El rey del jazz
Enemigo de las confesiones literarias, Duke Ellington se dej¨® seducir por un abultado cheque para escribir sus memorias. El resultado, 'La m¨²sica es mi amante', es la historia misma del jazz y un retrato genial y apasionado de las figuras m¨¢s c¨¦lebres de su ¨¦poca
Las luces del escenario se aten¨²an... Se escucha una fanfarria... Una voz anuncia por los altavoces: -Damas y caballeros, es un placer presentarles al m¨²sico m¨¢s distinguido de la actualidad... ?Duke Ellington!
Harry Carney patea el suelo y la banda ataca los primeros compases de Take the 'A' Train. Un individuo entra sonriendo en el escenario. Avanza con paso ¨¢gil, contone¨¢ndose sin aparente preocupaci¨®n, pero en realidad tratando de esconder el miedo esc¨¦nico que en cualquier momento puede dominarlo por completo. Cuando llega ante el micr¨®fono, y da igual la posici¨®n de ¨¦ste, tiene que ajustarlo, toquetearlo o acariciarlo. Por fin habla al p¨²blico y anuncia:
-Gracias, damas y caballeros, por su c¨¢lido y maravilloso recibimiento. En nombre de los chicos de la banda, sepan que los queremos con locura. Y ahora me gustar¨ªa presentarles a uno de mis amigos m¨¢s queridos... ?Nuestro nuevo, nuestro joven pianista en ciernes!
Broadway es una calle de sentido ¨²nico, y en Par¨ªs han ilegalizado las casas de furcias. ?Qu¨¦ nos queda entonces?
Mientras dirig¨ªa 'Night Creature' los pantalones se me estaban cayendo. Todos se rieron ante aquel espect¨¢culo
El hombre dirige un gesto expectante hacia los bastidores, pero nadie sale a escena, por lo que de inmediato se encamina al taburete del piano y all¨ª se sienta. El taburete est¨¢ casi siempre mal colocado, pero ¨¦l no modifica su emplazamiento y empieza a tocar. La secci¨®n r¨ªtmica formada por el contrabajo y la bater¨ªa se une entonces acometiendo la introducci¨®n de Rockin' in Rhythm. En un momento dado -o no dado-, el sonido se transforma con los ocho compases anteriores al momento en que los cinco saxofonistas se levantan de sus asientos, caminan por el escenario hasta llegar al micr¨®fono y tocan al un¨ªsono el tema de la composici¨®n. Luego viene el solo de clarinete de Harry Carney, y el tromb¨®n con sordina de Booty Wood, y a ¨¦ste se suman los vientos de Cootie Williams y Money Johnson con una fiesta wa-wa. Luego vuelven a sus asientos y la banda entera se embarca en los ondulantes acordes del cl¨ªmax.
(...) La vida nocturna centellea de joyas y relampaguea de tonos hormigueantes y tintineantes. Algunos de sus destellos son m¨¢s preciosos que las piedras preciosas; otros son simples brillos de bisuter¨ªa. Se dir¨ªa que la vida nocturna fue creada con toda su gente en ella, las personas que nunca fueron ni?os peque?os, sino que nacieron ya adultas, independientes por completo. Algunas de ellas eran fant¨¢sticas, mientras que otras eran meros personajes secundarios de uno u otro tipo. Algunas experimentaron infortunios nunca revelados, mientras que otras tuvieron suerte. Algunas centelleaban en la vida nocturna con m¨¢s relumbr¨®n que sus nombres en las marquesinas. Algunas iban a lo seguro, mientras que otras prefer¨ªan arriesgarse. Hab¨ªa unos cuantos vividores que depend¨ªan de los pardillos para subsistir. Y tambi¨¦n hab¨ªa quienes eran demasiado prudentes para vivir del cuento, quienes lo ¨²nico que quer¨ªan era tener el dinero suficiente para permitirse el lujo de ser unos pardillos. La vida nocturna ten¨ªa su propio bombo y platillo. La vida nocturna era Nueva York, Chicago, San Francisco, Par¨ªs, Berl¨ªn, el centro y el barrio alto, la parte sur de Harlem, cualquier lugar donde lucieran ese bell¨ªsimo manto de terciopelo.
Pero a la vida nocturna parece haberle pasado algo. El South Side ya no depende de s¨ª mismo. Broadway se ha convertido en calle de sentido ¨²nico, y en Par¨ªs han ilegalizado las casas de furcias. ?Qu¨¦ nos queda entonces? ?Copenhague? Nagoya lleva a pensar en Rush Street el s¨¢bado por la noche, cada noche, todas las noches. El vividor de la vida nocturna ha desaparecido, si bien algunos ep¨ªgonos suyos siguen en circulaci¨®n. (...)
(...) He trabajado en locales nocturnos desde el mismo inicio de mi carrera profesional como aporreador de pianos, pero tengo el orgullo de decir que nunca he estafado a nadie. En los viejos tiempos, durante mi primera visita a Nueva York estuve trabajando en Barron's (el garito de Barron Wilkins se encontraba en la 134 con la S¨¦ptima Avenida y estaba considerado como el no va m¨¢s de los locales de Harlem), donde el p¨²blico no se cortaba un pelo a la hora de gastar y abundaban los jugadores profesionales en d¨ªa de asueto y los hombres y mujeres que se ganaban muy bien la vida en sus ocupaciones respectivas. All¨ª era normal que los clientes pidieran que les cambiasen un billete de cien d¨®lares en monedas de cincuenta centavos. Al final de una canci¨®n tiraban las doscientas monedas al aire para que cayeran en la pista de baile y brindaran una tintineante fanfarria en honor de nuestro pr¨®spero futuro.
(...) En 1955, mi m¨¦dico, el doctor Arthur Logan, me dijo que iba a tener que perder seis o siete kilos de peso. No hice caso del r¨¦gimen que me propuso y establec¨ª otro por mi cuenta: filetes de ternera, pomelo y caf¨¦ solo con una rodaja de lim¨®n cuyo jugo exprimir¨ªa antes de meterla en el caf¨¦. Si bien una vez por semana com¨ªa de cualquier otra cosa hasta hartarme, durante tres meses no hice m¨¢s que seguir esta dieta, cuyos ingredientes com¨ªa en tanta cantidad y con tanta frecuencia como quer¨ªa.
Cuando volvimos a la zona de Nueva York, mi primer concierto fue en New Haven, con una orquesta sinf¨®nica. El doctor Logan vino al concierto, me mir¨® de pies a cabeza y dijo:
-?V¨¢yase a comer un helado de pl¨¢tano con nata, cuanto antes!
Hab¨ªa perdido nueve kilos.
Mientras estaba dirigiendo el tercer movimiento de Night Creature esa noche, de pronto repar¨¦ en que los pantalones se me estaban cayendo. Mientras con una mano segu¨ªa dirigiendo a los m¨²sicos, tuve que sujetarme los pantalones con la otra. Los violines primero, y despu¨¦s la secci¨®n de cuerdas al completo, se dieron cuenta de lo que pasaba y se echaron a re¨ªr ante aquel espect¨¢culo hilarante. La raz¨®n por la que no pod¨ªa subirme los pantalones radicaba en que me los estaba pisando. Al final de la pieza tuve que sub¨ªrmelos como pude antes de volverme hacia el p¨²blico y hacer una reverencia. Los m¨²sicos de la sinf¨®nica siguieron ri¨¦ndose largo rato despu¨¦s de mi marcha del escenario.
(...) Frank Sinatra nunca aspir¨® a ser como ninguna otra persona, o eso me parece, con la posible excepci¨®n de sus padres. Lo conoc¨ª cuando estaba con la orquesta de Tommy Dorsey. Una noche vinieron todos a escucharnos al College Inn del Sherman Hotel de Chicago, donde est¨¢bamos actuando por entonces, y, si no me equivoco, eso sucedi¨® cuando Frank justo estaba a punto de dejar a Dorsey y sus muchachos. (...)
(...) ?Volvimos a encontr¨¢rnoslo cuando, como artista en solitario, comparti¨® cartel con nosotros en el State Theatre de Hartford, Connecticut. Era joven, fresco como nadie, y las chicas chillaban al verlo. Era muy f¨¢cil llevarse bien con ¨¦l, y nunca planteaba problemas en lo tocante a cuestiones musicales.
A partir de ese momento, Sinatra no hizo m¨¢s que subir, y hoy todo el mundo lo conoce como artista. Sus canciones siempre son comprensibles y, casi siempre, cre¨ªbles, lo que constituye el mayor elogio en el teatro. Y tengo que repetir y subrayar mi admiraci¨®n por su naturaleza inconformista. Disfrut¨® de su primer gran contrato cuando actu¨® en el Paramount de Nueva York por 15.000 d¨®lares a la semana. Las chicas no paraban de gritar, pero ¨¦l no se comportaba en absoluto como un famoso objeto de deseo. No conozco a nadie m¨¢s que osara arriesgar su posici¨®n tan poco tiempo despu¨¦s de haber llegado al pin¨¢culo del ¨¦xito, pero Francis Sinatra en ese momento decidi¨® -estoy seguro de que contra la opini¨®n de sus asesores y paniaguados- hacer algo que por lo general se considera peligroso y da?ino para una carrera profesional en sus inicios. Sinatra se embarc¨® en una gira por varios colegios de Nueva York en los que se daban problemas raciales y en los que predic¨® la tolerancia entre razas. Es un individualista, y nunca sigue al reba?o. Nadie le dice nunca lo que tiene que hacer o declarar.
Un poco m¨¢s tarde, Sinatra consider¨® que cierto periodista muy le¨ªdo en todo el pa¨ªs se hab¨ªa metido con ¨¦l de forma desconsiderada. ?Qu¨¦ hizo Francis entonces? Le solt¨® un sopapo a aquel p¨¢jaro y sigui¨® con su mete¨®rica progresi¨®n hasta cotas cada vez m¨¢s altas.
En los a?os cincuenta est¨¢bamos tocando en Las Vegas, y algunos de mis muchachos fueron detenidos arbitrariamente por la polic¨ªa en el curso de una redada. Los peri¨®dicos se hicieron much¨ªsimo eco de dichas detenciones. ?Y qu¨¦ hizo Francis a la noche siguiente? Vino a vernos y a escuchar nuestra m¨²sica. Lo hizo acompa?ado por una treintena de personas que no pararon de vitorearnos y aclamarnos. Despu¨¦s de eso, los buenos ciudadanos de Las Vegas se olvidaron de la redada.
(...) El comit¨¦ musical del Premio Pulitzer en 1965 recomend¨® que me concedieran un premio especial. Cuando el comit¨¦ del Pulitzer en pleno rechaz¨® la recomendaci¨®n, Winthrop Sargeant y Ronald Eyer dimitieron.
Como no siempre soy muy masoquista, no le encontr¨¦ ninguna gracia a todo aquel embrollo. Comprend¨ª que el galard¨®n acaso me habr¨ªa llevado a envanecerme o distraerme de la m¨²sica, cosa que trat¨¦ de expresar a modo de primera reacci¨®n: -El destino es muy generoso conmigo. El destino no quiere que me convierta en famoso demasiado joven.
Supongamos que hubiera ganado el premio. Me habr¨ªa convertido en famoso, en rico despu¨¦s, y al final habr¨ªa engordado y me habr¨ªa estancado. ?Y entonces? ?Qu¨¦ haces con tu mente joven, hermosa, inconformista? ?Cu¨¢ndo, c¨®mo y de d¨®nde sacas tus energ¨ªas musicales, el plazo de entrega final que te empuja a terminar la composici¨®n, la necesidad de escuchar la m¨²sica en lugar de estar apoltronado acariciando tus laureles, contando tu dinero, a la espera de que los paniaguados decidan por ti qu¨¦ tinte o cardado es el m¨¢s adecuado esta temporada para tu estilo tonal?
(...) Est¨¢bamos tocando en Washington durante la fiesta de inauguraci¨®n presidencial en enero de 1969, y cuando el presidente Nixon entr¨®, en la sala de pronto se hizo el silencio. Las primeras palabras que pronunci¨® fueron:
-Como dir¨ªa Duke Ellington, ?si no tiene swing, no vale para nada!
El 29 de abril de 1969 estuvimos departiendo en privado en el sal¨®n presidencial que hay en el primer piso de la Casa Blanca el presidente y la se?ora Nixon, el se?or Spiro Agnew y su mujer, mi hermana y yo. En un momento dado aprovech¨¦ para preguntar al respecto:
-Se?or presidente, cuando durante el baile inaugural dijo esas palabras, ?quer¨ªa usted apuntar a que en su momento era de los que bailaban el jitterbug al sonido de las bandas de jazz que tocaban en el Rendezvous Ballroom de Balboa Beach, en California, el antiguo cuartel general de Stan Kenton?
-No, Duke -respondi¨®-. Yo nunca he sido de bailar. Yo m¨¢s bien era de los que se quedaban mirando en los bailes.
(...) Mientras nos ense?aba las dependencias familiares de la Casa Blanca, nos llev¨® a una sala en la que hab¨ªa un costoso equipo de sonido y numerosos discos y cintas. El presidente procedi¨® a mostrarme las prestaciones del equipo de sonido, c¨®mo regular los bajos y los agudos, lo bien que sonaba tanto a m¨ªnimo como a m¨¢ximo volumen. Era como un ni?o con un juguete nuevo. No s¨¦ qu¨¦ clase de equipo de sonido imaginaba que yo considerar¨ªa digno del presidente de Estados Unidos, pero s¨ª s¨¦ que esa noche lo encontr¨¦ tan amigable como marchoso.
El presidente al poco organiz¨® muy amigablemente una gala por mi septuag¨¦simo cumplea?os y encarg¨® a Willis Conover que formara una banda estelar (Clark Terry, Bill Berry, J. J. Johnson, Urbie Green, Paul Desmond, Gerry Mulligan, Hank Jones, Jim Hall, Milt Hinton y Louis Bellson, con Earl Hines, Dave Brubeck y Billy Taylor como solistas destacados y Mary Mayo y Joe Williams como cantantes). Entre los invitados -escogidos sin atender a partidismos pol¨ªticos- se contaban sacerdotes, can¨®nigos, pastores, rabinos, rectores de universidad, escritores, m¨¦dicos, abogados, ejecutivos, artistas, muchos de mis amigos y familiares, as¨ª como numerosos altos cargos del Gobierno.
Yo estaba junto al presidente, y a medida que los invitados iban pasando por delante ¨¦ste se fij¨® en que yo por sistema les daba cuatro besos a todos aquellos grandes hombres y mujeres. El presidente en un momento dado se volvi¨® hacia m¨ª y pregunt¨®:
-?C¨®mo es que les das cuatro besos?
-Uno por cada mejilla que tienen, se?or presidente -respond¨ª.
-?Vaya!
Cuando todos terminaron de pasar, ¨¦l entonces hizo algo que me sorprendi¨®: se volvi¨® hacia m¨ª. Hice otro tanto y, sin decir palabra, nos dimos cuatro besos mutuamente.
-?Ahora ya soy miembro de su club?
-Bienvenido al club, se?or presidente.
Durante la cena fue un honor y un placer estar sentado a la derecha de la encantadora primera dama, la se?ora Pat Nixon. ?sta me dijo que su hija me hab¨ªa visto en Woodward y Lothrop's mientras estaba de compras el d¨ªa anterior.
-?Pues s¨ª, y su hija es lo que se dice muy guapa! -respond¨ª.
Seguimos conversando, y al rato apunt¨¦:
-Se?ora Nixon, ?ha o¨ªdo usted hablar de las normas internas de la Casa Blanca?
-?Las normas de la Casa Blanca? -repiti¨®, mir¨¢ndome con sorpresa.
-S¨ª, se?ora Nixon, hay una norma por la que ninguna primera dama est¨¢ autorizada a superar cierto grado de belleza, y est¨¢ usted rebasando ese l¨ªmite. ?Igual le van a poner una multa!
Para mi sorpresa, la primera dama me mir¨® directamente a los ojos y dijo en tono reprobatorio:
-?Ya me han contado que es usted imposible! -
La m¨²sica es mi amante, de Duke Ellington (editorial Global Rhythm). Precio: 25,50 euros.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.