?Era catal¨¢n Bruce Lee?
Los cuarentones seguro que recuerdan a Kwai Chang Caine, el monje encarnado por David Carradine en la serie televisiva Kung Fu. Aquella fusi¨®n entre historia de vaqueros y peli de karatecas signific¨®, para los adolescentes de la transici¨®n, uno de los primeros modelos sociales -mezcla de hippy bondadoso y desapasionado justiciero- que la nueva democracia nos propuso. No obstante, a pesar de las buenas intenciones, a los pocos meses, los gimnasios y las academias, en vez de abarrotarse con j¨®venes c¨ªvicos y reflexivos, ya estaban llenas de quinquis de barrio; mientras los nunchakus causaban furor en los barrios perif¨¦ricos.
Ignoro cu¨¢l es la moraleja de esta historia, pero quisiera hablarles de uno de sus efectos colaterales. En aquellos a?os precisamente, los chicles Dunkin lanzaron una colecci¨®n de cromos llamada Las artes marciales, en la que yo me dej¨¦ los dientes para completarla. Condensado al m¨¢ximo, era una peque?a enciclopedia en cart¨®n duro sobre el tema: desde el combate en el Mesol¨ªtico al kama (una especie de hoz utilizada en el Ko-budo), pasando por la Espardenyeta catalana.
Los zagales barceloneses manten¨ªan a raya a la soldadesca napole¨®nica s¨®lo con sus alpargatas
En la actualidad, la palabra espardanyeta nos trae a la cabeza un cuento para ni?os; o uno de esos juegos en corro que distraen los recreos infantiles. Pero, para una generaci¨®n entera de amantes de la goma de mascar, saber que exist¨ªa un arte marcial catal¨¢n fue como entrar en el selecto club de las naciones pac¨ªficas, y no por eso incapaces de autodefenderse. All¨ª lo pon¨ªa bien clarito: se trataba de una t¨¦cnica de defensa usando un objeto -en este caso la propia alpargata del interfecto-, com¨²n entre los arrieros y muleros del Principado. Aparte del posible olor, la cosa consist¨ªa en agarrar las cintas del calzado, haci¨¦ndolo voltear sobre la cabeza y us¨¢ndolo para golpear o neutralizar al adversario.
Aquel cromo me persigui¨® durante d¨¦cadas. Era una de esas cosas que siempre acaban atrayendo las risas de los dem¨¢s a la que las sueltas en una sobremesa; como Mike -el pollo decapitado que vivi¨® casi dos a?os- de S¨¢nchez Pi?ol, o la inquietante colecci¨®n encuadernada de viejos n¨²meros del TP, de Javier P¨¦rez And¨²jar. Hasta que -cuando cre¨ªa extinguido el tema entre las brumas del lapsus o de la broma ingeniosa- fui a darme de bruces con Joan Amades.
El genial trapero de la calle del Carme, padre de la etnograf¨ªa local, contaba que -en tiempos de la ocupaci¨®n napole¨®nica- los zagales barceloneses manten¨ªan a raya a la soldadesca francesa utilizando tan s¨®lo sus alpargatas; ya fuese para golpear a distancia con ellas o para enrollarlas en la mano como un guante de boxeo. Era tanta la pasi¨®n por esta disciplina que, en unos huertos situados en la actual calle de Tallers, cada tarde, al salir del trabajo, se reun¨ªan atl¨¦ticos grupos de aficionados para entrenarse. Los artesanos dedicados a este tipo de zapato llegaron a confeccionar modelos especiales, s¨®lo para combatir. Y hasta finales del siglo XIX, alfareros y obreros de las f¨¢bricas de Indianas fueron famosos en la ciudad, debido a su destreza y arrojo en esta t¨¦cnica.
Pero, como la lucha parisina o la esgrima de bast¨®n, la espardanyeta entr¨® en el olvido. Y hoy, en vez de usar el calzado para repartir le?a, los j¨®venes prefieren colgarlo de un cable de la luz. No obstante, la calle de Tallers no ha perdido del todo aquel ambiente. En sus esquinas a¨²n pululan grupos de gente joven, parados ante una tienda de discos o frente al escaparate donde -curiosa iron¨ªa- se exhiben katanas japonesas. Talmente como si este entorno, hu¨¦rfano de mozos d¨¢ndose alpargatazos, no pudiese vivir sin esa muchedumbre adolescente que cada d¨ªa inunda sus aceras.
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