Manuscrito hallado junto a una mano
A mi tocayo De Caro
Llegar¨¦ a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no ser¨¢ necesario que asista a la primera parte; entrar¨¦ al final del intervalo, despu¨¦s de darme un ba?o y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detr¨¢s de este viaje, detr¨¢s de todos los viajes de los dos ¨²ltimos a?os. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, tambi¨¦n me aburr¨ªa mucho la noche en que se me ocurri¨® entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburr¨ªa tanto que entr¨¦ y me sent¨¦ en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y adem¨¢s hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos. Era un concierto excelente y me asombr¨® la t¨¦cnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el viol¨ªn en una especie de p¨¢jaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se hab¨ªa quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin soluci¨®n de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pens¨¦ en mi t¨ªa, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo m¨¢s hondo de la atenci¨®n, y en ese mismo instante salt¨® la segunda cuerda del viol¨ªn. Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos, mientras en el p¨²blico se perd¨ªa esa tensi¨®n que todo int¨¦rprete conjura y aprovecha. El pianista atac¨® su parte, y Ricci volvi¨® a tocar el capricho. Pero a m¨ª me hab¨ªa quedado una sensaci¨®n confusa y obstinada a la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados que buscaban concatenarse. Distra¨ªdo, incapaz de volver a entrar en la m¨²sica, analic¨¦ lo sucedido hasta el momento en que hab¨ªa empezado a desasosegarme, y conclu¨ª que la culpa parec¨ªa ser de mi t¨ªa, de que yo hubiera pensado en mi t¨ªa en mitad de un capricho de Paganini. En ese mismo instante se cay¨® la tapa del piano, con un estruendo que provoc¨® el horror de la sala y la total dislocaci¨®n del concierto. Sal¨ª a la calle muy perturbado y me fui a tomar un caf¨¦, pensando que no ten¨ªa suerte cuando se me ocurr¨ªa divertirme un poco.
A mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pens¨¦ en mi t¨ªa. Las luces de la sala se apagaron
El dinero me permit¨ªa perfeccionar mi t¨¦cnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hac¨ªan ahorrar mucho tiempo
Me pareci¨® penoso que el venerable maestro catal¨¢n Pablo Casals insistiera en una rebaja del 20% o del 15%
Debo ser muy ingenuo, pero ahora s¨¦ que hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las carteleras averig¨¹¨¦ que Ruggiero Ricci continuaba su tourn¨¦e en Lyon. Haciendo un sacrificio me instal¨¦ en la segunda clase de un tren que ol¨ªa a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto m¨¦dico-legal donde trabajaba. En Lyon compr¨¦ la localidad m¨¢s barata del teatro, despu¨¦s de comer un mal bocado en la estaci¨®n, y por las dudas, por Ricci sobre todo, no entr¨¦ hasta ¨²ltimo momento, es decir hasta Paganini. Mis intenciones eran puramente cient¨ªficas (?pero es la verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte?) y como no quer¨ªa perjudicar al artista, esper¨¦ una breve pausa entre dos caprichos pera pensar en mi t¨ªa. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el arco del viol¨ªn, se inclinaba con un adem¨¢n de excusa, y sal¨ªa del escenario. Abandon¨¦ inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara imposible dejar de acordarme otra vez de mi t¨ªa. Desde el hotel, esa misma noche, escrib¨ª el primero de los mensajes an¨®nimos que algunos concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto Ricci no me contest¨®, pero mi carta preve¨ªa no s¨®lo la carcajada burlona del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el concierto siguiente -era en Grenoble- calcul¨¦ exactamente el momento de entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pens¨¦ en mi t¨ªa. Las luces de la sala se apagaron, hubo una confusi¨®n considerable y Ricci, un poco p¨¢lido, debi¨® acordarse de cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no s¨¦ si la sonata val¨ªa la pena, porque yo iba ya camino del hotel.
Su secretario me recibi¨® dos d¨ªas despu¨¦s, y como no desprecio a nadie acept¨¦ una peque?a demostraci¨®n en privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la prueba pod¨ªan influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme, cosa que no dej¨¦ de agradecerle, se convino en que permanecer¨ªa en su habitaci¨®n del hotel, y que yo me instalar¨ªa en la antec¨¢mara, junto al secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me sent¨¦ en un sof¨¢ y escuch¨¦ un rato. Despu¨¦s toqu¨¦ el hombro del secretario y pens¨¦ en mi t¨ªa. En la estancia contigua se oy¨® una maldici¨®n en excelente norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius del que colgaba una cuerda.
Quedamos en que ser¨ªan mil d¨®lares mensuales, que se depositar¨ªan en una discreta cuenta de banco que ten¨ªa la intenci¨®n de abrir con el producto de la primera entrega. El secretario, que me llev¨® el dinero al hotel, no disimul¨® que har¨ªa todo lo posible por contrarrestar lo que calific¨® de odiosa maquinaci¨®n. Opt¨¦ por el silencio y por guardarme el dinero, y esper¨¦ la segunda entrega. Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del dep¨®sito, tom¨¦ el avi¨®n para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo qued¨® definitivamente certificado, porque mi carta al secretario conten¨ªa las precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a Par¨ªs y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su tourn¨¦e francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur Grumiaux. El dinero me permit¨ªa perfeccionar mi t¨¦cnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hac¨ªan ahorrar mucho tiempo; en menos de seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz. Fracas¨¦ parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me demostraron que s¨®lo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por la dudas quedamos en que me depositar¨ªan las cuotas en Mosc¨² y me enviar¨ªan los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Uni¨®n Sovi¨¦tica y apreciar las bellezas de su m¨²sica.
Como es natural, teniendo en cuenta que el n¨²mero de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos experimentos colaterales. El violoncelo respondi¨® de inmediato al recuerdo de mi t¨ªa, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empec¨¦ mi nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassad¨® y Pierre Michelin. Despu¨¦s de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversaci¨®n muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero me pareci¨® penoso que el venerable maestro catal¨¢n insistiera en una rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le acord¨¦ un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no mencionar¨ªa la rebaja a ning¨²n colega, pero fui mal recompensado porque el maestro empez¨® por no dar conciertos durante seis meses, y como era previsible no pag¨® ni un centavo. Tuve que tomar otro avi¨®n, ir a otro festival. El maestro pag¨®. Esas cosas me disgustaban mucho.
En realidad yo deber¨ªa consagrarme ya al descanso puesto que mi cuenta de banco crece a raz¨®n de 17.900 d¨®lares mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se han alejado a m¨¢s de dos mil kil¨®metros de Par¨ªs, donde saben que tengo mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso, pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su ¨²ltimo concierto en Buenos Aires. Por su parte, s¨¦ que hacen todo lo posible por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he re¨ªdo tanto como al enterarme del consejo de guerra que celebraron el a?o pasado en Los ?ngeles, so pretexto de la descabellada invitaci¨®n de una heredera californiana atacada de meloman¨ªa megal¨®mana. Los resultados fueron irrisorios pero inmediatos: la polic¨ªa me interrog¨® en Par¨ªs sin mayor convicci¨®n. Reconoc¨ª mi calidad de aficionado, mi predilecci¨®n por los instrumentos de arco, y la admiraci¨®n hacia los grandes virtuosos que me mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por dejarme tranquilo, aconsej¨¢ndome en bien de mi salud que cambiara de diversiones; promet¨ª hacerlo, y d¨ªas despu¨¦s envi¨¦ una nueva carta a mis clientes felicit¨¢ndolos por su astucia y aconsej¨¢ndoles el pago puntual de sus obligaciones. Ya por ese entonces hab¨ªa comprado una casa de campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi departamento de Par¨ªs con una carga de pl¨¢stico, lo celebr¨¦ asistiendo a un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado ligeramente hacia el final- y envi¨¢ndole unas pocas l¨ªneas a la ma?ana siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del ¨²ltimo a?o casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo que se refiere a la indemnizaci¨®n que exig¨ª por da?os de guerra.
A pesar de las molestias que me ocasionan los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeld¨ªa ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estar¨¦ agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bah¨ªa de Sydney. Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legi¨®n, ya no habr¨ªa tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracas¨¦ con ellos y tambi¨¦n con los directores de orquesta. Hace unas semanas, en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos con el recuerdo de mi t¨ªa, y confirm¨¦ que su poder s¨®lo se ejerce en aquellas cosas que guardan alguna analog¨ªa -por absurda que parezca- con los violines. Si pienso en mi t¨ªa mientras estoy mirando volar a una golondrina, es fatal que ¨¦sta gire en redondo, pierda por un instante el rumbo, y lo recobre despu¨¦s de un esfuerzo. Tambi¨¦n pens¨¦ en mi t¨ªa mientras un artista trazaba r¨¢pidamente un croquis en la plaza del pueblo, con l¨ªricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo entre los dedos, y me cost¨® disimular la risa ante su cara estupefacta. Pero m¨¢s all¨¢ de esas secretas afinidades... En fin, es as¨ª. Y nada que hacer con los pianos.
Ventajas del narcisismo: acaban de anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta que lo he pasado muy bien escribiendo estas p¨¢ginas que destruir¨¦ como siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospech¨¦ que Milstein me cre¨ªa un estafador, y que mi poder no era para ¨¦l otra cosa que el ef¨ªmero resultado de la sugesti¨®n. Me consta que ha tratado de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el fondo proceden como ni?os, y hay que tratarlos de la misma manera, pero esta vez la correcci¨®n ser¨¢ ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterar¨¢n con la mezcla de alegr¨ªa y de horror propia de su gremio, y pondr¨¢n el viol¨ªn en remojo por as¨ª decirlo.
Ya estamos llegando, el avi¨®n inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver c¨®mo la tierra parece enderezarse amenazadoramente Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al tim¨®n. S¨ª, era un sombrero rosa con volados, a mi t¨ªa le quedaba tan
(c 1955)
Historias de cronopios
Tres aventuras de los personajes creados por Julio Cort¨¢zar.
Vialidad
Un pobre cronopio va en su autom¨®vil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca contra otro auto. Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.
-?No sabe manejar, usted? -grita el vigilante.
El cronopio lo mira un momento, y luego pregunta:
-?Usted qui¨¦n es?
El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.
-?C¨®mo que qui¨¦n soy? ?No ve qui¨¦n soy?
-Yo veo un uniforme de vigilante -explica el cronopio muy afligido-. Usted est¨¢ dentro del uniforme pero el uniforme no me dice qui¨¦n es usted.
El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el l¨¢piz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el n¨²mero de la chapa. El cronopio est¨¢ muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguir¨¢n haciendo preguntas y ¨¦l no podr¨¢ contestarlas ya que no sabe qui¨¦n se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse. (1952)
Almuerzos
En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con gran concentraci¨®n un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cu¨¢ntas papas fritas quiere.
-?C¨®mo cu¨¢ntas? -vocifera el fama-. ?Usted me trae papas fritas y se acab¨®, qu¨¦ joder!
-Es que aqu¨ª las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho -explica el cronopio.
El fama medita un momento, y el resultado de su meditaci¨®n consiste en decirle al cronopio:
-Vea, mi amigo, v¨¢yase al carajo.
Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instant¨¢neamente, es decir que desaparece como si se lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegar¨¢ a saber jam¨¢s d¨®nde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un ¨¦xito. (1952-1956)
'Never stop the press'
Un fama trabajaba tanto en el ramo de la yerba mate que-no-le-quedaba-tiempo-
para-nada. As¨ª este fama languidec¨ªa por momentos, y alzando-los-ojos-al-cielo exclamaba con frecuencia: "?Cu¨¢n sufro! ?Soy la v¨ªctima del trabajo, y aunque ejemplo de laboriosidad, mi-vida-es-un-martirio!".
Enterado de su congoja, una esperanza que trabajaba de mecan¨®grafo en el despacho del fama se permiti¨® dirigirse al fama, dici¨¦ndole as¨ª:
-Buenas salenas fama fama. Si usted incomunicado causa trabajo, yo soluci¨®n bolsillo izquierdo saco ahora mismo.
El fama, con la amabilidad caracter¨ªstica de su raza, frunci¨® las cejas y estir¨® la mano. ?Oh milagro! Entre sus dedos qued¨® enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las ma?anas ven¨ªa la esperanza con una nueva raci¨®n de milagro y el fama, instalado en su sill¨®n, recib¨ªa una declaraci¨®n de guerra, y/o una declaraci¨®n de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y/o de Bariloche y/o de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y/o de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo.
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