Buscando a Caravaggio
Vuelvo a Roma dici¨¦ndome que esta vez no me voy a perder los cuadros de Caravaggio en la iglesia de San Luis de los Franceses, especialmente uno, la Vocaci¨®n de San Mateo, que es una de las pinturas que m¨¢s me conmueven en el mundo, aunque no la he visto nunca de verdad. La tengo en una postal pegada sobre mi escritorio, como un recuerdo de Caravaggio y tambi¨¦n de la persona tan querida que me la envi¨®, sabiendo cu¨¢nto me gustaba. La he estudiado en reproducciones, fij¨¢ndome en esa luz sobrenatural que la atraviesa, en la penumbra de fondo en la que debi¨® de fijarse tan atentamente Vel¨¢zquez en sus viajes a Roma.
Porque no he podido verla hasta ahora, esa pintura que me parece conocer bien es todav¨ªa m¨¢s valiosa. En unos tiempos de accesibilidad universal e instant¨¢nea, pero tambi¨¦n ilusoria, la presencia irreductible de una obra de arte en un lugar ¨²nico, en un espacio preciso, es un ant¨ªdoto contra las fantasmagor¨ªas de lo virtual. En esa postal que tengo sobre mi escritorio, en las l¨¢minas de los libros, en las im¨¢genes del ciberespacio y de los documentales, la Vocaci¨®n de San Mateo multiplica su hechizo y se nos vuelve familiar seg¨²n aprendemos a advertir su originalidad, intentando mirarla como la vieron sus contempor¨¢neos, un borbot¨®n agresivo de realidad que hasta entonces no se hab¨ªa mostrado en la pintura, una crudeza casi tan atrevida como la que tuvo Manet m¨¢s de dos siglos y medio despu¨¦s al pintar a una mujer desnuda que mira a los ojos al espectador y que habita como ¨¦l en el mundo real, no en las nebulosidades vagamente er¨®ticas de la mitolog¨ªa. Cristo entra en el s¨®tano o en el zagu¨¢n donde el recaudador de impuestos cuenta monedas y no comprende c¨®mo est¨¢ siendo elegido a pesar de su oficio infame, por qu¨¦ esa mirada y ese gesto del dedo ¨ªndice lo distinguen a ¨¦l entre los personajes dudosos que lo rodean, maleantes, estafadores, usureros. Por primera vez, un pintor se atreve a incluir en el relato de un pasaje evang¨¦lico una escena de la misma vida real que ver¨ªan a diario sus ojos: los tah¨²res, los espadachines y rufianes de las tabernas, el paisaje humano que Caravaggio debi¨® de conocer tan bien, y que le seduc¨ªa en la misma medida que los talleres de los pintores y que las estancias de ese palacio en el que fue acogido por el cardenal Del Monte, donde se discut¨ªan con fervor las innovaciones m¨¢s audaces, lo mismo en la astronom¨ªa que en la m¨²sica, en la pintura y en la literatura que en la alquimia. El cardenal Del Monte proteg¨ªa a Caravaggio y tambi¨¦n a Galileo: es tentador imaginar que los dos hombres se encontraron en su palacio, que pudieron conversar sobre la pasi¨®n que ten¨ªan en com¨²n, la de mirar las cosas sin la telara?a de las tradiciones y las ortodoxias, con una curiosidad incorruptible. Con la ayuda de su telescopio y su decisi¨®n de ver, Galileo mir¨® la Luna y comprob¨® que no era la esfera perfecta y sublime que hab¨ªa dictaminado Arist¨®teles, sino un desorden de rocas, llanuras, cordilleras, barrancos. A Caravaggio le encargaron que representara los personajes evang¨¦licos, y lo que vio no fue las caras ideales y las actitudes nobles, las escenograf¨ªas abstractas de la tradici¨®n: vio seres humanos con las caras gastadas por la intemperie y el trabajo, con los pies grandes y sucios de los campesinos, movi¨¦ndose en el mismo mundo desgarrado y convulso en el que ¨¦l tan expertamente se mov¨ªa, con una mezcla de refinamiento y vulgaridad, de contemplaci¨®n y descaro, en la que hay algo muy romano.
Buscas a Roma en Roma, oh peregrino, dice Quevedo. Vuelvo a Roma, donde he sido feliz tantas veces, y al principio, como tantas veces, al mismo tiempo parece que he perdido el antiguo equilibrio entre el deslumbramiento y la irritaci¨®n, entre la belleza y el desorden, el esplendor y la cochambre. Hay m¨¢s mendigos que nunca, m¨¢s sinverg¨¹enzas, m¨¢s tr¨¢fico, m¨¢s tiendas de baratijas tur¨ªsticas, m¨¢s socavones, m¨¢s motos dispuestas a arrollarlo a uno en la incertidumbre de los pasos de cebra, en los que las l¨ªneas blancas no han sido repintadas hace muchos a?os. Los amigos que viven en la ciudad nos cuentan lo dif¨ªcil que se hace la vida cotidiana: abrir una cuenta en el banco, lograr una l¨ªnea telef¨®nica, una conexi¨®n decente a Internet. Pero lo cuentan en una taberna al aire libre en una plazoleta, en la noche c¨¢lida y perfumada del verano, entre muros de palacios que son garajes y fachadas ocres que tienen los desconchones y los ara?azos de una perduraci¨®n ennoblecida por el desgaste del tiempo; lo cuentan delante del blanco suculento, resplandeciente, de una burrata salpicada por el oro del aceite de oliva y el rojo admirable de los tomates diminutos partidos por la mitad, y despu¨¦s contin¨²an sus quejas mientras compartimos una pasta en la que la m¨¢xima sofisticaci¨®n de los sabores est¨¢ lograda con la m¨¢xima simpleza, y mientras a nuestro alrededor, en las mesas contiguas, la gente conversa en italiano con una rumorosa placidez.
Busco en Roma la Roma de mi primer viaje, con los bolsillos vac¨ªos y los ojos hambrientos, con poco m¨¢s de veinte a?os; la de otros regresos en los que la educaci¨®n de la mirada ha sido inseparable del fervor de las caminatas y el gusto compartido de vivir. En el plano que me han dado en el hotel se?alo la plaza en la que est¨¢ San Luis de los Franceses y dibujo el itinerario del paseo, que a cada paso, literalmente, queda interrumpido por un trance de hallazgo o de reconocimiento. Para mi alarma, casi mi desconsuelo, la fachada de San Luis est¨¢ cubierta de andamios, de telones y vallas de madera. Sobre una puerta lateral que parece la ¨²nica accesible hay un cartel con los horarios de visita, a todas luces calculados para mi frustraci¨®n personal. Si no veo hoy los caravaggios tendr¨¦ que seguir esperando hasta otro viaje. Un plato de spaghetti con almejas y un helado convierten la espera en la ocasi¨®n de nuevas formas de delicia. Por fin, a las cuatro en punto, podemos internarnos en la penumbra barroca de la iglesia, acercarnos a la capilla en la que est¨¢ la Vocaci¨®n de San Mateo. La sensaci¨®n de instantaneidad es la misma que hay en el cuadro: el momento justo en el que Cristo levanta la mano con una extra?a mezcla de lasitud y determinaci¨®n y se?ala hacia el cobrador de impuestos; en el que ¨¦ste mira con asombro y miedo y se se?ala incr¨¦dulamente a s¨ª mismo con una mano, y con la otra interrumpe el gesto de contar las monedas que todav¨ªa tiene entre los dedos. Todo es un duelo de miradas, ese instante detenido y eterno en el que una vida cambia de golpe y para siempre. A continuaci¨®n suena un chasquido seco y se hace la oscuridad. Para seguir mirando la Vocaci¨®n de San Mateo durante unos minutos m¨¢s he de echar en una ranura una moneda de un euro.
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