La afeitadora de Benedetti
Juan Urbano se despert¨® con una gran sonrisa, porque hab¨ªa so?ado que mor¨ªa y a la ma?ana siguiente el poeta Antonio Gamoneda hablaba mal de ¨¦l en los peri¨®dicos. Imag¨ªnense, tener el mismo enterrador que Jaime Gil de Biedma, ?ngel Gonz¨¢lez y Mario Benedetti: como para no estar contento. Peor estar¨¢n otros, si tienen que subirse a las tumbas para parecer m¨¢s altos.
A Juan le hab¨ªa dejado un pu?al en la espalda la muerte de Benedetti y, por eso, al salir de la oficina se fue al barrio de Prosperidad y se fum¨® un cigarrillo enfrente del n¨²mero siete de la calle de Ramos Carri¨®n, que era donde viv¨ªa el poeta uruguayo cuando estaba en Madrid. Una casa a la que todas las semanas iba de visita el editor Chus Visor, alias Jes¨²s Garc¨ªa S¨¢nchez, para mantener una amistad a domicilio con Mario, que era al¨¦rgico a la vida social. De hecho, en los restaurantes siempre parec¨ªa inc¨®modo, no se ajustaba a la silla, que daba la impresi¨®n de ser demasiado grande, dura o alta para ¨¦l, y miraba con inquietud a todas partes como si sospechara que le iba saltar encima un tigre salido de la ensalada del vecino. Pero en su casa no, all¨ª estaba c¨®modo y cuando Chus me llevaba pas¨¢bamos una buena tarde, Mario nos llevaba unas cervezas, nos regalaba alg¨²n libro y charlaba con nosotros de literatura y f¨²tbol. El resto del tiempo habl¨¢bamos de cualquier tonter¨ªa.
Con Mario hab¨ªa que ser de una puntualidad mani¨¢tica
Eso s¨ª, con Mario hab¨ªa que ser de una puntualidad mani¨¢tica, tanto que cuando Chus hac¨ªa su visita semanal, todos los viernes de ocho a nueve y media, si llegaba a las ocho menos cinco prefer¨ªa quedarse a fumar en el portal, para subir a la hora justa, pero si el tr¨¢fico estaba mal y el taxi se retrasaba, a las ocho y cinco ya lo estaba llamando Mario: "?Qu¨¦ pas¨®? ?Es que no vienes?". Una ma?ana en que lo fui a visitar a su casa de Montevideo, en la calle de Zelmar Michelini, me demor¨¦ unos seis o siete minutos, y me extra?¨® que no me dijese nada. Al contrario, estuvo cari?oso, como siempre, me sirvi¨® un desayuno preparado por ¨¦l mismo y estuvimos hablando un rato, hasta que, como quien no quiere la cosa, me lanz¨®: "?Estaba bueno el caf¨¦? Porque a lo mejor ya se hab¨ªa quedado fr¨ªo...".
Cuando se fue definitivamente a Uruguay para ver morir a Luz, su mujer, lo cual para ¨¦l era una manera de estar muerto por extensi¨®n, tuvo un acto de generosidad muy suyo, dici¨¦ndome que no iba a regresar jam¨¢s a Madrid, donde hab¨ªan sido felices, y que como yo estaba cambi¨¢ndome de casa, fuera a la suya y me llevara todo lo que quisiese, sin l¨ªmites. Es raro, pero yo ahora me levanto por las ma?anas y me afeito con una m¨¢quina el¨¦ctrica de Benedetti, me hago el desayuno en su cafetera y me siento a ponerme los zapatos en un taburete suyo, entre otras cosas.
Repaso algunas ocasiones en que estuve con Mario en Madrid y no fue en su casa; hubo bastantes con Rafael Alberti, casi siempre en los Vips de la plaza de Espa?a; otra en el C¨ªrculo de Bellas Artes, donde le organic¨¦ una lectura de poemas que tuve que cambiar de sala, porque la multitud no cab¨ªa en la que estaba prevista; cuatro o cinco en el Retiro, en la Feria del Libro, vi¨¦ndole firmar cientos de ejemplares de sus obras y hacer palotes en un papel, pon¨ªa uno, dos, tres... y al llegar a 10 los tachaba... Lo recuerdo en El Escorial, en los Cursos de Verano, y una vez que tuvo el detalle amable de ir a la presentaci¨®n de una novela m¨ªa, que hac¨ªa Francisco Ayala en una galer¨ªa de arte de la calle del Almirante... Ma?ana, cuando me levante, me afeitar¨¦ con la Braun de Mario, me preparar¨¦ un caf¨¦ en su cafetera y ver¨¦ su ciudad por la ventana, porque Madrid fue tan suya que pas¨® aqu¨ª la mitad de su vida, igual que el otro uruguayo enorme, Juan Carlos Onetti. Se me ocurre que la calle de Ramos Carri¨®n tendr¨ªa que dejar de serlo inmediatamente para llamarse calle de Mario Benedetti. ?Qu¨¦ me dices, Alberto?
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