Inc¨®gnitos torturadores futuros
Las leyes democr¨¢ticas pueden ser imperfectas, pero nos protegen de esa gente 'normal' que en circunstancias excepcionales puede convertirse en monstruos. Como le ocurri¨® al doctor Josef Mengele
Son muchos los que afirman que todo ser humano es un torturador en potencia, aunque s¨®lo ejercer¨¢ como tal si se dan las circunstancias propicias para ello. Seg¨²n esta teor¨ªa, si todav¨ªa somos respetables ciudadanos adversos a la tortura es s¨®lo porque la vida no nos ha deparado a¨²n ninguna situaci¨®n suficientemente extrema, en la que todos llegar¨ªamos a practicarla. Inquietante posibilidad, que, en la siniestra hip¨®tesis de resultar cierta, rebajar¨ªa dr¨¢sticamente nuestra autoestimaci¨®n como especie viviente.
Recordemos algunos casos de especial significaci¨®n. El doctor Josef Mengele era un joven m¨¦dico y antrop¨®logo alem¨¢n que, en la II Guerra Mundial, fue reclutado para una unidad de infanter¨ªa. Herido en el frente ruso, fue declarado no apto para el combate. La enfermedad de un oficial m¨¦dico del campo de concentraci¨®n de Auschwitz motiv¨® que fuera designado para sustituirle. All¨ª Mengele se encontr¨® con miles de condenados a muerte a su absoluta disposici¨®n para todo tipo de atroces experimentos de laboratorio. Aquello hizo emerger su verdadera y profunda naturaleza criminal, que en otras circunstancias (sin guerra, sin nazismo, sin campos de exterminio) probablemente no hubiera llegado a manifestarse jam¨¢s.
El chileno Jorge Silva vio con sorpresa que estaba siendo atormentado por dos colegas apreciados
Muchos ser¨ªan capaces de atrocidades si fuera obedeciendo ¨®rdenes y con seguro de impunidad
En 1957 el entonces comandante franc¨¦s Paul Aussaresses participaba en la llamada batalla de Argel contra las fuerzas del FLN que luchaban por la independencia de aquel territorio. En un libro publicado en 2001, siendo ya un anciano general alejado del servicio activo, Aussaresses confes¨® desvergonzadamente las indignidades (asesinatos disfrazados como suicidio, torturas hasta la muerte a simples sospechosos) que ¨¦l hab¨ªa protagonizado personalmente 44 a?os atr¨¢s. Cr¨ªmenes y torturas perfectamente in¨²tiles, pues Argelia logr¨® su independencia pocos a?os despu¨¦s. Aquel tard¨ªo alarde, c¨ªnicamente publicitado, le vali¨® ser expedientado, despojado de su rango y del derecho a usar el uniforme, y expulsado de la Orden de la Legi¨®n de Honor por decisi¨®n de su Gran Maestre, el entonces presidente Chirac.
Si Francia hubiera asumido s¨®lo diez a?os antes el car¨¢cter inevitable del proceso descolonizador no hubiera existido la batalla de Argel ni la de Indochina, y los grandes torturadores uniformados como Aussaresses hubieran permanecido toda su carrera como hombres de honor supuestamente intachables, cuyas manos nunca se hubieran pringado en actos bochornosos. Pero, una vez m¨¢s, fue la circunstancia hist¨®rica la que cre¨® la oportunidad, revelando al torturador vocacional que llevaban dentro.
En 1973, el capit¨¢n Jorge Silva, de la Fuerza A¨¦rea de Chile, fue capturado por su actitud adversa al golpe de Pinochet. En la AGA (Academia de Guerra A¨¦rea) fue torturado con brutales descargas el¨¦ctricas. En una ocasi¨®n, como consecuencia de un exceso de voltaje, se le produjo una hemorragia nasal. Sus torturadores, creyendo que estaba sin conocimiento o tal vez muerto, le retiraron la capucha, lo que, pese a su estado, le permiti¨® verles las caras. ?Y qui¨¦nes eran? Pues nada menos que los entonces comandantes de su mismo cuerpo Edgar Ceballos y Ram¨®n C¨¢ceres (hoy condenados por la justicia chilena), a los que Silva conoc¨ªa y apreciaba. Sin aquel golpe militar, ambos comandantes hubieran seguido siendo aparentemente dignos de aprecio como compa?eros y como superiores. Pero lleg¨® la barbarie pinochetista y pudieron dar rienda suelta a su insospechada capacidad criminal.
En la obra teatral La muerte y la doncella de Ariel Dorfman -adaptada despu¨¦s como gran pel¨ªcula por Roman Polanski-, un m¨¦dico suramericano ejerc¨ªa su profesi¨®n con toda normalidad en una ciudad del Cono Sur. Pero llegaron las dictaduras militares de los a?os setenta y el doctor Miranda fue contratado por las fuerzas de seguridad para prestar apoyo t¨¦cnico a los represores. Se trataba de evitar que, por falta de pr¨¢ctica y conocimientos m¨¦dicos de los torturadores, sus v¨ªctimas murieran entre sus manos de forma prematura, antes de haber podido exprimir toda su posible informaci¨®n. Pero el ¨¢mbito de impunidad garantizada que ofrec¨ªa el antro de tortura, clandestino, oficialmente inexistente, con sus v¨ªctimas encapuchadas que jam¨¢s pod¨ªan ver la cara de sus verdugos, y la certeza de saber que de all¨ª s¨®lo sal¨ªan muertas, cre¨® una situaci¨®n tan delirante que el respetable doctor, saltando por encima de los l¨ªmites de su funci¨®n t¨¦cnica inicial, acab¨® sucumbiendo a la tentaci¨®n de dedicarse, ¨¦l tambi¨¦n, a todo tipo de torturas y abusos sexuales, perpetrados contra v¨ªctimas femeninas en particular. Esta terrible vena s¨¢dica del doctor nunca hubiera emergido sin la dictadura.
?Simple personaje teatral y cinematogr¨¢fico? De ninguna manera. Los doctores Mengele y similares, igual que los muy reales comandantes Aussaresses, Ceballos, C¨¢ceres y tantos m¨¢s, existieron, existen, y volver¨¢n a existir cada vez que surjan situaciones que vuelvan a colocar patas arriba los valores morales, legales y simplemente humanos que hacen posible la convivencia digna y mantienen en pie esta delicada construcci¨®n que llamamos la civilizaci¨®n.
?Podemos concluir, en consecuencia, que todos nosotros, tan respetables dentro de un mundo normal regido por leyes (aunque imperfectas) y castigos (aplicados a las conductas criminales), nos convertir¨ªamos en desalmados torturadores tan pronto como esas leyes dejaran de regir y esos castigos dejaran de amenazarnos? Nuestra respuesta es rotundamente negativa.
No todos los seres humanos somos torturadores en potencia. Pero algunos s¨ª que lo son. No todos lo somos, ni lo ser¨ªamos aunque nos garantizaran la impunidad. Ni aunque nos pagaran grandes sumas por ejercer esa repugnante actividad. Pero, incluso afirmando que no todos ser¨ªamos capaces de hundirnos en esa infamia, la cuesti¨®n es: ?s¨®lo lo ser¨ªa un peque?o porcentaje de s¨¢dicos y psic¨®patas, o tambi¨¦n lo ser¨ªa un n¨²mero considerable de individuos tenidos por normales?
Lamentablemente, los estudios efectuados en diversas universidades norteamericanas (experimento Milgram y otros) registraron porcentajes preocupantes de individuos normales capaces de torturar a sus semejantes, con el simple requisito de que se les proporcione una motivaci¨®n supuestamente v¨¢lida: la obediencia a una autoridad que les garantice la impunidad.
A la vista de tantos casos tr¨¢gicos -reales y nada experimentales- que llenan los informes de las diferentes Comisiones de la Verdad y de los organismos defensores de derechos humanos, no podemos sustraernos a la gran pregunta: ?cu¨¢ntos de nuestros vecinos, cu¨¢ntos de nuestros colegas de profesi¨®n, cu¨¢ntos de nuestros parientes, cu¨¢ntas de las personas aparentemente normales con las que departimos y nos cruzamos a diario, demostrar¨ªan su capacidad como torturadores si se dieran determinadas situaciones? ?Cu¨¢ntos se pondr¨ªan a aplicar descargas el¨¦ctricas de alto voltaje al cuerpo de sus semejantes, o tantas otras formas de destrozar a un ser humano? ?Cu¨¢ntos y qui¨¦nes lo har¨ªan si colapsaran las admirables garant¨ªas que, por ejemplo, proporciona una Constituci¨®n como la nuestra?
Recordemos, una vez m¨¢s, la frase de Ernesto S¨¢bato, tras promulgarse en Argentina las leyes de impunidad de 1986 y 1987, y los posteriores indultos de 1989 y 1990: "Hoy, los argentinos tenemos la inmensa verg¨¹enza de saber que, al recorrer nuestras calles y plazas, nos cruzamos con cientos de asesinos y torturadores de la peor especie que circulan con plena libertad". En t¨¦rminos similares, pero pasando del pasado al futuro (S¨¢bato se refer¨ªa a torturadores ya identificados como tales), nosotros dir¨ªamos: los ciudadanos de cualquier sociedad en paz y democracia tenemos que convivir con la penosa inc¨®gnita de cu¨¢ntos de nuestros semejantes con los que nos cruzamos, no identificados en absoluto como peligrosos, ser¨ªan capaces de aniquilar nuestra dignidad e integridad f¨ªsica si las circunstancias se lo permitieran.
Esto nos ratifica en una valiosa conclusi¨®n: son precisamente las leyes democr¨¢ticas, pese a su a veces desesperante imperfecci¨®n, las que ejercen la impagable funci¨®n de defender nuestra integridad f¨ªsica y moral, protegi¨¦ndonos de las ocultas fieras de apariencia humana que se mueven entre nosotros, sin ning¨²n cartel identificador que las se?ale como los temibles torturadores que podr¨ªan llegar a ser.
Prudencio Garc¨ªa es investigador y consultor de la Fundaci¨®n Acci¨®n Pro Derechos Humanos.
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