Paredes que escuchaban
Las paredes oyen, dice con exacta poes¨ªa la lengua com¨²n. Las voces cotidianas, los sonidos de cada d¨ªa, son ondas que estremecen el aire y chocan contra las paredes y algunas veces llegan a los o¨ªdos y otras se pierden de manera inmediata, sin dejar ning¨²n rastro, aunque son la densa trama invisible de nuestra vida. Lejos de la casa a?orada a la que tardaremos en volver imaginamos sonidos que siguen habit¨¢ndola: el motor del frigor¨ªfico, los pasos del vecino de arriba en el techo, la sirena de una ambulancia que atraviesa la ventana cerrada, el timbre del tel¨¦fono que no vamos a responder, un portazo cercano que hace vibrar las copas alineadas en el aparador. Hay quien deja grabadoras en marcha en una casa vac¨ªa con la esperanza de captar voces de ultratumba. Pero en cierto modo todos los sonidos que hacemos y los que nos rodean son psicofon¨ªas: apenas producidos ya los apaga el silencio; y las palabras que acabamos de decir son ya tan antiguas como las que dijo hace muchos a?os alguien que vivi¨® en esta casa y de quien no sabemos nada, que desapareci¨® sin huella, aunque su voz se escuchara en ella a diario durante mucho tiempo, aunque los sonidos que hac¨ªa trazaran a lo largo del d¨ªa y de la noche su biograf¨ªa completa. Entra uno en la casa vac¨ªa que piensa comprar o alquilar y es como un egipt¨®logo que entrara al cabo de milenios en una c¨¢mara subterr¨¢nea donde se han borrado todos los jerogl¨ªficos y donde no hay nada que no se haya convertido en polvo.
Tal vez al fot¨®grafo W. Eugene Smith le daba miedo el porvenir de amnesia de los lugares en los que se ha vivido tanto, o imaginaba que merec¨ªan alguna forma de perduraci¨®n. Si las paredes oyen estar¨ªa bien que pudieran preservar el recuerdo de lo que han o¨ªdo, igual que el negativo fotogr¨¢fico preservaba la fugacidad de lo visible. W. Eugene Smith se ganaba la vida como fot¨®grafo y amaba la m¨²sica de jazz, que es tambi¨¦n un arte de la presencia y el instante decisivo, de lo que sucede de pronto como un fogonazo en el tiempo y no volver¨¢ a repetirse. El disco es a la m¨²sica lo que la fotograf¨ªa a la imagen instant¨¢nea. Salva el tiempo y a la vez atestigua su irremediable lejan¨ªa. Por muy r¨¢pido que dispare el fot¨®grafo la vida se le escapar¨¢ sin que pueda apresarla y la cara solemne que ha paralizado ya estar¨¢ cambiando.
En 1957 W. Eugene Smith alquil¨® un estudio en una parte de Manhattan que medio siglo despu¨¦s a¨²n sigue conservando un aire desastrado y laboral, de negocios baratos y esquinas sucias y gente que trabaja con las manos, hacia el cruce de la calle Veintiocho con la Sexta Avenida, donde quedan hangares de antig¨¹edades ruinosas, almacenes de jardiner¨ªa y florister¨ªa al por mayor, electr¨®nica de saldo y de origen dudoso y negocios de compraventa de pelo humano. Una palmera oscilante cruza un sem¨¢foro y un poco despu¨¦s se ve al mexicano diminuto que la lleva empujando una carretilla. En una ventana con los cristales sucios y rotos se ve un reclamo m¨¢s bien siniestro en grandes letras rojas: WE BUY HUMAN HAIR. Otras ventanas est¨¢n tapiadas por pilas de cajas de cart¨®n con caracteres chinos que contienen pelo, toneladas de ¨¦l, pelo a granel o en pelucas, pelucas naturales o de fibras sint¨¦ticas con un brillo de crin.
El edificio donde tuvo su estudio y su casa W. Eugene Smith ahora pertenece a una empresa china de tratantes de pelo. En 1957 Smith estaba en la cima de su profesi¨®n: era uno de los fot¨®grafos estrella de Life y ten¨ªa una familia y una casa con jard¨ªn fuera de Nueva York. De pronto lo dej¨® todo, la familia, la casa, el trabajo prestigioso y seguro, y fue a recluirse en esa parte mugrienta de la ciudad, en un edificio en el que ocupaba una planta entera por cuarenta d¨®lares al mes, y en el que tambi¨¦n viv¨ªan un pintor y un pianista, ninguno de los dos con carreras gloriosas, aunque el pianista era un profesor con prestigio e inclu¨ªa entre sus conocidos a algunos de los nombres mayores del jazz, Thelonious Monk entre ellos. Los m¨²sicos entraban y sal¨ªan de la casa, ensayaban en ella, se pasaban las horas muertas charlando y fumando. W. Eugene Smith los escuchaba y los fotografiaba a todos. Tambi¨¦n miraba por la ventana del estudio y tomaba fotograf¨ªas de la vida en la calle.
Hac¨ªa algo m¨¢s: hab¨ªa instalado micr¨®fonos ocultos en todas las paredes de la casa y hasta en el hueco de las escaleras. Las paredes o¨ªan en aquel lugar en el que se ensayaba lo mejor de una m¨²sica que estaba justo entonces en su edad de oro, con dos generaciones sucesivas en la plenitud de su talento, los maestros fundadores y los rebeldes m¨¢s audaces, todos a un tiempo en una gloriosa cacofon¨ªa que ya no volvi¨® a repetirse, casi todos pobres, mal pagados, tocando en clubes insalubres, grabando en un d¨ªa discos admirables por los que cobraban poco o nada, sometidos a giras extenuadoras, trabajadores y no estrellas, acosados por polic¨ªas venales y racistas. W. Eugene Smith retrat¨® en ellos la misma gastada dignidad que hab¨ªa sabido ver en los soldados de infanter¨ªa durante la guerra, en los mineros galeses, en los m¨¦dicos rurales, en los campesinos de aquella espectral aldea espa?ola, Deleitosa, que hab¨ªa fotografiado en 1950: gente que se entrega en cuerpo y alma a lo que hace con su esfuerzo y con la maestr¨ªa de sus manos y no obtiene la recompensa que merece.
Las fotos no le parec¨ªan testimonio suficiente: era preciso conservar tambi¨¦n los sonidos, pero no s¨®lo los de los instrumentos, sino tambi¨¦n los de las voces, la constelaci¨®n azarosa de los rumores de la vida, las palabras que vuelan y todo lo que las paredes oyen. Durante ocho a?os, hasta 1965, las cintas secretas de Smith giraron grabando m¨¢s de tres mil horas, s¨®lo una parte de las cuales ha sido por ahora catalogada en la Universidad de Duke: est¨¢ la m¨²sica y tambi¨¦n el ruido del tr¨¢fico en la Sexta Avenida, las voces identificables de Monk o Bill Evans o John Coltrane y tambi¨¦n pasos an¨®nimos sobre el entarimado, roces de cerillas al encenderse, fragmentos de programas de radio y de televisi¨®n, toda la intacta arqueolog¨ªa sonora de un mundo que dej¨® de existir hace muchos a?os. Suena el timbre del tel¨¦fono, unos pasos, la voz de Smith que contesta una llamada, y se deduce que est¨¢ hablando con Charles Chaplin. En alg¨²n momento se oye un quejido, un estr¨¦pito de pasos en pelda?os de madera, gritos de alarma. Una noche de 1961 el pianista Sonny Clark tuvo un colapso al inyectarse hero¨ªna en la escalera. Muri¨® en 1963, con treinta y dos a?os, otra sombra borrada por la injusticia del tiempo. Su inspiraci¨®n fulgurante perdura en los discos. Su fantasma ronda en las cintas de W. Eugene Smith y en las paredes desconchadas de un s¨®rdido almac¨¦n de cabello humano.
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