Delegaci¨®n moral
Uno de los efectos m¨¢s empobrecedores del Estado moderno es haber eliminado de la ciudadan¨ªa el verdadero impulso moral. La pr¨¢ctica de la ¨¦tica tambi¨¦n se ha convertido en monopolio del poder p¨²blico. As¨ª, todo el mundo puede declararse, de forma absolutamente gratuita, solidario hasta la m¨¦dula, aunque tal declaraci¨®n no comporte, en su vida particular, la m¨¢s m¨ªnima consecuencia. Los pa¨ªses ricos est¨¢ llenos de hiperb¨®licos solidarios cuyo ¨²nico compromiso real consiste en la cantidad de saliva necesaria para lanzar sus peroratas de sobremesa.
El Estado de Derecho surgi¨® con el fin de constre?ir el poder p¨²blico. Buscaba desterrar la discrecionalidad con que obraba la autoridad en el Antiguo R¨¦gimen. Los constructores del Estado moderno quisieron limitar el poder, pero el Estado Social de Derecho es una corrompida derivaci¨®n de aquel proyecto: de un poder limitado hemos pasado a un poder omn¨ªmodo. Con la excusa de que la ciudadan¨ªa legitima en las urnas al que manda, el Estado Social de Derecho se convierte en un poder universal que extiende sus tent¨¢culos hasta regular la acci¨®n m¨¢s nimia de las personas. La tradici¨®n democr¨¢tica part¨ªa del principio de que el gobernante deb¨ªa ser controlado. Pero ahora que el gobernante monopoliza hasta la ¨¦tica, el que se ha vuelto sospechoso es el ciudadano. Embrujados por las luces narcotizantes del Estado-nodriza (que asegura ocuparse de nosotros as¨ª caigan chuzos de punta), nos resignamos a que el sentido moral resida en el Estado y que seamos nosotros, seres ego¨ªstas, los sujetos a controlar. Desde el Impuesto sobre la Renta hasta el cintur¨®n de seguridad, desde la Educaci¨®n para la Ciudadan¨ªa hasta la gram¨¢tica de g¨¦nero, el Estado dictamina qu¨¦ debemos hacer, c¨®mo debemos comportarnos, qu¨¦ debemos pensar y c¨®mo debemos escribir.
Pero lo peor de todo no es el estricto control de las conductas, sino que se nos haya expropiado hasta la pr¨¢ctica de una ¨¦tica personal. La moralidad se ha convertido en una nueva funci¨®n p¨²blica y a nosotros apenas nos quedan oportunidades para hacer el bien, ya que de hacer el bien se ocupa el poder p¨²blico, eso s¨ª, con nuestro dinero. El Estado debe hacerlo todo porque la actividad privada es sospechosa de avaricia, y como de los particulares, esos perros, un gobierno filantr¨®pico no puede fiarse, hay que imponer la solidaridad obligatoria, paradoja imposible porque nadie puede ser solidario con el dinero ajeno, del mismo modo que nadie es solidario con el propio cuando se lo arrebatan a la fuerza.
Es tal el tama?o alcanzado por el sector p¨²blico que el margen para la solidaridad voluntaria (la ¨²nica solidaridad posible) resulta insignificante. Cierto, a¨²n podemos donar sangre de forma libre y gratuita, pero quiz¨¢s debamos darnos prisa: los pol¨ªticos pueden ser tan solidarios que a lo mejor decretan cualquier d¨ªa la extracci¨®n obligatoria.
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