La biblioteca del demonio
Hace a?os me qued¨¦ sorprendido cuando me informaron de que el trazado de las autopistas construidas en Alemania en la ¨¦poca de Hitler, las primeras de Europa, no respond¨ªa tanto a criterios econ¨®micos cuanto est¨¦ticos. Se buscaba, al parecer, que quien viajara por ellas quedara impresionado por la belleza de los paisajes contemplados y, a este respecto, en ocasiones se hab¨ªa sacrificado la funcionalidad del trayecto con tal de conseguir la conmoci¨®n visual del transe¨²nte. Nunca he llegado a saber con certeza si esas informaciones se ajustaban a la realidad, aunque no me extra?ar¨ªa a juzgar por ciertos discursos "art¨ªsticos" de Hitler en los que se exaltaba la necesidad de alcanzar un efecto sublime y se abogaba, muy kantianamente, por el poder desinteresado del arte.
En los anaqueles de Hitler no figuraba Nietzsche, pero s¨ª pornograf¨ªa y novelitas populares
El ¨²nico novelista de relieve es J¨¹nger, con su 'Tempestades de acero'
En 1987, con ocasi¨®n de la Muestra del Arte Degenerado -conmemorativa de la celebrada 50 a?os atr¨¢s-, asist¨ª en M¨²nich a una exposici¨®n paralela dedicada a aquel arte "sano" y "nacional" que los j¨®venes nazis defend¨ªan como alternativa a Picasso, Braque, C¨¦zanne, Kandinsky y dem¨¢s artistas tenidos por degenerados. Las obras de la exposici¨®n paralela eran, como es de imaginar, grandilocuentes y de escaso valor. Con todo, los organizadores tuvieron el acierto de ilustrarlas con las teor¨ªas est¨¦ticas de Hitler, o al menos firmadas por ¨¦ste. Junto al desvar¨ªo racista aparec¨ªan aqu¨ª y all¨¢ opiniones que encajaban con la leyenda de las primeras autopistas alemanas, y as¨ª el conjunto aparec¨ªa a los ojos del visitante como un ca¨®tico revoltijo de ideas procedentes de la tradici¨®n intelectual rom¨¢ntica y de opiniones de una zafiedad sonrojante. Aun dando por sentado que Hitler, en la mayor¨ªa de los casos, ¨²nicamente firm¨® los textos que sus asesores redactaron, me qued¨® la curiosidad de saber cu¨¢les eran realmente los libros le¨ªdos por un tipo como Hitler, capaz de alcanzar los extremos que conocemos. Algo ganar¨ªamos, me dije entonces, si alguien hubiera descrito la biblioteca del dictador, quien se ufanaba de ser un lector apasionado desde su ¨¦poca de estudiante medio bohemio en Austria. Sin embargo, por lo que yo cre¨ªa, la biblioteca de Hitler, formada en efecto por varios miles de vol¨²menes, a la fuerza deb¨ªa de haber desaparecido, en gran parte al menos, con la destrucci¨®n de la canciller¨ªa de Berl¨ªn y, sobre todo, del Berghof, su amado refugio alpino cercano a Berchtesgaden. No hab¨ªa sido exactamente as¨ª. Recientemente, J. Timothy W. Ryback ha publicado un libro, Hitler's Private Library, en el que se reconstruyen las vicisitudes que marcaron la dispersi¨®n de la biblioteca de Hitler. Los libros de Berl¨ªn, en efecto, han desaparecido. Requisados por las autoridades sovi¨¦ticas tras la ca¨ªda de la capital, fueron trasladados a Rusia y no hay noticia alguna sobre ellos. No obstante, una peque?aparte de la colecci¨®n del Berghof, pasando de manos de soldados americanos a las de coleccionistas privados, acab¨® en la Biblioteca del Congreso de Washington. Unos mil t¨ªtulos entre los que destacan una gu¨ªa arquitect¨®nica de Berl¨ªn que, seg¨²n Ryback, aliment¨® los sue?os imperiales del dictador en relaci¨®n con la futura capital alemana, una edici¨®n de Tempestades de acero dedicada por su autor, Ernst J¨¹nger, y las obras completas de Fichte -el ¨²nico fil¨®sofo ilustre en la colecci¨®n- lujosamente encuadernadas en piel, un regalo de la cineasta Leni Riefenstahl.
La peque?a muestra que analiza Ryback se completa con la reedici¨®n en el anexo de su libro de una aut¨¦ntica joya bibliogr¨¢fica: This is the Enemy, una suculenta descripci¨®n de la biblioteca de Hitler realizada en 1942, antes de su dispersi¨®n, por tanto, por el periodista americano Frederick Oechsner, corresponsal de la United Press en Berl¨ªn. Oechsner da detalles sobre los criterios de Hitler como bibliotecario y sobre la parafernalia que adornaba las estanter¨ªas: decenas de fotos dedicadas con los actores y cantantes favoritos, y "200 fotograf¨ªas de constelaciones estelares en d¨ªas importantes de su vida". No en vano Hitler era un asiduo consultor de las profec¨ªas de Nostradamus.
La clasificaci¨®n de los libros no es irrelevante. Junto a la abundante presencia de t¨ªtulos sobre asuntos militares y la curiosa insistencia en temas peculiares, como la cr¨ªa de caballos, algunas secciones son particularmente elocuentes. Oechsner cita 400 libros dedicados a la Iglesia cat¨®lica, textos que el bibliotecario Hitler ha entremezclado con obras pornogr¨¢ficas, profusamente anotadas con comentarios groseros. No deja de ser interesante esta asociaci¨®n entre pornograf¨ªa y catolicismo en alguien que acarici¨® la idea de fundar una nueva religi¨®n. Como interesantes son los casi mil vol¨²menes de "literatura popular y sencilla", en palabras de Oechsner, conservadas por el fundador de un imperio destinado a durar un milenio. En este grupo destacan las "novelas del Oeste" de Karl May y los relatos detectivescos del brit¨¢nico Edgar Wallace, dos autores con gran ¨¦xito en aquellos a?os, sin olvidar el nutrido apartado de novelitas sentimentales, en especial de Hedwig Courts-Mahler, una suerte de Cor¨ªn Tellado alemana de la ¨¦poca, por lo que cuenta Oechsner.
Ninguna palabra, en cambio, sobre autores literarios de m¨¢s envergadura. Por lo que deducen el historiador Ryback en su reciente Hitler's Private Library y el periodista Oeschsner en 1942, el F¨¹hrer nunca estuvo demasiado atento a lecturas de fuste, si bien ten¨ªa mucho inter¨¦s en mostrarse ante sus allegados como un hombre forjado culturalmente a s¨ª mismo, autodidacta, que nunca necesit¨® de los circuitos acad¨¦micos, en los cuales, como es sabido, hab¨ªa sido rechazado durante sus a?os vieneses. No podemos saber si Hitler se sumergi¨® en las obras completas de Fichte que le regal¨® Leni Riefenstahl -ni siquiera si las hoje¨® en alguna hora perdida entre mitin y mitin-, pero llama la atenci¨®n que no aparezcan por ning¨²n lado los muy manipulados Nietzsche y Schopenhauer, supuestos fil¨®sofos de cabecera. En cuanto a poetas y novelistas, el ¨²nico de relieve es J¨¹nger, en cuyo libro Tempestades de acero, Hitler ve un modelo para sus propias memorias de la Primera Guerra Mundial, obra que nunca lleg¨® a escribir.
No hay que descartar que el F¨¹hrer leyera a otros autores de importancia, pero parece claro que en la balanza de sus lecturas el platillo de las obras cultas pesa mucho menos que el de la "literatura popular y sencilla". Queriendo emular en muchos aspectos a Napole¨®n, no es probable que Hitler hubiera pensado en un Goethe de su tiempo al que informar que hab¨ªa le¨ªdo devotamente como aqu¨¦l hizo con el autor de Werther.
Si los informes sobre su biblioteca son representativos de su sensibilidad literaria, no hay duda de que los gustos de Hitler eran m¨¢s bien toscos y apenas guardan relaci¨®n con la ret¨®rica culta incluida en sus discursos oficiales sobre el arte. Naturalmente que el dictador posee en sus estanter¨ªas los cl¨¢sicos del racismo, desde los textos de Chamberlain hasta el panfleto de Henry Ford, el empresario norteamericano, sobre la conspiraci¨®n jud¨ªa internacional. Pero fuera de los cap¨ªtulos del racismo y de la historia militar, la biblioteca hitleriana nos muestra a un lector, o a un coleccionista de libros, m¨¢s atento a los subproductos intelectuales que a la tradici¨®n cultural europea, incluida aquella susceptible de ser tergiversada ideol¨®gicamente por el nazismo.
As¨ª, fantasmag¨®ricamente, la imagen de la biblioteca de Hitler se nos aparece entre dos fuegos: por un lado, la hoguera de un mundo incendiado por la guerra, y, por otro, la hoguera de los miles de libros quemados por sus secuaces, correspondientes a autores que obviamente no se vislumbraban en las estanter¨ªas del dictador. Y entre ambas hogueras podemos imaginarnos al lector Hitler descansando por unos minutos de sus planes grandiosos mientras se dirige a esta parte de la biblioteca donde las obras pornogr¨¢ficas coexisten con las cat¨®licas o a aquella otra en la que releer¨¢, una vez m¨¢s, una de esas historietas de amor de Hedwig Courts-Mahler que a punto est¨¢n de hacerle llorar.
Rafael Argullol es escritor.
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