, no podemos ahora responsabilizarnos. Lo entrecomillado es siempre discurso transmitido, discurso de otros, y gracias al gesto podemos marcar una frontera entre lo que nosotros decimos y lo que hemos o¨ªdo decir. Tiene un sentido cautelar, preventivo: "ojo, esto no lo estoy diciendo yo", avisamos; nos permite poner en cuarentena lo que nos parece sospechoso, o directamente inaceptable. Podemos estar seguros de que, si alguien hace el gesto de las comillas mientras dice "el guapo Juan", el susodicho Juan es un petardo. Es un r¨¢pido recurso para eso que tanto nos gusta, la iron¨ªa.
Sin embargo, en la lengua escrita las comillas no s¨®lo tienen un uso ir¨®nico. Cuando leemos uno de esos t¨ªpicos discursos que empiezan citando el Diccionario de la Real Academia, a Cicer¨®n o a Paul Auster, las comillas no nos sugieren escepticismo o desapego, sino todo lo contrario. Parad¨®jicamente, el signo sirve aqu¨ª no para marcar la frontera entre uno mismo y los otros, sino para borrarla: citamos literalmente aquello que suscribimos, no aquello de lo que dudamos. Si con el uso que ha pasado al lenguaje gestual ponemos en entredicho la autoridad, aqu¨ª nos identificamos con ella; intentamos, de hecho, que se nos pegue algo de ella. Las comillas nos colocan dentro, del mismo modo que antes nos colocaban fuera.
Entre la iron¨ªa y el homenaje, la nuestra parece ser una cultura de la cita. Una cultura adem¨¢s donde la cita no es s¨®lo pura y objetiva textualidad.Lo que ponemos entre comillas define, de un modo u otro, lo que queremos ser y el lugar donde queremos estar. La ambivalencia del uso causa sin duda algunos conflictos: nadie quiere ser citado para que se burlen de ¨¦l, y ah¨ª tenemos decisiones judiciales que proh¨ªben verter contenidos de una cadena de televisi¨®n en programas de zapping de otra. O, al menos, nadie quiere ser citado hasta estar seguro de algo, por ejemplo, de que "ABBA est¨¢ inscrito en el adn del pop", un reconocimiento que, despu¨¦s de hacerse de rogar, los compositores de Gimme Gimme Gimme exigieron a Madonna para cederle, previo pago de derechos, unos pocos compases. Otros, instalados con una naturalidad ol¨ªmpica en la cultura de la cita, no se andan con miramientos: "Los grandes artistas roban, no hacen homenajes", declar¨® el c¨¦lebre Quentin Tarantino en 1994.
Eloy Gonz¨¢lez Porta, en un reciente ensayo, sostiene que, si no fuera l¨ªcito "usar y recombinar" los elementos de nuestro paisaje medi¨¢tico, entonces s¨®lo nos quedar¨ªa la naturaleza, "aquella Naturaleza que, a decir de Samuel Beckett, nos ha abandonado". El gesto de las comillas no es m¨¢s que otro elemento caracter¨ªstico de una cultura que se siente ajena a la naturaleza, y conf¨ªa su supervivencia a un artificio -creado por uno o por otros- que se convierte en materia prima, moldeable y reutilizable, para nuestra afirmaci¨®n.
?Es, sin embargo, todo esto inevitable? Una de las pel¨ªculas m¨¢s disparatadas de la pasada temporada, Rebobine, por favor, de Michel Gondry, por supuesto ausente de la lista de los Oscar, ofrec¨ªa una curiosa propuesta en este sentido. En ella, un absurdo accidente magn¨¦tico borraba todas las cintas de un videoclub y su dependiente, en compa?¨ªa de un amigo, decid¨ªa volver a rodar las pel¨ªculas, con sus propios y limitados medios, para no enojar al due?o ni a la fiel clientela. ?sta, en efecto, se llevaba a casa copias inenarrables -hechas al estilo sueco, les dec¨ªan- de grandes ¨¦xitos del ramo: Los cazafantasmas, Robocop, 2001, El rey le¨®n, Hora punta 2... en versi¨®n cutre tech, con una duraci¨®n de 20 minutos y atrezo de espumill¨®n, hojalata y papel de plata. El entusiasmo con que eran acogidas -"son m¨¢s creativas"- pronto movilizaba a todo el barrio, pero tambi¨¦n, ay, a los propietarios de los derechos, a los que en absoluto convenc¨ªa el argumento de los infractores de que "estas pel¨ªculas las hemos hecho nosotros". Con la subsiguiente destrucci¨®n de las cintas, parece, en plena desmoralizaci¨®n, que la creatividad ha perdido todas sus fuentes. Pero de pronto -y esto es lo interesante-, como si se les hubiera olvidado, alguien dice: "No hace falta imitar", y el barrio entero se lanza a la producci¨®n de una pel¨ªcula "nueva", una fantas¨ªa biogr¨¢fica sobre el m¨²sico de jazz Fats Waller, que, seg¨²n una leyenda, vivi¨® en el edificio -a punto de desahucio- donde se aloja el videoclub.
No se experimenta, en toda la pel¨ªcula, un sentimiento mayor de comunidad, de continuidad, e incluso de ¨¦xtasis que la noche en que se proyecta esa pel¨ªcula original sobre una s¨¢bana tendida sobre el escaparate del videoclub. Hasta la polic¨ªa y un agente de desahucios respiran, por un momento, el aire de un prodigio. Es posible que tal conclusi¨®n se nos antoje un poco voluntariosa y chocha, como una misa en las catacumbas, no lo niego; pero no deja de ser un s¨ªntoma. Es la cultura de la cita la que hab¨ªa hecho olvidar a la comunidad que se pod¨ªa, ya no crear, sino vivir sin citar, y es la cultura de la cita la que induce a esa reacci¨®n primitiva, sobrecogida y silenciosa, propia del pensamiento m¨¢gico, ante la obra nueva. Descubrir de pronto que la cita era s¨®lo un aprendizaje produce, tras tan larga habituaci¨®n, una nueva ingenuidad. Y es que "a veces -como nos recuerda la frase promocional de Rebobine, por favor- las mejores pel¨ªculas son las que nos inventamos nosotros".
Luis Magriny¨¤ es escritor.
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