Ancho es Castilla
Para Pedro Marset, que
tambi¨¦n estaba por all¨ª.
La primera vez que cruc¨¦ m¨¢s de tres frases seguidas con Castilla del Pino ¨¦l estaba en bolas. Hab¨ªa venido a Valencia para dictar una conferencia en el Ateneo Mercantil (creo que presidido entonces por Roberto Mor¨®der) y all¨¢ que me fui para escuchar lo que ten¨ªa que decir. El auditorio no era muy numeroso, y quiz¨¢s resultaba un tanto anciano para un jovencito como yo. De Castilla me gustaron sus ojos y la manera como usaba la mirada para repasar sus folios y escrutar de inmediato la actitud de los oyentes. De lo que dijo recuerdo poca cosa, pero una frase, un tanto a la manera de Teresa de Jes¨²s y el problema de la culpa, se me qued¨® grabada: "No hacer lo que se debe es hacer lo que no se debe". La ¨¦poca no estaba para alegr¨ªas intelectivas, as¨ª que al terminar la charla os¨¦ acercarme a la tarima para decirle a Castilla que me encantar¨ªa hablar con ¨¦l, si era posible. Lo era, pero antes ten¨ªa que cumplir tr¨¢mites como el de firmar en el libro de honor de la instituci¨®n y cosas de ese estilo, para lo que me rog¨® que lo acompa?ara. Lo hice, como oyente, por decirlo as¨ª, y al finalizar ese tedioso protocolo Castilla me dijo que deb¨ªa ir a su hotel a cambiarse, que estar¨ªa encantado si acced¨ªa a acompa?arle y salir luego a tomar algo por ah¨ª. En la habitaci¨®n del hotel, Castilla se duch¨® y sali¨® pudoroso en bolas para ponerse ropa limpia, y ah¨ª mismo iniciamos una conversaci¨®n sin vernos que, salvo algunas interrupciones, se prolong¨® hasta hace tres o cuatro a?os, ahora ya por mensajes electr¨®nicos.
Ahora ya el hombre ha muerto, y ha pasado lo que ten¨ªa que pasar, que nunca he sabido encontrar el modo de devolverle algo de lo mucho que me ense?¨®, muchas veces sin saberlo. D¨ªas despu¨¦s de ese primer encuentro iniciamos, por iniciativa m¨ªa, una correspondencia que habr¨ªa de prolongarse con los a?os, en la que Castilla me contaba cosas entre profesionales y personales, sobre todo acerca de su necesidad psicol¨®gica de obtener la c¨¢tedra cuanto antes (ah¨ª tambi¨¦n segu¨ª de cerca su mezcla de indignaci¨®n y sufrimiento por el episodio de la muerte de Enrique Ruano, en la que se le quer¨ªa implicar) y de paso me indicaba en qu¨¦ orden deb¨ªa de leer a Freud para captar su trayectoria. Estuve en su casa varias veces, primero en su consulta de Gran Capit¨¢n, esperando que terminara su trabajo para salir por la Juder¨ªa, y luego en su casa de El Mochuelo, y siempre acab¨¢bamos en lo mismo, porque como me supon¨ªa ciertas aficiones teatrales, lo que era cierto, pues que si Valle-Incl¨¢n por aqu¨ª o que si Samuel Beckett por all¨¢. Tambi¨¦n ¨¦l estaba muy interesado en ello: no en vano trabajaba sin cesar, llevado quiz¨¢s por su obsesi¨®n sobre la culpa, en los infinitos matices del par persona/personaje.
No quiero contar mucho m¨¢s; para qu¨¦. Tambi¨¦n es cierto que cada vez que lo ve¨ªa me parec¨ªa observar en sus ojos una dureza creciente y para mi desconocida, como un desconsuelo remoto y de origen incierto. Una vez me dijo: "Morir¨¦ sin terminar mi obra", algo que me extra?¨® en alguien con una vida profesional tan repleta que hab¨ªa atendido a unos cien mil pacientes, cien mil historias vivas de boca a oreja, sin fracasar con ninguno. Mejor recordar una noche en Madrid, hacia l990, en la que iba yo con Juan Benet por la plaza de Santa Ana y nos topamos con Castilla y Haro Tecglen, todos un tanto achispados, en la que se produjo una especie de aquelarre de sabios al que asist¨ª, estupefacto, como oyente. En uno de sus ¨²ltimos correos, dec¨ªa: "Te quieren, me consta. Pero ?qu¨¦ le pasa a uno si no es as¨ª? Yo conozco la respuesta. Dime tu la tuya". Creo que no le respond¨ª.
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