La mala muerte
Sin duda, la de morirse ha de ser una experiencia que marca: uno de esos ritos de paso que, igual que el servicio militar o la primera noche en cama ajena, imprimen car¨¢cter. Nadie sale indemne de su muerte; que se lo digan, ay, al pobre David Carradine, o a la legi¨®n de personajes ilustres cuyas biograf¨ªas, correctamente encuadernadas en vitela, resultan afeadas por un final chapucero, que desafina de mala manera en medio de una vida por lo dem¨¢s muy melodiosamente orquestada. En castellano existe una expresi¨®n muy gr¨¢fica que designa el colmo de la desgracia, el fondo del pozo por debajo del cual no hay tuneladora que pueda escarbar: la mala muerte. Morirse mal, a tontas y a locas, hecho un mamarracho, con tachaduras y la camisa por fuera, es de lo peor que le puede suceder a cualquiera. Para ser correcta, la muerte deber¨ªa guardar cierta simetr¨ªa con la existencia que la ha precedido, una sinton¨ªa que es dif¨ªcil de describir y que a falta de mejores expresiones podr¨ªamos comparar con un aire de familia o una sonoridad de la misma altura. Causa algo de compasi¨®n o verg¨¹enza ajena enterarse de c¨®mo pasaron al m¨¢s all¨¢ algunos de nuestros m¨¢s ¨ªnclitos pr¨®ceres y preferimos dejar correr el asunto como esos tropiezos de juventud que la edad enmienda: s¨®lo que este acto final no puede ser enmendado. Por ejemplo: mi sentido est¨¦tico de la proporci¨®n nunca ha tolerado que el legendario T. E. Lawrence, conocido como Lawrence de Arabia, sobreviviera a una guerra mundial, a trenes desventrados en el desierto, al mediod¨ªa del Nefud y las ametralladoras turcas para acabar desnuc¨¢ndose con una moto en la cuneta de una vulgar carretera de pueblo. A este ejemplo de relumbr¨®n debemos sumar los de todos aquellos a quienes la vida se les escap¨® por un inoportuno trozo de carne mal masticado, el pelda?o de una escalera que no se encontraba all¨ª cuando el pie lo reclamaba o un infarto sobre la almohada err¨®nea. La mala vida es triste; la mala muerte es atroz.
Por eso todo el mundo deber¨ªa contar con la posibilidad de hacerse una muerte a medida: de encargarla, de poder disponer de los detalles de iluminaci¨®n, comodidad, m¨²sica de fondo. Hay ocasiones en que, por desgracia, dichas previsiones quedan en papel mojado y no se puede hacer nada, pero otras s¨ª. Morirse sufriendo, digan lo que digan, no tiene ning¨²n m¨¦rito. No existe nada hermoso, ni instructivo, ni ejemplar en sentir c¨®mo el cuerpo se carcome bajo la masticaci¨®n de la enfermedad mientras el alma trata de escapar a trancas y barrancas, llena de p¨¢nico, del edificio en llamas. Todo el mundo deber¨ªa tener derecho a morir como persona, en sinton¨ªa con la vida que le ha conducido hasta ese trance ¨²ltimo, y no como una res o un microbio acosado por los pesticidas. La propaganda, cuya obligaci¨®n es el triunfalismo, celebra la ley de muerte digna cuyo proyecto se debatir¨¢ pr¨®ximamente en el parlamento auton¨®mico como un nuevo logro planetario de esta Junta que nos gobierna: s¨®lo que, en esta ocasi¨®n, adem¨¢s tiene raz¨®n. Se ha hablado y escrito mucho sobre este proyecto de ley y se ha alimentado con su le?a muchas de las tertulias radiof¨®nicas y los art¨ªculos de fondo que en ciertos medios sirven para calentar a los pir¨®manos, pero no por repetida se ha de dejar de recalcar su importancia. Entre los derechos inalienables que competen a todo ser humano no s¨®lo figuran los que preservan su existencia, sino tambi¨¦n los que estipulan el modo de rescindirla. Epicuro afirmaba que nadie deber¨ªa preocuparse por su muerte, puesto que no es parte de la vida; y estar¨ªamos de acuerdo con ¨¦l si no fuera porque una muerte mal hecha puede no s¨®lo arruinar la vida que viene a rematar sino tambi¨¦n la de cuantas giran a su alrededor. Morir bien es, despu¨¦s de todo, como comer sin hacer ruido, un acto de civismo.
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