Llavaneres
Recuerdo mi primer recuerdo del miedo. Verano de 1951. Un peque?o pueblo de la costa norte de Barcelona conocido por todos como Llavaneres. La torre de mi abuelo hab¨ªa sido el Consulado de Chile durante la guerra. Los domingos por la tarde, las familias de veraneantes iban al cine. Me llevaron mis padres a ver la primera pel¨ªcula de mi vida, un western. No recuerdo t¨ªtulo ni argumento. Despu¨¦s de todo, s¨®lo ten¨ªa tres a?os y medio. Pero recuerdo, como si fuera ahora, que en la pantalla se pod¨ªa ver la vida cotidiana de una feliz familia de granjeros: una madre cari?osa, un padre honrado y un ni?o de mi edad. De pronto, la normalidad qued¨® alterada por la aparici¨®n de unos extra?os -luego sabr¨ªa que eran indios cheyenes- que llevaban las caras pintadas y plumas en la cabeza y -eso fue lo peor- se comunicaban entre ellos con palabras incomprensibles, agit¨¢ndose de un modo inquietante, en claro signo de hostilidad contra la pobre y pac¨ªfica familia de blancos.
Me qued¨® muy grabada aquella primera impresi¨®n del miedo, aquella irrupci¨®n inesperada de los primeros seres extra?os que ve¨ªa en mi vida. Me qued¨® muy grabada y pienso que fue porque no hab¨ªa visto nunca hasta entonces a nadie ajeno a los m¨ªos. Aquel terror surgi¨® sin duda del descubrimiento de lo distinto. Con el tiempo supe que Nietzsche posiblemente dio en el blanco cuando dijo que el miedo ha favorecido m¨¢s el conocimiento general del ser humano que el amor, pues el miedo quiere adivinar qui¨¦n es el otro, qu¨¦ es lo que puede, qu¨¦ es lo que quiere, y que equivocarse en eso s¨®lo puede reportarnos un peligro y una desventaja, mientras que es evidente que en el amor, en cambio, se da un secreto impulso a ver en el otro la mayor cantidad posible de cosas bellas, y, por tanto, equivocarse ah¨ª no es un problema ni un peligro, sino m¨¢s bien un placer y una ventaja.
El miedo tiene la ventaja de que nos hace estudiar a los otros y de paso a nosotros mismos. He estudiado mi terror cheyene, y para m¨ª no hay duda de que si ese tenaz recuerdo sobre mi primer miedo me ha acompa?ado -intacto- siempre a lo largo de la vida, ha sido porque encierra en ¨¦l mismo la llave de los compartimentos secretos de todo mi mundo an¨ªmico. Es un recuerdo que siempre me advierte del peligro que encierra todo primer paso dado en el exterior de lo confortable, de lo familiar: ese primer paso que puede dejarnos tanto fuera de la asociaci¨®n de vecinos del barrio como de un c¨¢lido c¨ªrculo de granjeros del far-west, como puede dejarnos fuera de todo directamente.
Si uno da ese primer paso y se adentra en el territorio de los otros, sabe que ah¨ª estar¨¢ sin duda, agazapado -invisible a veces-, aquel s¨²bito primer miedo de la infancia, aquel miedo del verano de 1951, aquel terror a lo inh¨®spito que descubrimos un d¨ªa de nuestra infancia en el que vimos con asombro, primero, y a continuaci¨®n con el m¨¢s grande p¨¢nico, el mundo extra?o de lo cheyene. El p¨¢nico ven¨ªa muy acentuado por el hecho de que los indios hablaban en un lenguaje raro. He tardado una infinidad de a?os en saber -lo supe ayer- que no era tan extra?a esa lengua en la que hablaban (a fin de cuentas, era el algonquino) y que el nombre de cheyene proven¨ªa de sha hi'yena, tampoco algo tan raro, porque precisamente significa "el pueblo de lengua extranjera". Hasta 1859, los cheyenes mantuvieron una relaci¨®n pac¨ªfica con el hombre blanco. Despu¨¦s, todo fue terrible. El general Custer los derrot¨® en Washita. Y luego ellos, aliados con los sioux oglalas, hunkpapas y santees, se vengaron en Little Big Horn. Tras su rendici¨®n en 1877 fueron trasladados por el Gobierno norteamericano a una reserva en Oklahoma, donde conocieron a?os horribles. Actualmente quedan unos 6.000 cheyenes en todo el mundo y viven en una reserva de Montana, hacia la que me dirijo precisamente ahora, en viaje con mi mujer por Estados Unidos. S¨¦ que su religi¨®n -como la m¨ªa- da importancia a las experiencias visionarias y que practican el baile del sol, mi danza preferida. Voy al encuentro de los cheyenes. No tengo miedo. Cae la tarde y oscurece, pero no tengo miedo. En la vida, igual que en la literatura, no se descubre tierra nueva sin acceder a perder de vista primeramente, y por largo tiempo, toda costa. Voy pensando que en la vida cuentan ¨²nicamente los que no temen la alta mar y van m¨¢s all¨¢ de Llavaneres y, lanz¨¢ndose hacia lo desconocido, entran, como nosotros ahora, en esta calle barrida por el viento, en esta estrecha calle de casas no numeradas que llaman Little Big Horn.
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