El 'efecto Perote'
Despu¨¦s de estar ausente diez d¨ªas de Espa?a llego a la terminal 2 de Barajas con m¨¢s curiosidad que aprensi¨®n: ?habr¨¢ mascarillas? En el largo recorrido desde la salida del avi¨®n hasta el punto de recogida de las maletas s¨®lo veo, separado yo de ellos por una mampara de vidrio, a dos viajeros a punto de embarcar hacia el aeropuerto parisino de Charles De Gaulle que s¨ª las llevan; mascarillas del habitual color azulado pero en este caso con una forma puntiaguda que me choca, pues m¨¢s que una protecci¨®n quir¨²rgica parecen el capirote de los condenados de la Inquisici¨®n. Hace una tarde veraniega en Madrid, nadie a mi alrededor tose ni suda exageradamente, y ninguno de mis amigos alude, en las primeras conversaciones, a la pandemia.
No tengo a mano la mascarilla. Qu¨¦ contrariedad. Estoy llegando a Madrid
En el avi¨®n que me tra¨ªa hab¨ªa tenido tres experiencias distintas, ninguna grata. La primera, apenas sentado en mi asiento del vuelo low cost, fue leer con un d¨ªa de retraso la esquela de Pablo Lizcano, a quien hace tiempo que no ve¨ªa pero en una ¨¦poca de mi vida trat¨¦ con asiduidad. Sab¨ªa de su grave enfermedad, sin imaginar que alguien tan joven pudiera perecer ante ella tan pronto. El c¨¢ncer. Otra pandemia, ¨¦sta no contagiosa, contra la que no caben protecciones superficiales.
Pas¨¦ la primera media hora del vuelo anonadado por la noticia de esa muerte, como si el haberla sabido en el aire, lejos de quitarle gravedad, le hubiese dado el peso de un caprichoso horror. Si yo fuera creyente podr¨ªa haber tenido el consuelo de ponerme a mirar por la ventanilla, con la esperanza de ver el esp¨ªritu de Pablo flotando por encima de la materia. Como no creo en nada, nada vi.
Para distraer la angustia me puse a leer el otro diario que hab¨ªa comprado en el aeropuerto de salida, Le Monde, con su cuadernillo especial conmemorando muy cr¨ªticamente los dos a?os de presidencia de Sarkozy y un excelente reportaje de Jo?lle Stolz, enviada especial a La Gloria, Estado de Veracruz. La descripci¨®n de La Gloria que hace Stolz nos acerca m¨¢s al infierno que al cielo. Situada a dos mil metros de altitud en un terreno semi-¨¢rido frecuentemente barrido por el fuerte viento, sus agricultores luchan, casi nunca con ¨¦xito, para conseguir que la tierra ingrata donde viven les d¨¦ unas pocas legumbres y cereales. Y de repente, la popularidad del que podr¨ªamos llamar efecto Perote, recordando el aleteo de la mariposa lejana que puede producir a miles de kil¨®metros de distancia un tornado.
El ojo del hurac¨¢n de Perote, su mariposa inocente, se llama Edgar Hern¨¢ndez y tiene cinco a?os de edad. Como a los ni?os geniales de Slumdog millionaire, su singularidad s¨®lo le ha tra¨ªdo fama, y no bienestar. Edgar sigue viviendo en una casucha pobr¨ªsima del pueblo polvoriento del valle de Perote donde naci¨® y fue infectado por el H1N1, un virus con nomenclatura de ciencia-ficci¨®n post-moderna. El ni?o se ha curado, tomando s¨®lo paracetamol, que es lo que yo tomo cuando me siento febril en invierno, y ahora corretea por el lugar, rico sobre todo en moscas, seg¨²n sus quejosos habitantes. Las moscas, dicen ellos, y lo niegan las autoridades y los empresarios, acuden a La Gloria atra¨ªdas por la granja Carroll, una filial local de la gran empresa norteamericana Smithfield, n¨²mero uno mundial de la producci¨®n y transformaci¨®n de la carne de cerdo.
Ha pasado una hora de vuelo y me he dormido, pero el sue?o que tengo no trae alivio. Me encuentro desnudo y con un sombrero de charro en una planicie, el llano en llamas, me digo inconscientemente, pensando tanto en el libro de Juan Rulfo como en la pel¨ªcula reciente, que tanto me ha gustado, de Guillermo Arriaga (aqu¨ª titulada Lejos de la tierra quemada). Hacia m¨ª se acercan unas formas imprecisas que podr¨ªan ser moscas si no tuvieran pies y manos, cara, ojos, y en vez de alas trasl¨²cidas mangas de brocado incrustadas de pedrer¨ªa. Son tentaciones, ahora me doy cuenta, figuras atractivas y depravadas como las que en los cuadros del Renacimiento se ofrecen carnalmente a los m¨¢s santos patriarcas y eremitas del desierto. Ninguna tiene sexo, pero todas excitan. Y lo he pasado tan mal desde que embarqu¨¦ en el avi¨®n econ¨®mico. Me dispongo a caer en la tentaci¨®n, estoy a punto de hacerlo, me estrecha en sus brazos la primera criatura lasciva.
Y entonces caigo en la cuenta. No tengo a mano la mascarilla. Qu¨¦ contrariedad. Estoy llegando a Madrid, estoy llegando al cl¨ªmax, y me falta lo esencial. ?Qu¨¦ hacer? Por esas raras deslocalizaciones de los sue?os, la escena cambia de la planicie de las tentaciones a la explanada de una catedral que podr¨ªa ser la de la Almudena en un d¨ªa de gran celebraci¨®n. Las maletas del vuelo van llegando, algunas en forma de ata¨²d. De repente hay mucha tos, mucho cerdo con cara enfermiza, mucho enfermero con gigantescas jeringuillas de pega. Y una voz, tan profunda y sonora que a la fuerza tiene que ser la del Alt¨ªsimo: "No hay mascarillas, no. No hay condones para los pecadores".
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